Nos adentramos en el trágico imaginario de un pueblo y su memoria en la novela Los recuerdos del porvenir
Él sabía que el porvenir era un retroceder veloz hacia la muerte y la muerte, el estado perfecto, el momento precioso en que el hombre recupera plenamente su otra memoria.
Elena Garro
Si en los Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, el coronel Aureliano Buendía, muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, había de recordar cierta tarde remota que todos conocemos, la voz fantasiosa con la que Elena Garro narra el recuerdo del pueblo de Ixtepec está a la altura de aquellas reminiscencias en Macondo. «Solo soy memoria y la memoria que de mí se tenga», anuncia nada más comenzar esta primera novela, Los recuerdos del porvenir.
Un tiempo aparte
El tiempo, ese que nos inventamos los hombres hace milenios para encerrar y acotar el trascurso de las estaciones, el deterioro de las piedras, las transformaciones de las eras. Esta noción suprema que lleva riguroso registro de nuestra Historia, que todo lo domina y que todo lo enumera bajo un mismo sistema universal, es tal vez la mayor de nuestras inocentes prepotencias: creer que podíamos limitar el universo a un ritmo unísono y unívoco.
Por suerte, hay autores que conocen la ingenuidad de la ilusión del tiempo. Cortázar nos lo adelanta en su relato El perseguidor: «Viajar en el métro es como estar metido en un reloj. Las estaciones son los minutos, comprendes, es ese tiempo de ustedes, de ahora; pero yo sé que hay otro», nos revela en la voz del personaje Johnny Carter. En el cuento afirma que existe otro tiempo que nada tiene que ver con nosotros, que el tiempo cambia, que podemos entrar en un ascensor del tiempo.
Garro también conocía estos entresijos. Por eso, aunque la historia de su novela se desarrolla tras la revolución mexicana y durante las guerras cristeras de comienzos del siglo XX, en el pueblo de Ixtepec el tiempo es tan azaroso como el recuerdo mismo: puede saltar grandes distancias, obviar y olvidar lo que ocurrió entremedias, ralentizarse y detenerse in situ, convertir la noche en infinita o dejar escapar solo a algunos de su pausa. Puede contraerse y estirarse como un chicle, seguir otras leyes; tiene, en definitiva, su propio tiempo. Por eso, es costumbre que cada noche el criado de los Moncada, Félix, desmonte el reloj por orden de don Martín: «Sin el tictac, la habitación y sus ocupantes entraron en un tiempo nuevo y melancólico donde los gestos y las voces se movían en el pasado».
La escritora mexicana, una de las precursoras del boom latinoamericano y cuya producción literaria asentó las bases para el realismo mágico, nada tiene que envidiar al resto de autores de esta corriente. Aunque no estaba conforme con esta identificación – consideraba que el realismo mágico era más bien una estrategia de ventas – su obra respira ese aire misterioso del género en el que los límites entre realidad y fantasía se difuminan. Sus elementos mágicos se corresponden más bien con una cosmovisión vinculada a lo indígena, donde la magia siempre estuvo ligada a la vida cotidiana, típica en el imaginario latinoamericano.
Su prosa, sensorial y muy poética, perfila dichos límites, expresados ya no solo mediante la combinación del relato realista con elementos fantásticos o inverosímiles, sino por el propio hechizo de las palabras con las que la autora lo construye, creando trampantojos en el lenguaje que escapan a la noción de verdad o engaño. Así, Garro juega con la ambigüedad y la libre interpretación para representar las vivencias de los curiosos personajes de Ixtepec.
Ningún pueblo, todos los pueblos
Con la misma volubilidad con la que el tiempo se transforma en algo abstracto, no lineal y moldeable, también lo hace el espacio. Los recuerdos del porvenir se sitúa en el mencionado pueblo de Ixtepec, un territorio imaginario en algún punto indeterminado de México. Los detalles sobre este no importan, ni siquiera dentro del pacto de la ficción: lo que caracteriza a Ixtepec es precisamente su marginalidad, su irrelevancia, su abandono. Se trata de la narración de un pueblo humillado y sometido, gobernado por los militares, que sufre las desgracias de la opresión y la violencia. Cada noche los habitantes se acuestan oyendo con temor los ruidos de la calle o algún lejano tiro de gracia, y despiertan con la noticia de nuevos colgados en los árboles. Salen a la plaza y rumorean sobre los militares y sus queridas, observan las ventanas del Hotel Jardín en el que se hospedan y los maldicen en silencio. Culpan a la querida del General de todos los males que acontece en sus calles. Y su desdicha parece no tener fin.
Lo que ocurre con Ixtepec es que no es ningún pueblo y es todos los pueblos al mismo tiempo. Su historia, única y extraordinaria, es un lejano espejismo de la realidad de muchos otros territorios olvidados en México. Y en este caso, la voz del pueblo deja de ser una imagen metafórica para convertirse en realidad, pues su historia es contada por el propio pueblo personificado como ente, sin cuerpo, pero con voz. El Ixtepec narrador otorga una visión íntima, tan crítica como compasiva, de su legado: «Hay días como hoy en los que recordarme me da pena. Quisiera no tener memoria o convertirme en el piadoso polvo para escapar a la condena de mirarme».
A través de esta voz, conocemos las vidas de los peculiares habitantes. No solo de las principales familias, como los Moncada y sus hijos Nicolás, Juan e Isabel, o los Meléndez, los Montúfar o los Gloríbar; también los criados de cada casa, La Taconcitos, La Luchi y demás prostitutas o los soldados y militares con sus respectivas queridas. Desde el General Francisco Rosas y su querida, Julia, hasta el extraño fuereño Felipe Hurtado, los religiosos como Don Roque y el Padre Beltrán o locos como la anciana Dorotea y el presidente Juan Cariño. Todos tienen cabida en este extraño lugar.

La escritora refleja las diferentes clases sociales posibles en su composición de habitantes, haciendo una reivindicativa representación de los personajes marginales, los pobres, los grotescos, los repudiados. En una combinación tan variopinta de hombres y mujeres frente al horror de la guerra y la opresión militar, parece incluso que los dementes son los más cuerdos en realidad. Es el caso del enternecedor Juan Cariño, que cree en el poder de los diccionarios y sale al pueblo cada día a intentar capturar y retirar las palabras de la maldad:
«Su misión secreta era pasearse por mis calles y levantar las palabras malignas pronunciadas en el día. Una por una las cogía con disimulo y las guardaba debajo de su sombrero de copa. Las había muy perversas; huían y lo obligaban a correr varias calles antes de dejarse atrapar… Al volver a su casa se encerraba en su cuarto para reducir las palabras a letras y guardarlas otra vez en el diccionario, del cual no deberían haber salido nunca… Todos los días buscaba las palabras ahorcar y torturar y cuando se le escapaban volvía derrotado».
Memoria y olvido
La ejecución con la que Garro dispone a estos personajes, saltando de los pensamientos de uno a otro, construye una memoria colectiva pero fragmentada, cuyo flujo de conciencia puede recordar al estilo de La señora Dalloway, de Virginia Woolf. De forma similar, en Los recuerdos del porvenir la memoria se rompe y se recompone constantemente: lo que creíamos saber, dejamos de saberlo; lo que ocurrió, en realidad, no sucedió nunca, o a lo mejor es lo que sucederá mañana.
«Luchaba entre varias memorias y la memoria de lo sucedido era la única irreal para él. De niño pasaba largas horas recordando lo que no había visto ni oído nunca».
Mediante esta intromisión con la que los lectores nos adentramos en el pensamiento de los protagonistas, espiando por los ojos de cerradura de las puertas, escuchando conversaciones que no estaban destinadas a llegar a nuestros oídos, nos sentimos fantasmas que siguen en silencio los pasos de estos personajes. Nos convertimos en discretos testigos de sus preocupaciones y sus penas. Gracias al talento de Garro para la dramaturgia, desde nuestro silencio asistimos a una puesta en escena digna de cualquier obra de teatro.
Así, cada pasaje de la obra está cargado de tensión, de exageración y teatralidad, de retórica y poesía. La narración se vuelve casi meta-teatro incluso, cuando los personajes se atreven a planear su propia representación. Porque entre tanto drama y desventura, la actuación surge como una suerte de vía de escape: «El teatro es la ilusión y lo que le falta a Ixtepec es eso: ¡La ilusión!», sentencia el fuereño, Felipe Hurtado, poco antes de desaparecer del pueblo.
Y es que, de tratarse de una pieza teatral, la historia de Ixtepec sería sin duda del género de la tragedia. Porque de la injusticia y la aún incipiente ilusión, brota la tentativa de buscar un desenlace mejor, de rebelarse, de enfrentarse a aquellos hombres que cada mañana «bebían café antes de ir a organizar más muertes». Algo de espíritu de lucha parece despertar en las gentes de este pueblo dormido cuando se prohíbe el culto religioso y comienza la persecución de los curas, pero no es más que una leve somnolencia, que un débil intento de brega destinado al fracaso, ya que llevaba la asunción de ese fracaso en su propia raíz.
Por eso, los de Ixtepec terminan como empiezan: suspendidos en la espera ciega de que la salvación llegará del cielo o de fuera, compadeciéndose de sí mismos y achacando siempre su suerte al destino o a una mujer. La memoria de este pueblo es una memoria de la resignación. Pierden los mismos, ganan los mismos, mueren los mismos, se tropieza con la misma piedra; y, en definitiva, incluso aunque las cosas cambien, no cambian: «Vinieron otros militares a regalarle tierras a Rodolfito y a repetir los ahorcados en un silencio diferente y en las ramas de los mismos árboles».
Ixtepec los mira a todos en la noche sofocante, con una profunda tristeza, el resentimiento justo y algo de ternura. Sabe que en él emana la tragedia, como bien descubren todos sus habitantes, cada uno a su manera. Sabe que su enseñanza es en vano, que su historia está destinada a repetirse, que su futuro es su pasado, que en todos sus tiempos el resultado es y será el mismo. Sabe que nadie está dispuesto a recordar el porvenir.
«Una generación sucede a la otra, y cada una repite los actos de la anterior. Sólo un instante antes de morir descubren que era posible soñar y dibujar el mundo a su manera, para luego despertar y empezar un dibujo diferente. Y descubren también que hubo un tiempo en que pudieron poseer el viaje inmóvil de los árboles y la navegación de las estrellas, y recuerdan el lenguaje cifrado de los animales y las ciudades abiertas en el aire por los pájaros. Durante unos segundos vuelven a las horas que guardan su infancia y el olor de las hierbas, pero ya es tarde y tienen que decir adiós y descubren que en un rincón está su vida esperándoles y sus ojos se abren al paisaje sombrío de sus disputas y sus crímenes y se van asombradas del dibujo que hicieron con sus años. Y vienen otras generaciones a repetir sus mismos gestos y su mismo asombro final. Y así las seguiré viendo a través de los siglos, hasta el día en que no sea ni siquiera un montón de polvo y los hombres que pasen por aquí no tengan ni memoria de que fui Ixtepec».
Bibliografía:
- Los recuerdos del porvenir – Elena Garro
- Cien años de soledad – Gabriel García Márquez
- El perseguidor – Julio Cortázar
- La señora Dalloway – Virginia Woolf

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