Con el agua en la lengua sigo teniendo sed: corporalidad y mística en Ángela Segovia 

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«Meditación leve y suave sobre la nada. Escribo casi totalmente liberado de mi cuerpo. Como si levitase. Mi espíritu está vacío por tanta felicidad» 

Un soplo de vida, Clarice Lispector

Un páramo abierto y desangelado que arroja muerte; una luz que parpadea y no retorna; un camino de penumbra y una advertencia: quien pisa estos lares nunca vuelve, y si lo hace, habrá ablandado el cuerpo. Este es el relato poético que nos presenta Ángela Segovia en Mi Paese Salvaje, una diatriba entre vida o muerte cuya única salida es el conocimiento de la verdad, el Amor: «Y ámame más todavía – solo eso te pido – que si hay algo que no acaba – debe ser el amor». Pero no es simple la senda, y no es simple el ardor, como la propia Santa Teresa aseguraba en Las Moradas. Segovia toma de la mano a una niña y la introduce en un país desconocido y bárbaro, cuyos frutos, nos son desconocidos hasta el Final –aunque, mientras, vayamos encontrando algunas pistas–. 

Recuerdo, cuando iba a catequesis de la comunión, un cartel en uno de los laterales del altar en el que, unas huellas, aparecían en la arena de una playa. Eran dos personas las que caminaban. Entonces, cuanto más se aproximaban a las olas, las huellas desaparecían, y solo un par de pies seguían el trayecto hacia el agua. Recuerdo sentarme allí, en misa, y pensar en la lógica de aquel mensaje. Por encima, la imagen rezaba: «Dios siempre está contigo». Eran tardes continuas mirando al mismo cartel sin comprender, hasta que un día pregunté a mi catequista: 

Femi, ¿por qué hay dos pares de huellas y luego solo unas? 

Porque cuando te acercas al Amor de Dios, te coge entre los brazos y te lleva. 

Ya no tendrás que caminar nunca. 

La protagonista de Mi Paese Salvaje, en un momento dado, asume: «No eran pasos normales//como que faltaban algunas huellas» y también, asegura, «he seguido avanzando gracias a una fuerza que non era mía». En la obra, aparece una figura cristológica, El Príncipe, que si bien gana protagonismo en los poemas finales, va realizando algunas apariciones en ciertos tramos de vicisitud y dolor, de incertidumbre y martirio, como lo es la ruta hacia el Amor. Incluso en aquellos instantes en los que, parece, transitamos lo oscuro en soledad, sus manos nos llevan por el camino correcto. Parece lógico ahora, lo que me contó mi catequista entonces. 

El viaje prosigue en la noche, en lo trémulo, y en la falta de visión; pero es allí, quizá, donde se encuentra la Visión verdadera. San Juan de la Cruz, en la Noche Oscura del Alma, alaba este periodo temporal por sus connotaciones espirituales, aludiendo también a ese instante de temor y apabullamiento que siente el individuo cuando se topa por primera vez con Cristo. Dice: «En la noche dichosa//en secreto que nadie me veía//ser vista por nadie//ni yo miraba cosa sin otra luz y guía//sino la que en el corazón ardía». Sin embargo, como digo, la oscuridad solo nos sirve para observar con mayor detalle lo que deslumbra, para apreciar la Luz verdadera cuando se presenta. Segovia, en el poema Otra vez una pestaña, alude a un halo tan resplandeciente que elimina los límites, las formas: «Todo igual como la luz//todo lo demás es de blanco//todo igual como la luz//No sé en qué momento//dejo de ver a los hombres//dejo de ver los lirios//dejo de ver ese pelo//las cosas con su contorno//las he dejado de ver». Todo se hace indistinguible y ciego; en la noche, lo blanco, brilla más. La protagonista avanza en un juego de luces y sombras, en un barroco intento de alcanzar la Verdad que todavía parece lejana. 

«Destas mercedes tan grandes queda el alma tan deseosa de gozar del todo al que se las hace, que vive con harto tormento, aunque sabroso; unas ansias grandísimas de morirse, y ansí, con lágrimas muy ordinarias, pide a Dios la saque de este destierro». Las Moradas de Santa Teresa es un manual, una especie de instrucción divina que advierte y señala lo arduo del camino. La sexta morada, la previa a la unión completa con El Esposo, se presenta como el escalafón más doloroso e inhumano, tanto, que en diversas ocasiones se desea la muerte para lograr la fusión completa. Mi Paese Salvaje, de alguna manera, es una suerte de revitalización de las obras de San Juan de la Cruz y de la Santa, en tanto que avisa y previene de los peligros que suponen un conocimiento tan grande de El Príncipe: «Será el viento un espíritu//que pasa por el ojo//y se nos mete entre las pestañas//y picotea los espacios entre medias//y nos dice cosas de la muerte//que no sabemos entender//aunque las sentimos por el cuerpo//pero no las sabemos entender». Si hay alguna comparación posible, es la de lo sublime, en sentido kantiano: el temor por el avecindamiento de la tormenta, pero la incapacidad de poder huir de ella por su belleza. 

Y en ese quedarse y mantenerse ahí, como testigos del brillo y la luz, las sombras desaparecen en periodos, y la exaltación y la alabanza se hacen presentes. No obstante, existe una inefabilidad, una escasez de vocabulario para describir la experiencia mística, el tacto de un ser tan grande. Clarice Lispector conoce esta sensación y dice: «Todo lo que sé sin realmente saber no tiene sinónimo en el mundo del habla, pero me enriquece y me justifica. Aunque perdí la palabra porque intenté decirla». En la falta, en los espacios entre las sílabas, es donde se encuentra el verdadero sentido de las cosas. Segovia señala en su obra: «Porque tengo en la garganta – un hueso en forma de U – que crece y lo llena todo – y no deja hueco a palabras».. Este límite del lenguaje no permite abstraer a la perfección lo que supone una cercanía tan plena con la divinidad. Ningún místico es capaz de demostrar, o mejor, aproximarse, a la melosidad del sentimiento. «Deseando estoy acertar a poner en comparación para si pudiese dar a tender algo de esto que voy diciendo, y creo que no la hay que cuadre», dice Santa Teresa. Mi Paese Salvaje, en ocasiones, es una poesía fracturada, rota por la difícil relación lenguaje-pensamiento: «POR FAVOR QUIERO CONTARLO//Un momento, ¿cómo puedo saber si lo que digo es cierto?//Dios mío, por favor, haz que diga lo que es cierto». 

Por otro lado, son constantes en la narración los símbolos que aluden a Cristo: la luz, la muerte, la noche… Pero son especialmente importantes la cruz, el agua y el pez. «A veces me parece ver//como dos brazos extendidos//[…]Eres tú?, habré pensado//Pero desconozco de quién//hablo», la figura crística de El Príncipe aparece y desaparece, pero nunca deja de estar presente, como sucedía con las huellas de la playa. El Príncipe lleva y conduce, incluso cuando pensamos que abandona. Y a pesar de la muerte, y a pesar de luchar contra la vida y la duda, llega la Unión, llega el sabor del Amor pleno. El poema Oracione del vaso culmina el trayecto, es la séptima morada: Cristo en nosotros. Pero previo, se nos presenta de forma tangible: «Entonces vi la imagen del cordero/[…[ pero su imagen//me abría//y así entendí// de dónde provenía […] cuanto me inundó//la alegría[,,,]//y se expandió//por el aire//y todo quedó//ya sembrado». En este momento, el símbolo del agua es fundamental para comprender lo sucedido, concepto que se relaciona directamente con el lenguaje erótico y corpóreo que emplean los místicos para describir sus devaneos intelectuales con El Esposo. La propia Santa Teresa alude, de hecho, al cuerpo, como la mejor matriz de explicación por falta de palabras para hacerlo de otro modo: «Yo lo confieso, que tiene muchos entendimientos; más el alma que está abrasada de amor que la desatina no quiere ninguno, sino decir estas palabras […]».. 

El uso de la iconografía del líquido es un motivo medieval heredado del neoplatonismo, como señala Hildegard Elisabeth Keller, una de las principales teóricas de la estética de lo líquido. Dentro de los mismos, si bien encontramos la sangre o el vino, el agua, quizá, sea el más relevante, en tanto a símbolo de todo lo fluido y lo compenetrado. El agua es también signo de pureza y purificación; de entrada a la Iglesia en el bautismo. Por consiguiente, la unión mística, hermética y complicada, solo consigue explicarse mediante este elemento, directamente ligado al intercambio de fluidos, y con ello, a lo corpóreo que referíamos con Santa Teresa. En esta línea, asimismo, el creyente es concebido como un “vaso” o “recipiente” que acoge el líquido emanador, es decir, Cristo. Oracione del vaso  atestigua esta simbiosis bendita entre Amado y amante: «Ahora estaba saciada//porque ese agua//no sólo me//limpiara//sino que había recorrido mis//entrañas//En verdad tú eres el vaso//Comprendí//Eres la savia». 

El agua se derrama en el cuerpo de la joven para que se ablande, para que permita así la entrada del Amor, de la Muerte, de la Vida y de la Luz. El bautismo se convierte en una especie de éxtasis epistemológico en el que el cuerpo se abre a las experiencias del mundo: «El amor es la sustancia//que ahora une tus huesos//y que ahora se ablandará//para que pase la vida//[…] y deja que tu espíritu se ablande con esta agua». Como señala Alonso González, «Hay una perfecta coherencia […] en la perspectiva de la mística asociada a una estética de lo líquido: lo líquido, al no tener forma, está siempre abierto a lo otro». El agua calma la sed, el agua devuelve a la vida, como lo hace El Príncipe; pero el agua también corrompe, crea aperturas y permite la flexibilidad: un cuerpo que se estira sin romperse, es más fuerte que ninguno. Segovia compara al creyente con un vaso de barro que recibe el líquido, y esas zonas del cuerpo que en otros poemas había nombrado, como la mandíbula, la cadera y el sustentaculum tali, se unen para crear la forma de un jarrón, que es lo que somos: vasijas almacenadoras de vida y muerte.

Sor Francisca de Santa Teresa, señala: «Quien muere del que ama goza//quien vive por Él padece//allí descansa y reposa// aquí trabaja y merece.// Luego el Alma enamorada// resigne la voluntad,//pene esta larga jornada//y mire la Eternidad». Y es así como finaliza Mi Paese Salvaje: aceptando la vida como un núcleo eterno y transformador. Dice la protagonista: «Y yo me quedé sola y vi//que todo había terminado//que todo había comenzado//como siempre». Escribir la experiencia, intentar darle forma a pesar de la imposibilidad de decir, es lo que realiza Ángela Segovia en estos poemas: es necesario adentrarse en la Muerte y permitir que esta nos penetre para conocer la esencia de la Vida, «que todo fin es principio». 

«Y en mi pensamiento-

Tus manos sobre mis ojos-

Me regalan el descanso». 

BIBLIOGRAFÍA

GONZÁLEZ, M. A. (2023). Ablandar el cuerpo, ablandar la lengua, ablandar la tradición:» Mi paese salvaje» de Ángela Segovia. Tropelías: Revista de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada, (40), 279-296. https://papiro.unizar.es/ojs/index.php/tropelias/article/view/8684

KELLER, H.E. (2006) Abundancia: una estética de lo líquido y su circulación en la Edad Media y en el siglo XX. In Mística y creación en el siglo XX: tradición e innovación en la cultura europea (pp. 87-138). Herder.

LISPECTOR, C. (2020) Un soplo de vida. Siruela:Madrid

SANTA TERESA DE JESÚS (2022) Camino de Perfección. Colección Austral Espasa Calpe:Madrid 

SANTA TERESA DE JESÚS (1964) Las Moradas. Colección Austral Espasa Calpe:Madrid

SAN JUAN DE LA CRUZ (1979) Obras completas. Biblioteca de Autores Cristianos

SEGOVIA, A (2021) Mi Paese Salvaje. Ediciones La Uña Rota:Segovia 

ROMÁN, C. A. (2014). La reescritura del discurso místico y visionario en la obra de sor Francisca de Santa Teresa (1654-1709). Revista de escritoras ibéricas, 2, 43-65.

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