Cuento completo de un Rilke temprano

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El relato que hoy traigo es el primero de la colección que publicó en 1900 Rainer Maria Rilke bajo el nombre Historias del buen Dios. Prestándose de su gran conocimiento renacentista, pretendía con ella acercar a la juventud a Dios, o, por lo menos, a una imagen divina más personal y cercana. De concepción temprana, la vitalidad juvenil del propio autor también se intuye al leerla; el concepto de la obra inspira cierta sinceridad imaginativa y transparente que es complicada de encontrar en el resto de su obra. Traducir este cuento cargado de expresiones idiomáticas y lenguaje poético supuso un reto, sobre todo los diálogos cotidianos: es difícil juzgar qué licencias creativas tomar para que suenen naturales. Ya que el texto traducido es bastante extenso y lo presento completo, termino esta brevísima introducción sin explicar apenas sobre el propio Rilke. Quizá en un futuro publicaré un artículo que le haga justicia junto con alguna de sus elegías.

El cuento de las manos de Dios

Hace poco, por la mañana, me encontré con la vecina. Nos saludamos.

—¡Menudo otoño! —dijo tras una pausa y alzó la vista al cielo. Yo hice lo mismo. La mañana era en efecto muy clara y grata para ser octubre. De pronto se me ocurrió algo: —¡Menudo otoño! —exclamé y agité un poco las manos. Y la vecina asintió aprobadora. La observé por un instante. Su rostro agradable y lozano se movía de arriba a abajo dulcemente. Era harto luminoso, solo en torno a los labios y en las sienes había pequeñas arrugas oscuras. ¿De dónde podrían venirle? Y entonces le pregunté inopinado: —¿Y sus niñas? Las arrugas de su rostro se desvanecieron por un segundo, pero volvieron de una vez, aún más oscuras. —Sanas, gracias a Dios, pero… —La vecina se puso en marcha y yo me coloqué a su izquierda, como es debido. —Ya sabe usted, ambas están en esa edad, en la que los niños están todo el día preguntando. «¿Qué?», todo el día hasta ya entrada la noche. —Sí —musité—, esa edad… —Pero ella no pareció notarlo. —Y nada de preguntas de este mundo: «¿A dónde va ese tranvía tirado por caballos? ¿Cuántas estrellas hay? ¿Y es diez mil más que mucho?» ¡No, cosas completamente diferentes! Por ejemplo: «¿Dios habla chino también?, y ¿cómo es Dios?» ¡Siempre todo sobre Dios! Sobre eso no se sabe. —No, por supuesto —afirmé—, se pueden hacer suposiciones… —O de las manos de Dios, ¿qué debe uno…

Miré a mi vecina a los ojos: —Perdone —dije con toda la educación—, ¿acaba de decir las manos de Dios, no es cierto? —Ella asintió. Creo que estaba un poco aturdida. —Sí —me apresuré en añadir—, de hecho algo sé de las manos de Dios. Por casualidad —rápido advertí al ver sus ojos abrirse de par en par—, por completa casualidad, yo he…, bueno… —concluí con bastante decisión—, quisiera contarle lo que sé. Si tiene usted un momento, la acompañaré hasta su casa, con eso bastará.

Encantada —respondió cuando finalmente pudo articular palabra, aún sorprendida—, ¿pero no desearía…? —¿Contárselo a las niñas yo mismo? No, querida, eso no es posible, de ninguna manera. Mire usted, me da apuro hablar con los niños. Eso en sí no es malo; pero las niñas podrían interpretar mi turbación por una intención de mentir. Y, como la veracidad de mi historia es muy importante para mí, podría usted repetírsela después a ellas. Seguro que la relata mejor. La enlazará y adornará, yo solo daré cuenta de los hechos sencillos de la manera más breve posible. ¿De acuerdo? —Está bien, está bien —dijo interesada la vecina.

Medité y comencé: —En el principio… —Pero me detuve de inmediato. —Puedo, vecina, dar por sabidas algunas de las cosas que debiera contarle primero a  las niñas. Como la Creación, por ejemplo… —Hubo una pausa considerable. —Sí…, y en el séptimo día… —La voz de la buena mujer era aguda y fina. —¡Pare! —exclamé—, debemos recordar también los primeros días; pues sobre ellos trata lo que nos concierne. Así pues, comenzó Dios, como es sabido, su obra. Mientras criaba la tierra, diferenció esta del agua y ordenó la luz. Después formó con mirífica celeridad las cosas, me refiero a las cosas verdaderamente grandes, tales como riscos, montañas, un árbol y, siguiendo este modelo, muchos árboles. —Venía escuchando unos pasos desde hace un rato detrás de nosotros que no nos sobrepasaban y que tampoco se quedaban atrás. Me perturbaban y me enmarañé en el relato de la Creación, continué de la siguiente forma: —Solo puede comprenderse esta obra rápida y exitosa si se asume tras una larga y profunda reflexión que todo estaba ya dispuesto en su cabeza antes de que él… —Por fin los pasos nos alcanzaron y una voz no precisamente agradable se nos unió: —Oh, estaban hablando quizá del señor Schmidt, discúlpenme… —Miré molesto a la recién llegada, pero la vecina parecía sentir cierto corrimiento y carraspeó: —Ujum, no…, es decir…, sí…, justo estábamos hablando, por así decirlo… —¡Menudo otoño! —dijo de repente la otra señora como si no hubiera pasado nada y su rostro pequeño y rojo resplandeció.  —Sí —escuché que mi vecina respondía—, tiene razón, señora Hüpfer, un otoño excepcionalmente agradable. —Luego se despidieron ambas. La señora Hüpfer rio entre dientes: —Y salude de mi parte a sus hijitas. —Mi buena vecina no le prestó más atención; sentía curiosidad por seguir escuchando mi historia. Sin embargo, yo aseveré con dureza: —Sí, ahora ya no sé por dónde íbamos. —Estaba usted diciendo algo sobre su cabeza, es decir… —La vecina se sonrojó por completo.

Me compadecí de ella y, por tanto, enseguida retomé el relato: —Sí, vea usted entonces, mientras lo único que se estaba creando eran las cosas, Dios no tenía que reparar constantemente en lo que ocurría abajo, en la tierra. Nada podía suceder allí. Naturalmente, el viento soplaba ya sobre las montañas, parecidas a las nubes, que tan conocidas le eran, pero seguía evitando las copas de los árboles con cierta desconfianza. Y a Dios le pareció bien. Por así decirlo, había creado las cosas mientras dormía; solo cuando empezó con los animales la obra se le tornó interesante; se inclinaba sobre ella para echar un vistazo a la tierra y ocasionalmente arqueaba las cejas. Pero se olvidó por completo de ellos mientras formaba al humano. Desconozco la parte complicada del cuerpo a la que había llegado cuando en torno a él susurró un aleteo. Un ángel pasó apresurado y cantaba: «Tú, que todo lo ves…».


Dios se horrorizó. Había hecho caer al ángel en el pecado, pues este había cantado una mentira. Inmediatamente Dios Padre miró hacia abajo. Y, efectivamente, allí ya había acaecido algo apenas remediable. Un pequeño pájaro vagaba sobre la tierra de aquí para allá como si tuviera miedo, y Dios no era capaz de llevarle de vuelta al hogar, dado que no había visto de qué bosque había venido el pobre animal. Se enojó sobremanera y enunció: «Los pájaros deben permanecer posados donde yo los haya puesto». Pero recordó que les había concedido alas por intercesión de los ángeles para que también en la tierra hubiera algo como ellos y esta circunstancia le malhumoró todavía más. Ahora bien, nada es tan saludable para tales estados de ánimo como el trabajo. Y, ocupado con la creación del humano, pronto se puso contento de nuevo. Tenía ante sí los ojos de los ángeles a manera de espejos, medía en ellos sus propias facciones y componía lentamente y con cuidado sobre una bola de arcilla en su regazo el primer rostro. Había logrado la frente. Mucho más complicado le resultó hacer simétricas ambas narinas. Se inclinó encorvado sobre su obra hasta que volvió a soplar el viento sobre él; alzó la vista. El mismo ángel le rondaba; esta vez no se oía ningún himno, pues con su mentira la voz del joven se había extinguido, mas Dios podía reconocer por su boca que todavía cantaba: «Tú, que todo lo ves». Al mismo tiempo, san Nicolás, a quien el Señor tiene especial aprecio, se le acercó y dijo a través de su gran barba: «Tus leones están sentados tranquilos, son criaturas bastante altivas, debo decir. Pero un perrillo está corriendo por el borde de la tierra, un terrier, ¿ves?, está a punto de caerse». Y en efecto notó Dios algo alegre, blanco, como una lucecita danzando de aquí para allá en los alrededores de Escandinavia, donde todo es tan horriblemente redondo. Y se encolerizó y le reprochó a san Nicolás que, si sus leones no estaban bien, debería probar a crear algunos él mismo. Con lo cual san Nicolás salió del cielo y cerró con un portazo que hizo caer una estrella justo en la cabeza del terrier. Se acababa de completar la desgracia, y Dios debía admitir que la culpa era únicamente suya y decidió nunca más apartar la mirada de la tierra. Y así fue. Dejó la obra a sus manos, sabias también, y, a pesar de la curiosidad que le suscitaba saber qué aspecto tendría el humano, observaba incesantemente hacia abajo, a la tierra, donde ahora, como por resentimiento, ni una hoja quería moverse. Para tener al menos un poco de alegría después de todo ese tormento, le había ordenado a sus manos que le mostraran al humano antes de concederle la vida. Preguntó reiteradamente, como los niños cuando juegan al escondite: «¿Listo?». Pero escuchaba el amasar de sus manos por respuesta y esperaba. Le pareció eterno. Entonces de pronto vio algo oscuro caer a través del espacio en una dirección que parecía provenir de él. Lleno de un mal presentimiento, llamó a sus manos. Aparecieron manchadas de barro, calientes y trémulas: «¿Dónde está el humano?» —les gritó. La derecha arremetió contra la izquierda: «¡Lo has soltado!». «Por favor —dijo alterada la izquierda—, querías hacerlo todo tú sola, no me dejabas intervenir en absoluto».  «¡Tú solo tenías que sujetarlo!». Y la mano derecha se abrió para dar un golpe. Pero después meditaron y adelantándose mutuamente dijeron: «Era tan impaciente. Tenía tanta prisa en vivir. No podríamos haber hecho nada, de verdad, somos ambas inocentes».

Sin embargo, Dios estaba verdaderamente enfadado. Las apartó, ya que bloqueaban su vista de la tierra: «No os conozco más, haced lo que queráis». Eso intentan las manos desde entonces, pero solo pueden empezar todo lo que comienzan. Sin Dios no hay perfección. Y así, finalmente, se cansaron de ello. Ahora se pasan todo el día arrodilladas y hacen penitencia, o al menos eso es lo que se dice. Pero a nosotros nos parece como si Dios estuviera descansando, porque está enfadado con sus manos. Aún es el séptimo día.

Guardé silencio un instante. La vecina lo utilizó muy sensatamente: —¿Y usted cree que nunca llegarán a reconciliarse? —Oh, claro —respondí yo—, o al menos es lo que espero.

—¿Y cuándo habrá de ser eso?

—Bueno, hasta que Dios sepa cómo es el humano que las manos han dejado ir en contra de su voluntad.

La vecina pensó y después rio: —Pero si para eso tendría solamente que mirar hacia abajo… —Disculpe usted —dije cortés—, su observación demuestra perspicacia, pero mi historia no ha acabado aún. De modo que, cuando las manos se hicieron a un lado y Dios volvió a posar su mirada sobre la tierra, había pasado un minuto, o digamos diez mil años, que es notoriamente lo mismo. En lugar de una persona, ya había un millón. Pero todas estaban vestidas. Y, como la moda de antaño era espantosa y deformaba los rostros, llegó Dios a una idea de los humanos equivocada y (no lo ocultaré) muy mala. —Hum… —rumió la vecina queriendo denotar algo. Yo no reparé en ello, sino que concluí con énfasis: —Y por ello es imperioso y necesario que Dios sepa cómo el humano realmente es. Alegrémonos de que haya algunos que se lo digan… La vecina aún no se alegraba: —¿Y quiénes serían estos, si no le importa responder? —Sencillamente los niños y de vez en cuando aquella gente que pinta, escribe poemas, construye… —¿Construir qué? ¿Iglesias? —Sí, y otras cosas también, en general…

La vecina sacudía lentamente la cabeza. Alguna parte de mi historia le parecía inconcebible. Ya habíamos pasado su casa y dimos media vuelta pausados. De repente se puso de muy buen humor y rio: —Pero menudo disparate, si Dios es obviamente omnisciente. Tendría que haber sabido, por ejemplo, de dónde había venido el pajarillo —anunció triunfante. Yo me hallaba confuso, debo confesar. Pero, cuando me recompuse, logré poner una cara sumamente seria: —Querida señora —la informé—, eso es en realidad una historia en sí misma. Sin embargo, para que usted no crea que esto es solo una excusa mía —Ella, por supuesto, protestó con ímpetu—, quiero explicárselo brevemente: Dios tiene todos los atributos, claro está. Mas, antes de llegar a esa posición y emplearlos en el mundo (por decirlo así), se le aparecieron todos ellos como un gran poder único. No sé si me expreso con claridad. Pero, al afrontar las cosas, sus facultades se especializaron y se convirtieron, hasta cierto grado, en deberes. Él tenía dificultades para recordarlos todos. Había conflictos. Por cierto, todo esto se lo digo solo a usted, de ninguna manera debe recontárselo a las niñas. —No se me ocurriría —aseveró mi oyente.

—Verá usted, si un ángel hubiera pasado volando y cantando: «Tú, que todo lo sabes», todo se habría solucionado…

—¿Y esta historia sería redundante?

—Seguro —le confirmé yo, queriendo despedirme. —¿Pero sabe todo esto con total certeza? —Lo sé con total certeza —respondí casi solemne. —Entonces tendré algo que contarle a las niñas hoy. —Sería un placer que me permitiera escucharla. Cuídese. —Cuídese —respondió ella.

Ella se dio la vuelta nuevamente: —¿Pero por qué este ángel en particular…? —Vecina —le dije, interrumpiéndola—, me doy cuenta ahora de que sus dos queridas hijas no preguntan tanto porque son niñas… —¿Sino por qué? —Bueno, los médicos dicen que existen ciertos factores hereditarios… —Mi vecina me amenazó con el dedo; pero nos despedimos, no obstante, como buenos amigos.

Cuando más tarde (tras un tiempo considerable, dicho sea de paso) me volví a encontrar a mi querida vecina, no estaba sola y no pude saber si le había relatado a sus hijas mi historia y con qué éxito. Esta duda me la aclaró una carta que recibí poco después. Puesto que no he recibido el permiso del remitente para publicarla, he de limitarme a contar cómo terminaba, a partir de lo cual reconocerán sin más preámbulos de quién procedía. Terminaba con las palabras: «Yo y cinco niños más, porque me cuento a mí misma en el total».

Respondí de inmediato tras recibirla con lo siguiente: «Queridos niños, me deleita pensar que os ha gustado el cuento de las manos de Dios; a mí también me gusta. Pero, a pesar de ello, no puedo visitaros. No os enfadéis por ello. ¿Quién sabe si yo os gustaría? No tengo una nariz bonita y, si esta tuviera también un granito rojo en la punta como ocurre de vez en cuando, lo contemplaríais y os asombraríais de él todo el tiempo, y no escucharíais nada de lo que digo en voz baja. También probablemente soñaríais con ese granito. No me tomaría todo eso nada bien. Propongo, por lo tanto, otra alternativa. Tenemos (aparte de mamá) un gran número de amigos en común y conocidos que no son niños. Pronto descubriréis cuáles. A estos les contaré de tiempo en tiempo una historia y vosotros la recibiréis de estos intermediarios todavía más hermosa de lo que yo podría concebirla. Pues hay grandísimos poetas entre estos, nuestros amigos. No os revelaré de qué tratarán mis historias. Pero, porque sé que nada os ocupa y está tan cerca de vuestros corazones como Dios, incluiré en cada ocasión oportuna lo que sé de él. Si no fuera alguna cosa sobre él cierta, escribidme de nuevo una carta bonita o dejad que vuestra madre me lo diga. Ya que es posible que me equivoque en algún punto, porque hace ya tanto tiempo desde que me enteré de las historias más hermosas y porque desde entonces he tenido que memorizar muchas otras que no lo son tanto. Así es la vida. A pesar de esto, es totalmente gloriosa. Sobre ello también hablarán mis historias a menudo. Con esto os saludo yo, que soy solo uno, pero que se cuenta como uno de vosotros».

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