Fit-Fascismo, Gymbros y el Culto al Cuerpo como Redención
No es casualidad que los regímenes fascistas del siglo XX —como la Alemania nazi o la Italia de Mussolini— pusieran tanto énfasis en el cuerpo masculino fuerte, joven, blanco, disciplinado. La propaganda de la época mostraba músculos bien marcados, uniformes ajustados, armas relucientes. Todo tenía un objetivo: convertir el cuerpo en una herramienta ideológica.
El cuerpo se volvía símbolo de obediencia, pureza, capacidad de combate. No era solo salud: era poder. Era estética de guerra.
Este funcionaba como un mecanismo para promover la homogeneidad (el cuerpo debía ser fuerte, blanco, joven y heterosexual), reforzar la autoridad, (este cuerpo en forma se asociaba con el deber, la obediencia y la capacidad de matar (si era necesario)) y erotizar la violencia. El músculo, el uniforme, el arma, eran parte de una estética que sexualizaba la dominación y la guerra. Susan Sontag lo explicó con claridad; el fascismo no solo se organiza en partidos, sino también en imágenes. Así el músculo se convierte en lenguaje. El gimnasio, en templo.
Hoy, esa estética no ha desaparecido: se recicla en subculturas online que exaltan rutinas de «hardening», disciplina casi militar y eslóganes como “Train like a soldier, eat like a wolf, sleep like a king.” Es probable que hayas visto estos videos en TikTok o en reels de Instagram, donde jóvenes promueven el sacrificio físico como vía de redención. Como camino hacia una versión superior de sí mismos, y así alcanzar la máxima aspiración que el género les ha impuesto: ser hombres irrompibles. Hombres-héroe.
El nacimiento del gymbro; el culto al cuerpo como representación de la masculinidad
En las últimas décadas, la imagen del hombre también se reinventó. Con la revolución industrial y, más tarde, con la llegada del consumo de masas y los cambios en los roles de género, el cuerpo masculino entró al mercado de la belleza. El hombre que antes solo «era fuerte», ahora también debía ser bello, estético, deseable.
El estudio social de lo corporal pone sobre la mesa el aspecto de que toda existencia es ante todo corporal (Le Breton, 2002). Turner (1989) considera que los seres humanos tienen cuerpo y son cuerpo, un hecho evidente por el cual el cuerpo es algo inseparable del yo. Podríamos justificar el estudio social de lo corporal a partir de que toda práctica social es una práctica corporal que genera y da forma a la conducta social; siendo un espacio en donde se reflejan y representan las normas y los hábitos sociales de cada contexto histórico.
Los cambios sociales de las últimas décadas y la proliferación de nuevas unidades familiares (solteros, separados, divorciados) han provocado cambios en el rol social del hombre a los que la publicidad tampoco ha sido ajena. Sin embargo, en vez de liberar a la mujer de los estereotipos en los que estaba enmarcada y desarrollar los roles del hombre en la publicidad, ésta lo que ha hecho es estereotipar también al hombre, pretendiendo así dar una sensación de tratamiento igualitario y no discriminatorio hacia la mujer.
Dentro de todo este contexto, emerge la época de los ejercicios aeróbicos para eliminar grasas, el levantamiento de pesas para la obtención de mayor masa muscular y el surgimiento de un nuevo mercado hasta el momento desconocido (y, para según qué productos, clandestino) en donde se comercializan todo tipo de sustancias (anabolizantes, proteínas, carnitina, etc.) y que comienza progresivamente a ser cada vez más rentable. La obsesión por el cuerpo, los músculos y la moda (como forma de ensalzar la belleza y definir la silueta corporal) se imponen entre los hombres de la sociedad de consumo la belleza, el atractivo físico y el cuerpo son valores sociales en alza en el siglo XXI.
El cuerpo se vuelve, en la posmodernidad, un lugar sagrado que se debe cuidar y embellecer (Gil, 2016). Baudrillard (2009, p. 155) comenta que “el cuerpo hoy ha llegado a ser objeto de salvación. Ha sustituido literalmente al alma en su función moral e ideológica”, debido a que ya no es Dios quien castiga al individuo si este no actúa siguiendo su dogma, sino que es el cuerpo, como forma de estatus social, el que castiga al individuo si este no cuida de él. Es así como el cuerpo se vuelve el único sustento identitario ante un mundo tan inmenso, dinámico y contradictorio.
La figura del «gym bro» representa una forma de masculinidad hegemónica (Connell, 1995) que desprecia lo débil, lo emocional y lo diferente. El cuerpo musculado funciona como símbolo de estatus, poder y control, pero también como mecanismo de exclusión y validación jerárquica. Bourdieu (2000) afirmaba que la fuerza del orden masculino radica en no necesitar justificarse: es lo normalizado. Esta normalización se ve en el gimnasio como espacio simbólico donde lo femenino, lo no normativo, es apartado.
Los valores que circulan en estos espacios son claros: la musculatura es virtud, la fuerza física es moral, y la sensibilidad es sospechosa.
El Fit-Fascismo en Internet
El culto al cuerpo se ha hibridado con ideologías extremistas en lo que algunos llaman «fit-fascismo». Influencers de ultraderecha emplean una estética de ultramasculinidad —los famosos «giga-chads», cuerpos hipermusculados y agresivos— para transmitir discursos de odio: rechazo a la debilidad, misoginia, racismo, homofobia. En estas comunidades, no se entrena solo por salud: se entrena para la guerra cultural.
Unos de los ejemplos más representativos son foros los “Active Clubs”: una red internacional de clubes de artes marciales y fitness que promueve ideologías de extrema derecha. Estos clubes utilizan el entrenamiento físico como medio para radicalizar a jóvenes y prepararlos para posibles conflictos étnicos o una «revolución fascista».
Otro ejemplo es el «Barbell Strength Tribe»; un gimnasio en Estados Unidos que fusiona el entrenamiento de fuerza con una ideología fascista. Los miembros son alentados a «purgar la debilidad» y a construir cuerpos «a prueba de balas» como símbolo de una nueva nación basada en la fuerza masculina blanca .
Por no mencionar la cantidad de influencers fitness que se ven en redes —como Amadeo Lladós, Liver King, Andrew Tate o Sneako— que promueven un estilo de vida centrado en la disciplina extrema, el rechazo a la fragilidad emocional, y la glorificación de una masculinidad basada en el poder físico, el éxito individualista y la autoridad sin matices.
Estos foros alimentan una sensación de pertenencia a estos hombres incomprendidos (incels, redpill, fitfluencers extremos).El discurso suele seguir una estructura clara: “Haz que estén tristes, convierte su tristeza en ira, recompensa esa ira”. El manual del fit-fascismo es el siguiente:
1. Turn them against themselves – Haz que se odien a sí mismos. Se explota su inseguridad, su sufrimiento, su sensación de fracaso o debilidad. Se les convence de que no valen nada, que no son «suficientemente hombres», que el mundo los desprecia.
2. Turn them against those beneath them – Haz que descarguen su frustración contra los que consideran más débiles. Esto incluye burlarse de hombres menos musculosos, pobres, con discapacidades u otras minorías. Se construye una jerarquía para que puedan sentirse superiores.
3. Turn them against women – Haz que culpen a las mujeres. Se les inculca la idea de que las mujeres son la raíz de sus problemas: «superficiales», «interesadas», «promiscuas». Esto alimenta la misoginia, que puede derivar en violencia simbólica o real.

El entrenamiento se convierte en castigo y redención; una narrativa heroica que reemplaza la política con musculatura. Frente al caos contemporáneo —el trabajo precario, la soledad, la crisis afectiva— emerge una fantasía: regresar a una era dorada. Una época imaginada donde los hombres eran fuertes, comían carne cruda y las mujeres “sabían cuál era su lugar”. Ese retorno idealizado al pasado no es inocente: funciona como refugio simbólico ante la incertidumbre. Y en ese mito, el cuerpo fuerte, disciplinado, blanco y viril se erige en bandera.
Frases como «rechaza la modernidad, abraza la tradición» no solo apelan a una estética retro. Proponen un orden. Uno rígido, patriarcal y muchas veces violento. Esto conecta con figuras como los “balkan gains” o los “giga-chads tradicionales” que aparecen en redes: hombres duros, silenciosos, autosuficientes, que rechazan el “degenerado Occidente” y glorifican una vida estoica, espartana, nacionalista, incluso abiertamente reaccionaria.
Estos grupos promueven además una serie de estrategias ideológicas que conforman el núcleo duro del fit-fascismo:
- Apelar a la frustración social: aprovechar el descontento (precariedad, soledad, falta de propósito) como materia prima emocional.
- Inventar una conspiración: culpar al progresismo, feminismo o multiculturalismo por la «decadencia del hombre real».
- Populismo selectivo: una falsa horizontalidad: «nosotros, los fuertes, contra los débiles».
- Neolengua: redefinir términos como «degenerado» o «masculinidad tradicional» para legitimar exclusión.
- Instalar el miedo a lo diferente: presentar lo diverso como amenaza.
- Fomentar el odio hacia la debilidad: asociar lo débil con lo femenino o improductivo.
- Armar el machismo: usar la virilidad como escudo moral.
- Vivir en guerra permanente: justificar la agresividad como defensa constante del orden.
- Crear un culto a la tradición: idealizar un pasado donde los roles eran fijos y la autoridad no se cuestionaba.

Masculinidad, territorialidad, y actitudes en el Gym
El gimnasio no es un espacio neutro. Muchos hombres lo usan como un escenario de exhibición, competencia y dominación. Acaparan aparatos, lanzan pesas, se imponen con gruñidos y miradas. Las mujeres, en cambio, son empujadas a los márgenes: clases grupales, cardio, zonas «seguras».
Connell (1995) lo explica como parte del sistema de masculinidad hegemónica, que no sólo legitima la posición dominante del hombre, sino que relega lo femenino y lo diverso a los márgenes del espacio social. Estas actitudes no son anecdóticas: son expresiones corporales de una ideología.
El cuerpo masculino se ha convertido en una trinchera simbólica frente al caos contemporáneo. Desde Winckelmann y el ideal griego (Mosse, 2001) hasta los “giga-chads” en Instagram, el músculo ha sido una forma de identidad, control y exclusión. En tiempos donde lo normativo tambalea, el culto al cuerpo vuelve con fuerza, no sólo como estética, sino como ideología.
Y en esa ideología, el gimnasio es mucho más que un lugar para entrenar: es un campo de batalla simbólico donde se disputa qué significa ser hombre, quién merece respeto y quién debe quedarse fuera.

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