Análisis de la gran novela de la autora mexicana desde la perspectiva de la microfísica del poder de Foucault
Sostenía Deleuze, siguiendo a Foucault, que al poder hay que analizarlo desde lo atómico, donde se mueve, en lugar de desde lo macroscópico, donde está estático. La Ley, el Estado, son grandes núcleos inmóviles donde el poder ha cristalizado en estructuras de dominación que encubren oscuros movimientos. Sin embargo, en los pequeños átomos, en tiempos y espacios localizados, puede seguirse el curso difuso del poder, sus movimientos de arrastre y seducción, la inexorable violencia con la que concentra el Ser. Foucault, en Vigilar y Castigar, realizó este brillante ejercicio sobre los sistemas penitenciarios de Francia y descubrió que las estrategias de poder que son allí concebidas: los medios de represión y vigilancia, las jerarquías, las reglamentaciones disciplinarias… surgen de forma independiente a las estructuras estatales, y que no es el Estado quien impone allí dichas estrategias de poder, sino que más bien es el Estado el que después se las apropia. Es decir, que para llegar a comprender cómo el poder cristaliza en grandes núcleos como el Estado hay que partir primero de lo atómico, de parcelas concretas de la realidad. Esto es entendido a la perfección y puesto en práctica de forma brillante en el México de Fernanda Melchor ya que la genialidad de Temporada de Huracanes reside precisamente en cómo disecciona la realidad del machismo mexicano por medio de las dinámicas personales.
En Temporada de huracanes se parte de un suceso central: el asesinato de la Bruja. A partir de dicho acontecimiento, se realiza un seguimiento a varias voces en donde se entremezclan distintos partícipes o testigos del asesinato, y donde se expone de forma magistral la perversidad del alma humana y el mecanismo por el que operan las relaciones de poder. Seis personajes (Yesenia, Munra, Chabela, Norma, Brando y Luismi) dan vueltas y se entrelazan alrededor de la muerte de la Bruja, componiendo un magistral mapa de las relaciones de fuerza entre seres humanos, un tapiz trágico hilvanado con violenta belleza que se ubica en el pueblo ficticio de la Matosa. En estos átomos que son los distintos personajes de la novela se puede apreciar verdaderamente la corriente de poder, cómo fluye desde el tiempo, cómo arrastra entre sus aguas innumerables cadáveres que no son siempre humanos. He dicho antes que el asesinato de la Bruja es un suceso central. Con ello quería decir central desde el punto de vista narrativo, es decir, desde cómo la autora estructura el relato para contar la historia. Pero desde la óptica del poder el cadáver de la Bruja no presentan ninguna centralidad, ni siquiera una finalidad especial. Es solo un daño colateral más, un asesinato no distinto a los de los sueños de las mujeres y los hombres cuya vida se ve sumida en la cotidianidad de la violencia. Lo más terrible del poder es lo indiferente que le resulta lo trágico. No es un fin que persiga, sino una consecuencia de su obrar. El poder tiende a concentrarse, de ahí que las pequeñas partículas hayan terminado adoptando núcleos sólidos y absolutos cuyo máximo perfeccionamiento hoy en día es nuestro Estado Social y Democrático de Derecho y Bienestar. Y en esa labor de concentración el poder necesita romper para juntar, recolocar las piezas, apretarlas y estrujarlas para construir su puzle ideal, aquel donde solo hay una pieza y al fin se logra la unidad. En este proceso de concentración, si no se ha conseguido conquistar adecuadamente unos límites (esas parciales concesiones del poder), los átomos reciben y transmiten la corriente de poder, propagan su onda destructora para conseguir concentrarse más y ninguno de esos átomos, pese a lo malvado que sea, es realmente consciente del horror que engendra el sistema, pues los efectos totales le están velados y la violencia genera una especie de familiaridad resignada que impide soñar con mundos distintos. Lo que sucede en Temporada de huracanes es un recordatorio de los triunfos, en ocasiones despreciados en exceso, que se han logrado en Occidente. El poder es un ajedrecista letal que siempre encuentra el movimiento para lograr la victoria, pero si el oponente es digno puede lograr que se esfuerce, y en ese esfuerzo hay ciertas renuncias que abren espacios donde es posible respirar algo de libertad. Si, por el contrario, el oponente no realiza su labor limitadora, el poder actúa de la forma más simple, el jaque mate se da en dos movimientos, se ejerce desnuda la brutalidad. Haber logrado que el poder tenga que refinarse para seguir siendo ejercido, he ahí el mayor triunfo de las democracias.
Se ha dicho desde la crítica, y con razón, que la novela de Fernanda Melchor constituye un análisis magistral del problema mexicano de violencia y machismo. En este sentido, Fernanda comprende muy bien que el poder deja su huella fatal no solo en las víctimas, sino también en los verdugos. La violencia produce sus efectos de forma evidente sobre aquellos en quienes recae, pero más sutil es su efecto sobre aquellos que la ejercen, pues también se ven sus vidas desfiguradas, también las formas de la violencia les conducen al horror y al vacío. El problema del machismo mexicano no es un problema estructural, sino un problema de falta de estructura que posibilita la tiranía de lo doméstico. En esas partículas que son los hogares se perpetúan las corrientes de violencia que actúan por debajo del núcleo del Estado y de la Ley, núcleo que se ve corrompido porque las partículas que lo conforman traicionan su espíritu, la materia no obedece a la forma y entonces la forma cambia y se troca en algo terrible e incontrolado: un tiempo y un espacio en donde el poder puede actuar sin apenas límites. Hay que recordar dos postulados básicos de Foucault: que el poder no es algo que se posee, sino algo que se ejerce, y que su ejercicio no distingue entre dominantes y dominados, sino que los vincula al ser ejercido, puesto que el poder es una relación de fuerzas. En el pueblo de la Matosa, nuestros 6 personajes están vinculados por las distintas relaciones de fuerza configurando un ecosistema terrible. En palabras de Deleuze:
Cada fuerza tiene a la vez un poder de afectar (a otras) y de ser afectada (por otras), por eso implica relaciones de poder; todo campo de fuerzas distribuye las fuerzas en función de esas relaciones y de sus variaciones.
Lo que sucede en la Motosa no es más que una posibilidad natural de distribución de las fuerzas cuando no existe un árbitro que supervise eficazmente dicha distribución.
Para terminar, diré que es un consuelo para las nuevas generaciones que todavía se produzca en nuestros días gran narrativa en nuestra lengua. Temporada de huracanes es una novela grandiosa, rotunda, que sin duda se encuentra en la lista de mejores novelas de lo que llevamos de siglo. Si hay una virtud primordial en la novela es precisamente la prosa y la voz de Fernanda. La autora realiza un uso asombroso del lenguaje de la violencia que permite comprender la importancia de las palabras como símbolos y espejos de las dinámicas de poder. El lector siente el horror de los hechos en las palabras que pronuncian los personajes, puesto que en ellas se encuentra ya la semilla de la tragedia, una profecía devastadora, materializada precisamente en las frases más casuales y cotidianas. Irónicamente, al final del libro, la autora anuncia que pronto llegará la temporada de huracanes, pero siempre es temporada de huracanes en Matosa, parece decirnos Fernanda, puesto que, mucho antes de que los vientos terribles lleguen, hay otros aires de violencia que ya han destruido a su paso innumerables sueños y esperanzas.

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