La vida entre la fantasía y la ficción, es decir, entre un despacho y una silla de plástico
Irati López Simón
Yo realmente creo en las verdades de la Feria. Yo también creo en ese orgullo de que tu abuelo no sea llamado por su nombre, sino por su oficio, y creo en ese orgullo de contestar a de quién eres y no solo por mi simple nombre. Yo creo en las pequeñas estirpes de pueblo, en la grandeza de un árbol y en la cosa esta que se te queda como pegada al pecho cuando finalmente dejas de respirar un puto vagón de metro y te vas por fin a ver a tu abuela al pueblo.
También creo que el autobús para ir a mi pueblo está muy caro y muy mal conectado, y que me da miedo coger el coche; y también creo que no encontraré trabajo a menos de 45 minutos en coche desde allí. A mí, por ejemplo, me encanta Carolina Durante -qué sorpresa, eh-, pero jamás jamás, jamás jamás jamás coincidiremos en aquello de
Adoro todo ese ruido
No puedo vivir sin él
Llevo cuatro días en el puto campo
Y ya estoy deseando volver
Carolina Durante – Urbanitas
Jamás jamás jamás oiréis de mi boca tal falacia, porque ante todo, yo soy de pueblo. Aunque yo he nacido en una ciudad, vivo en otra ciudad, yo siempre siempre siempre siempre seré de mi pequeñito pueblo.
Que a mí me quieren triste, Señora
Que me da igual cogerme un bus de 4 horas y luego rogarle a quien sea que me acerque desde la ciudad, que ya decidieron que se trabajaba entre semana y yo el fin de semana me busco escapar. Que me merezco escapar, creo yo, pero a mí me gusta el orden, a mí me gusta hacer caso, y eso de salirme de la línea no lo hacía yo de pequeña, menos voy a fantasear con vivir una vida poco común y no ser administrativa y opositar.
Porque aunque con Dios tenía mis dudas, en lo que sí decidí creer fervorosamente con nueve años fue en los rituales.
Ana Iris Simón – Feria
Porque pa qué voy yo a ir a misa en la ciudad, si yo no sé ni en lo que creo. En el pueblo ni se me ocurriría faltar, que allí está Diego en el coro con todas mis vecinas, la Satur y la Mari Perucha, y que yo sé que si me pongo un poco guapa, me recojo el pelo y me pongo un poco de rímel, ellas me miran y sonríen, y en el fondo, yo sé que tampoco creen tanto, pero que a todas nos gusta un poco que nos miren, y mejor aún si es bien preparadita y cantando en la misa.
Pero mire, que yo ya decidí que por lo que sea no me viese un conocido, y eso se me complica en el pueblo. Que yo ya decidí ponerme guapa solo pa mí, y eso se me hace difícil en el pueblo. Que yo ya decidí no cruzarme con las sombras de los espectros, y eso se me complica demasiado a mí en el pueblo.
Leyendo Feria, de Ana Iris Simón, en los descansos de una oficina en el centro de una ciudad, no sé si lo que he sentido se considera un poco síndrome del impostor. Esa pequeña niña escapa e intenta volver a escapar. Madrid, Madrid es mucho mejor que Toledo, dice la pobre, y yo deseé tanto salir de allí, deseé tanto no volver a tener náuseas en la Línea 3 camino a Moncloa.
Por eso siempre va a ser mejor mi pueblo, que como dice la autora, no tiene ni un Leclerc. Me da igual, me gusta esperar a Paco el frutero y que pese las mandarinas en la furgoneta. Me gusta cruzarme con el panadero volviendo de fiesta con mis amigos y esquivar la plaza para que no nos vean volver de madrugada. Me gusta cruzarme sin querer al vendedor de embutidos -anda, que a este yo no le conozco-, y picar algo en la plaza.
Y sin embargo, el proletariado, la gran clase que abarca a todos los productores de las naciones civilizadas, la clase que, al emanciparse, emancipará a la humanidad del trabajo servil y hará del animal humano un ser libre; el proletariado, traicionando sus instintos y olvidando su misión histórica, se dejó pervertir por el dogma del trabajo. Rudo y terrible fue su castigo. Todas las miserias individuales y sociales nacieron de su pasión por el trabajo.
Paul Lafargue – El derecho a la pereza
No quiero un Leclerc, ni un Mercadona, ni un Pizza Hut, ni una de tantas cadenas que menciona el libro. Me gustaba saber que Paco era Paco con su furgoneta, y que el Satur era el Satur con su tienda. Me gustaba que las señoras me dejaran colarme en aquella sala de 5 metros cuadrados, porque la chiquilla solo viene a por el pan pero ah ya de paso ponme una Coca-Cola y son tres euros y qué hace tu abuela y que ya hace un par de días que no la veo que se salga a la fresca a las ocho y que yo le digo y me salgo corriendo porque qué vergüenzas que yo sentía ahí en la tienda del Satur, que yo solo iba porque mi abuela me daba un poco suelto y me podía quedar con las vueltas.
Pero mire, que yo ya decidí hace tiempo que mi vocación era esta, escribir para nadie y observar obras de arte que nadie se para a mirar, y eso se me complica en el pueblo. Mire, que yo ya decidí que quería ser otro don nadie, y eso se me complica en el pueblo. Que mire, que ya me decidieron a mí que mi vocación era ser precaria, y eso se me hace imposible en el pueblo. Que yo ya decidí que quería asfixiarme en el aire negro, y eso es difícil en el pueblo. Que a mí me quieren triste, señora, y eso, se me complica demasiado en el pueblo.
Bibliografía
– Ana Iris Simón (2020), Feria.
– Paul Lafargue (1883), El derecho a la pereza.

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