Destino ciudad caricia

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En una hora y media he quedado para comer. Quedan solo treinta y cinco minutos para que se acabe mi jornada laboral. Miro el reloj del ordenador sin parar. ¿Me dará tiempo a llegar a Getafe Central en quince minutos si camino más rápido de lo que suelo o el tiempo que estima Google Maps responde al paso de una persona de mayor estatura? Una vez en la estación cogeré la línea C-4 hasta Atocha y aprovecharé, si tengo la suerte de poder sentarme, para leer unas páginas del libro que me regalaron mis amigas hace dos meses y que no he podido empezar porque últimamente solo leo aquello de lo que luego tengo que escribir. De Getafe Central a Atocha son los únicos veinte minutos que tengo libres hoy para leer un libro sobre el que no tengo que escribir para alguna de las revistas con las que colaboro y de las que espero que algún día me salven de volver a casa de mis padres. 

Trabajo cuatro horas al día mirando el ordenador y, a veces, -si mi novio no trabaja a esa hora y si yo no tengo clase justo después- con suerte, salgo pitando de mi casa en cuanto acabo para ir a comer a cualquier sitio que hayamos descubierto en Tik Tok, un sitio como cualquier otro en cualquier otra ciudad con más de 120.000 habitantes. Salgo pitando de mi casa tras cuatro horas mirando el ordenador sin parar y pienso, pienso en qué escribiré en ese mismo ordenador cuando vuelva de esta comida en la que hablaremos de lo que hemos podido escribir en nuestros ordenadores el día anterior, sobre lo que nos gustaría escribir en cinco años, sobre aquello que sabemos que nunca seremos capaces de escribir. 

Adjunto lista de todo lo que me ha dado tiempo a hacer durante el trayecto con un ansía desmedida que impulsa a mis dedos a moverse a toda velocidad  hurgando en mi bolso y en el móvil:

  1. He podido escuchar un resumen de las principales noticias del día mientras esperaba al tren
  2. He conseguido leer durante veinte minutos
  3. He hecho la lista de la compra por dictado de voz mientras salía de Atocha
  4. He caminado hasta Antón Martín por esa necesidad ya prácticamente médica de recibir algún que otro rayo de sol de vez en cuando

Tras la comida, tengo que hacer el mismo camino de vuelta, mi novio sale corriendo para llegar a trabajar y cuando acabe su jornada vendrá a mi casa a cenar y nos quejaremos de estos días tan largos y a la vez tan cortos, y nos abrazaremos, y desearemos que llegue el fin de semana. 

Durante mi trayecto de vuelta a casa recuerdo que tengo que hacer la compra, la cena que, también, será la comida de mañana y me martirizo pensando que mañana, como ayer y también anteayer, tendré que volver a encender el ordenador y ponerme a trabajar durante cuatro horas en las que mis ojos se vuelven muy pequeños y mis dedos tratan de moverse, otra vez, muy rápido. 

En el trayecto de vuelta a casa pienso que no queda ni un solo lugar en la ciudad que esté diseñado para descansar, para aburrirse. En el trayecto de vuelta a casa pienso que todo se ha convertido en un trayecto. ¿Ves mi dedos moviéndose muy rápido? ¿Ves mis ojitos diminutos? No queda ningún lugar en el que las palmas solo cumplan la función de la caricia. 

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A menudo, trato de no recrearme en este deambular constante. De no darle espacio en las conversaciones. No quiero que el deambular también inunde la pausa. Pero, de repente el deambular irrumpe y las palabras brotan a la misma velocidad a la que suelo mover los dedos y las palabras de la otra brotan y me enseña sus ojos diminutos y nos reconocemos en la rapidez, en el movimiento y nos aferramos a la pausa y hablamos de parar, rogamos parar. 

Vuelvo a casa después de pronunciar lo innombrable, y enciendo el ordenador. 1 de mayo. Como cada comienzo de mes, sufro con el pago del alquiler y me planteo aceptar trabajar más horas, faltar a esas clases que me darán un título por el que también pagaré y así no volver a tener que pedir dinero a mis padres. Unos padres que no se permiten hablar de “la cosa sin nombre» de la que escribieron Deleuze y Guattari, de lo innombrable y violento que cubre nuestro deambular. 

Enciendo el ordenador y me reconozco Sibila. Me reconozco en las palabras de Remedios Zafra en El entusiasmo: Precariedad y trabajo creativo en la era digital

Sibila no es la niña, no es la madre, no es la amante, no es la anciana. Sibila es entusiasta y trabajadora. Su nombre es Cristina, María, Ana, Inés, Silvia, Laura…, incluso cuando es Jordi o Manuel, siempre está feminizada. En todos los casos, pongamos que su nombre es Sibila. […] Sibila no carga con épicas ni grandes relatos, si acaso con la expectativa que le permita romper un linaje de pobres.

El entusiasmo, Remedios Zafra

Pienso en Cristina, María, Ana, Inés, Silvia, Laura… Y deseo que rompan el linaje del pobre. Deseo que puedan frenar sus dedos, secar sus ojos, caminar por ciudades-caricias. Deseo que Sibila-yo y Sibila-otras quememos las ciudades-empresas y construyamos lugares. Deseo que Sibila-yo y Sibila-otras diseñemos con nuestros dedos y con la pausa cuartos propios conectados, cuartos propios emancipadores. 

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Llevo cinco años viviendo en la misma ciudad. Una ciudad por la que no consigo transitar sin mirar la pantalla y rogar que las indicaciones que me dé no sean igual de liosas que las calles que trato de atravesar siempre enmarcadas en logos en inglés. No consigo crear itinerarios. No consigo fijar puntos de referencia. Esta ciudad que atravieso es una ciudad-empresa. Una ciudad hecha para vivir entre muros, una ciudad que en sus paredes construidas para la productividad recoge a individuos que tratan de fabricarse cada día, de hacerse fuertes, independientes, libres, eficientes. Una ciudad diseñada para la optimización del yo y el rendimiento poblada de gimnasios, bancos, franquicias y centros comerciales como recoge  Byung-Chul Han en La sociedad del cansancio.

Esta ciudad-empresa está llena de gente con prisa por atravesar los muros, por abandonar la calle. Esta ciudad-empresa nos aísla eliminando la posibilidad de encuentro. Sibila, si nos cruzamos no podré reconocerte, nada a nuestro alrededor favorece el encuentro. Todo a nuestro alrededor es un no lugar que se extiende hasta las puertas de nuestros pisos de alquiler.

Cuando digo no lugar rescato Los no lugares. Espacios del anonimato de Marc Augé y tecleo con dedos veloces una de esas citas que me acompañan en mi deambular:

“Por «no lugar» designamos dos realidades complementarias pero distintas: los espacios constituidos con relación a ciertos fines (transporte, comercio, ocio), y la relación que los individuos mantienen con esos espacios”

Los no lugares, Marc Augé

Mi casa, como el Starbucks, se ha convertido en un no lugar. Estoy de paso y me guío en silencio siguiendo unas señales que me transportan de la cama al ordenador, compro desde ese ordenador, descanso en ese ordenador. Me relaciono con esta casa conectada como con la ciudad; a toda velocidad. Y aporreo sus conexiones con mis dedos rápidos. Me disperso entre ventanas abiertas -mientras escribo esto diez pestañas se despliegan en mi pantalla- y temo no poder reconstruirme al apagar este aparato que ha deformado mi cuerpo. 

Mi casa se ha convertido en un no lugar, y yo devengo cada mañana en empresa. Miro el reloj y siempre es buen momento para hacer algo más, para avanzar, para no parar. El tiempo, como el espacio, son dos dimensiones absorbidas por el capitalismo neoliberal: mi casa es un no lugar y mi tiempo infinito. Vivimos atravesados por una “ubicuidad expansiva”, en palabras del filósofo Juan Evaristo Valls, una ubicuidad expansiva que ha convertido un piso en Madrid sur en un espacio de trabajo. Y mi móvil. Y mi ordenador. Y mis dedos, que solo saben teclear. 

Miro el reloj. Esta ubicuidad expansiva me mantiene siempre alerta, siempre disponible. Por si acaso. Por si prescinden de mí. Por si puedo hacer más. Siempre estoy segura de que podría hacer más. Y siempre tengo miedo de estar perdiéndome algo. 24/7 es el tiempo que ofrezco. Todos los metros cuadrados que atravieso es el espacio que ofrezco. Ni cuarto propio, ni cuarto propio conectado. 

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Sibila, como tú, trato de hacer político mi malestar y sin embargo, no puede detenerme. Me quejo. Señalo las contradicciones de un sistema que me deforma y me enferma. Sufro por todo aquello que acepto y no sé cómo parar. Decido autonarrarme como fórmula política, decido cada día recoger la experiencia vital de un cuerpo acelerado para dejar constancia. Acudo a las otras. Me refugio a menudo en Remedios Zafra. Este texto está plagado de ella y de muchas otras que me acompañan, que me han dejado en sus palabras ciertos destellos de esperanza. Recurro a menudo a esta cita de Zafra en Frágiles. Cartas sobre la ansiedad y la esperanza en la nueva cultura:  

No es poca cosa que usted me interpele y que yo la escuche, que yo le escriba y usted me conteste, que merodeemos los espacios íntimos de la confidencia y que busquemos lo auténtico no solo cuando es placentero, sino también cuando araña, nos contradice o nos deja en mal lugar.

Frágiles, Remedios Zafra

Nunca he defendido la escritura como artefacto terapéutico. Pensar que escribir nos curará es reconocer que el malestar está en nuestro interior, que solo hay que exorcizarlo, librarnos de él mediante imágenes. No lo creo. Mi malestar comienza cada lunes y se expande por las curvas de una ciudad vacía, por las esquinas de un piso que no puedo pagar sin un apoyo familiar que me hace privilegiada. Mi malestar deviene de la lógica sangrante de un sistema que va en contra de la sostenibilidad de la vida. 

No creo que la escritura nos salve. Pero sí creo en politizar el malestar. En la escritura política. Tengo esperanza. Creo en las imágenes como exposición de las contradicciones y no como cura. Escribo sabiendo que todas mis palabras serían más bellas y más poderosas si el tiempo no respondiera a los ritmos del trabajo. Escribo para recoger eso; las imágenes que perdemos a causa de este ritmo frenético que nos sacude. Y también dejo espacio a lo bello. Escribo sobre posibilidades. Sobre nuevos mundos posibles. Y cuando no puedo imaginar, sueño. Porque en el sueño aun puedo moverme a un paso tranquilo, puedo explorar estructuras sintácticas que se me escapan de los dedos furiosos que golpean este teclado.

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Sibila, anoche soñé con ciudades-caricias. Unas ciudades en las que se podía pasear. Ciudades en las que nos reuníamos en merenderos todas las tardes y no solo en las pausas. En ciudad-caricia no éramos Sibila-yo y Sibila-otras. Teníamos nombres propios. Y a menudo pronunciábamos “nosotras”. Convertíamos los lugares en comunidades. Esa es la potencia de decir “nosotras”; hacer del lugar como localización política un espacio de apego, como expone Richar Sennett en La corrosión del carácter. Las consecuencias personales del trabajo en el nuevo capitalismo

En mi sueño no tenía miedo, no me movía ese sentimiento de urgencia que me mantiene con los ojos diminutos, por lo que pueda pasar. En nuestras ciudades no había trayectos. Ni logos en inglés. Ni indicaciones en pantalla. Ya estábamos donde teníamos que estar. Y cuando volvíamos a casa, todas teníamos ganas de escribir. Y escribíamos que los dedos a parte de moverse muy rápido, también sirven para acariciar a las otras. 

Sibila, no sé cómo moverme por la ciudad. No consigo orientarme. Te propongo construir ciudad-caricia. Te propongo crear itinerarios de descanso. Ocupar el espacio público y descansar. 

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