Hace unos días terminaba mi lectura de Austerlitz de W.G. Sebald, la cual está llamada a ser unas de las obras maestras de la primera parte de nuestro siglo. Acabar el libro me llevó poco menos de una semana, pero es sin duda una de las obras más agotadoras a las que me he enfrentado. Cuando estaba leyendo me resultaba francamente misterioso el cansancio que me producía concentrarme en su lectura. Su extensión no es demasiada, es un libro que no supera las 300 páginas, por lo que el agotamiento no provenía del número de páginas restantes, no era la fatiga propia del alpinista que, todavía en las faldas de la montaña, alza la vista y contempla en la interminable distancia la promesa penosa de todos los metros de sufrido ascenso que le aguardan. El lenguaje no era arcaico ni complicado, la sintaxis tampoco era demasiado enrevesada y la trama era más interesante que otras que había llegado a leer sin caer en el sopor que en esos instantes me embargaba. ¿Cuál podía ser entonces el motivo de que fuese incapaz de leer más de 10 páginas seguidas de Austerlitz (en ocasiones no pasaba de 5) sin que se me desplomaran pesadamente los párpados sobre los ojos? Recuerdo que solo en dos ocasiones de las múltiples acometidas realizadas logré llegar a las 30 páginas seguidas e, incluso, en el sprint final logré leer las últimas 90 páginas con varias pausas de por medio. Cuento esto como una especie de hazaña hercúlea, cuando en realidad no es más que la resignación de una noche insomne, pero quiero detenerme a analizar cuál es la causa de esta dificultad que entraña Austerlitz, y que según he visto por los diversos espacios de internet donde se habla de este tipo de obras, es una experiencia común en el lector promedio.
Tras reflexionarlo he llegado a la conclusión de que es sin duda esa falta de emoción en la narración la que constituye, por un lado, el gran triunfo artístico de Sebald y, por otro, la causa de su asombrosa capacidad adormecedora. Austerlitz, aparte del título del libro, es el nombre del personaje en torno al que gira la obra, un hijo de judíos que se ve arrancado de su mundo por el ascenso del nazismo, enviado como refugiado a Gran Bretaña por su madre con tan solo 5 años, y acogido en una familia protestante inglesa. En una suerte de encuentros fortuitos con el narrador de la obra, Austerlitz va contándole su vida, pero lo hace con un constante desapasionamiento, como quien cuenta una vida que en realidad le es del todo ajena. La prosa es una de las mejores que he leído. El fraseo es perfecto y tiene un ritmo frío y sereno que recuerda a un mar calmado o al balanceo reconfortante de una cuna. Sus páginas están llenas de una especie de belleza marmórea, como las de aquellas esculturas inhumanas que nos han legado las civilizaciones antiguas y que podemos admirar, pero apenas sentimos que tengan alguna relación con nosotros. Cualquiera que lea Austerlitz se dará cuenta de que la profunda originalidad de Sebald consiste precisamente en la distancia que separa su tema y su tratamiento. Nunca se han contado hechos y consecuencias tan terribles con tan poca emoción. No conseguimos conmovernos ante la penosa existencia de Austerlitz porque él tampoco imagina que alguien pueda conmoverse con su relato. Sus palabras son de hielo y congelan cualquier emoción para diseccionarla como a un insecto molesto. La constante perfección en la formulación de las frases es una forma de evasión. La belleza es la única manera de escapar ante una realidad tan terrible, pero una belleza que siempre huye no nos alcanza nunca, necesitamos que de algún modo luche y plante cara a la realidad, de lo contrario nos deja con la sensación de abandono que siente el viajero indeciso ante un andén vacío.
El libro está lleno de imágenes grises, fotos de edificios ruinosos, paisajes derruidos, y estaciones de tren. La estación de tren es el símbolo de Austerlitz, una de sus grandes obsesiones, porque es la representación del apátrida, de quien no tiene un hogar y deambula en busca de uno. Las descripciones de las distintas estaciones son algunas de las páginas más hermosas de la novela, como si Austerlitz pudiese por fin hablar de sí mismo con sinceridad al hablar de ellas. Hasta muy entrada la vida adulta había tratado de esquivar los horrores de su pasado, pero en un intento de encontrar las raíces perdidas Austerlitz emprende una investigación sobre el destino de sus padres biológicos.
Austerlitz representa los horrores posteriores al nazismo, las consecuencias brutales sobre toda una generación de niños convertidos para siempre en desarraigados. Y, a su vez, también se yergue como la imagen del hombre moderno, desprovisto de pilares en los que sostenerse, cada vez más solo entre las multitudes, más ajeno a los ideales con los que comulgan las sociedades, sintiendo con horror que existe en su alma un gran desierto vacío. Esta es la gran carga trágica de Austerlitz, ser en todas partes el extranjero y el extraño, no encontrar jamás su sitio, ser siempre un nómada entre los vagones, un espectro de unas vidas que se perdieron en los siglos.
La muerte de Sebald provocó que el destino de Austerlitz quedase incompleto, lo que contribuye a su vez a consagrar su imagen como eterno nómada. Ni siquiera su autor pudo encontrarle un final digno. No alcanzó a nuestro eterno extranjero la muerte por lo que el lector romántico puede todavía soñar que en cualquiera de sus viajes, en el asiento de al lado, un hombre pronto comenzará a hablarle de la arquitectura de las estaciones de tren en un perfecto francés formal.

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