Me piensas, luego existo

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Cuando preparaba la prueba de Filosofía para la selectividad sólo podía pensar en lo estúpida que era la ontología. ¿De verdad las grandes mentes a lo largo de la Historia habían hecho correr ríos y ríos de tinta reflexionado sobre el ser? En ese momento, no me preocupaba lo más mínimo quién era yo, qué suponía para mí estar en el mundo. Bien está que tenía 18 años, y es sabido por todos que a esa edad ya se tiene todo claro. Sin embargo, ahora, con 25, para mí es una fijación entender quién soy. E, indudablemente, eso me lleva a obsesionarme con qué soy para los demás. 

Una de las grandes virtudes del español es que, a diferencia del inglés, es un idioma que distingue los verbos “ser” y “estar”. El cogito ergo sum cartesiano tiene sentido en tanto se refiere a existir como a estar en el mundo. Gracias a que soy un ser pensante puedo saber que existo, que formo parte de la realidad: “Soy porque pienso”. A partir de mi propio pensamiento puedo saber que existo, entendiendo existir como estar, pero la auto constatación de mi existencia no me permite saber cómo soy.

Dependemos de los demás para saber lo que somos. ¿Cómo ser generosa si no tengo a un otro con quién compartir? ¿Cómo saber si soy tímida si no estoy rodeada de gente que no para de parlotear mientras observo en silencio? ¿Cómo podría ser inteligente si no hay alguien a quien impresionar con mis opiniones? Todo lo que soy, lo soy en cuanto lo soy para los demás. “Me piensas, luego existo”, Carolina Durante dixit.

Alguien podría objetar, aduciendo que la realidad de lo que somos y cómo nos perciben los demás no siempre coincide. ¿Y si se produjese algún tipo de disonancia cognitiva y la persona cuyo ser es objeto de definición no compartiese la visión del resto? Hay muchos que están convencidos de ser los mejores amigos que alguien podría pedir pero, ¿seguiríamos creyéndolo si alguien cercano a ellos nos confesase que, en realidad, no se preocupan por sus amistades? Probablemente sea injusto, pero no podemos escapar de lo que los demás dicen que somos.

A partir de esta constatación, se abre otro problema en relación a la autoconsciencia, puesto que un sólo sujeto puede contener infinidad de seres, en tanto que múltiples personas pueden pensar al sujeto de modos muy diversos. Así, yo no soy la misma para mi padre, para mis amigas de la infancia o para mi jefa en el trabajo. Yo soy yo y las miradas que se proyectan sobre mí. Todas ellas me piensan de maneras muy diferentes, ¿cuál de esos seres es el más verdadero?

Borges llegó a dudar de su propia existencia, asegurando que era todas las personas que había conocido. ¿Y si hay tantos seres como personas miran al sujeto? La cuestión plantea un problema ontológico de primer orden. Si el ser es relativo a quien lo mira, quizás no puedo tener una entidad propia más allá de lo que los demás creen que soy. La respuesta se presenta evidente: “No estoy seguro de que yo exista”.

Definir es limitar

Llegados a este callejón sin salida de negación de la existencia propia, demos un paso atrás. Si mi existencia depende de que me piensen, la existencia del otro depende de que le piense. Así, si el otro es para mí, yo soy para el otro y, por tanto, existo. El problema radica en que la existencia está limitada por lo que el sujeto es para los demás. 

En base a cómo percibimos a los demás, en lo que son para nosotros, construimos una serie de expectativas en torno a ellos. Si alguien nos hace reír en varias ocasiones, acabaremos por determinar que esa persona es graciosa y, de cara a futuras ocasiones, esperaremos que esa persona nos vuelva a hacer reír. Este proceso, que en un principio parece inocuo, marcará un límite para la autopercepción de esa persona, para que esa persona sepa cómo es.

En cierta ocasión, unos periodistas le preguntaron al actor Chino Darín cómo definiría a su esposa, la también actriz Úrsula Corberó. “Si la defino, la limito”, contestó él. Definir es limitar, porque decir cómo es alguien es someter a esa persona a la carga de nuestras expectativas sobre ella. 

De hecho, no podemos escapar de la losa que son las percepciones de los demás sobre nosotros. Son una jaula que nos imposibilita ser más de lo que los demás esperan que seamos. Si nadie nos abre la puerta a la posibilidad de ser algo, ¿cómo podemos serlo? Por mucho que me esfuerce en ser valiente, si nadie reconoce mi coraje, ¿servirá de algo ese esfuerzo?

No obstante, este es un camino de doble dirección. Al igual que la mirada de los demás sobre mí condiciona lo que soy, la mía sobre ellos también les constriñe. Y, lo que es peor, coarta su existencia dentro de mi entendimiento de la realidad. Cuando digo que alguien es y, después, esa persona contradice con sus palabras o actos la idea sobre su ser que yo había establecido, lo que yo había pensado deja de existir. La decepción sentida al constatar que una persona no es lo que creíamos no es más que la negación de la identidad del sujeto más allá de lo que nosotros pensamos del mismo. 

“No te reconozco”, se dice cuando alguien deja de corresponder con su yo que habíamos ideado, como si la persona sólo pudiese ser a través de nuestra mirada. La necesidad de pensarnos los unos a los otros y existir a través de los demás, nos impide conocer quiénes son. Lo dice así Barthes:

“Estoy aprisionado en esta contradicción: por una parte, creo conocer al otro mejor que cualquiera y se lo afirmo triunfalmente (“Yo te conozco. ¡Nadie más que yo te conoce te conoce bien!”); y, por otra parte, a menudo me embarga una evidencia: el otro es impenetrable, inhallable, irreducible; no puedo abrirlo, remontarme a su origen, descifrar el enigma. ¿De dónde viene? ¿Quién es? Me agoto; no lo sabré jamás”

Roland Barthes, Fragmentos de un discurso amoroso

Por eso, pido perdón a todos a los que he definido y, por tanto, he limitado su existencia; y perdono también a los que han intentado encerrarme en un ser concreto, sin saberlo, con lo que creían que conocían sobre mí.

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