El hombre elefante: También la imagen es palabra

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La ridiculización de la imagen del otro es el vertedero preferido de la basura más execrable y cruel que puede expulsar la boca. Normalmente se disfraza de una comedia inocente e infantil, pero hay veces que la incapacidad para la vergüenza (o directamente la desvergüenza) vuelve innecesario el disfraz y se presenta orgullosa como una apreciación objetiva de aquello que se ridiculiza. Si además esta demostración de ignorancia se realiza desde el conjunto de la sociedad, se dibuja en las mentes una repulsiva caricaturización de la persona humillada, relegándola a una condición de infrahumanidad. Pues así fue gran parte de la vida de John Merrick, el «hombre elefante», un hombre condenado por sus malformaciones a ser el monstruo de un espectáculo de feria, a vivir como una criatura.

Hasta que llega el doctor Frederick Treves, el señor Merrick vive peor que una mula en un establo; a la que se le da unas indigentes sobras siempre que cargue con diligencia aquello que se le ponga en el lomo y las alforjas. Una cama hecha de suelo y paja, un manguerazo de cuando en cuando y, con suerte, unas cuantas papas para pasar el día. A medio camino entre la compasión que se siente por un animalillo herido y la curiosidad científica que le produce su enfermedad, la piedad del médico no sólo hace que John empiece a recibir un trato humano, sino que revela hasta qué punto la imagen puede contaminar nuestra percepción de los demás. Porque la imagen no está hecha únicamente de apariencia, también se forma a base de espectrales etiquetas que habitan en todo aquello que nos construye como persona; reprimir nuestros gustos, adaptar nuestro comportamiento o fingir partes completas de nuestra personalidad se convierten en maneras horribles de intentar sobrevivir entre tanta contaminación. Por eso, cuando el señor Treves le pregunta a John por qué nunca había hablado antes, un horror prohibido se desliza por nuestra espina hasta apretar la garganta, grabando en la vista que está más profunda que los ojos la monstruosa crueldad que se puede esconder detrás de un simple: «Por miedo».

La voz como proyección de la identidad

En el momento en el que el señor Merrick demuestra tener palabra propia, la imagen que el médico tiene sobre él cambia radicalmente: ya no está ante una persona discapacitada de la que se ha aprovechado un abusador, sino ante alguien que de manera consciente ha aceptado la reducción de su propia existencia a la de una bestia; con esa desconsoladora facilidad caen capas y capas de discriminación de los ojos. Al hacerse dueño de su voz, John comienza a hacerse dueño de su vida, y su imagen va alejándose de esa deforme caricaturización para abrazar la identidad que hasta ahora le había sido negada. Hacer vibrar el aire con la ferocidad de nuestros dolores o con la intensidad de nuestros sentimientos, se convierte en un arma poderosa, que dota a nuestra imagen de tonalidades que lo físico no puede alcanzar; compartir nuestras experiencias bajo una mirada comprensiva y tolerante, nos permite desarrollar la autoridad necesaria para enfrentar el abuso y, también, celebrar cada parte de nuestra existencia en un ambiente seguro. De esta manera, una comunicación considerada, tanto con uno mismo como con los que nos rodean, produce un cambio en la forma en la que nos percibimos y en la que somos percibidos, allanando el camino para la aceptación.

Evidentemente, el mundo es un lugar demasiado hostil con lo desconocido y lo diferente como para que una sola voz pueda silenciar el ruido de la apisonadora de almas que es el Capital. De hecho, aunque no se hace explícito durante la película, se puede suponer que esa solitaria indefensión es lo que acabó desterrando a John al silencio con el que cargan los maltratados, pues en todas las escenas de abuso apenas puede emitir algún grito vacío de palabra. Sólo en una escena, cuando ya ha conocido la amistad y ha vuelto a experimentar el mismo sufrimiento, es capaz de plantarse ante la turba enfurecida que lo acosa y gritar desde el fondo de los pulmones: «¡No! ¡No soy un elefante! ¡No soy un animal! Soy un ser humano». Es en esos momentos, que del cuerpo nos abandona toda fuerza y nos damos a la autocompasión y el desprecio, en los que voces afectuosas nos bañan los huesos con una firmeza nueva; rodearnos de personas que realmente nos conozcan permite enfrentarnos a todo ese ruido insufrible y reafirmar a nuestra identidad su derecho a una existencia digna.

Dignidad: bondad y reacción

¿En qué punto una vida deja de ser indigna? ¿Cuáles son los requisitos para una existencia feliz? Es fácil coincidir en que vivir con la cabeza metida debajo de las sábanas es una manera horrible de vivir, y lo normal es que podamos entender qué lleva a una persona a existir con precaución, pero los límites de la dignidad y la comprensión son tan volubles como las personas que los trazan.

Un buen día estás correteando por los lugares donde eres feliz y te da en la cara una pared invisible, hasta ese momento ni siquiera te planteabas que esos espacios fueran finitos, pero luego, al pasar la mano por sus contornos, descubres que la infinidad de la juventud es sólo una caja desproporcionada, un lugar demasiado grande todavía para alcanzar sus bordes, y que todos vivimos detrás de vallas distintas, detrás de cercos de gestos diferentes. Al ir construyendo nuestra identidad en el mundo, vamos experimentando un amasijo de modelos de existencia, que se imponen en nuestra cabeza fruto de las experiencias que vivimos, y se van dibujando las dimensiones y formas que adquiere nuestro espacio. Cuando empiezas a ser consciente de ello, ves que tus paredes están llenas de deformaciones que los demás han ido proyectando o que tú mismo has ido creando, entonces notas como te van empujando hacia dentro desde todas partes y sientes como la infinidad añorada te aprieta ahora hasta convertirse en una claustrofobia insoportable. La dignidad es la lucha de toda una vida contra techos que amenazan con hundirse y paredes que tratan de encerrarte, una reforma continua de nuestra caja; limar y pulir sus contornos para construir un espacio propio es darle significado a lo digno, es darle significado a la felicidad, y dentro de un universo de cajas lo humano es que haya un sinfín de significados.

Ponerse en el lugar del otro se vuelve entonces una imagen muy potente, porque implica que nuestra comprensión de lo ajeno pasa por fusionarlo con lo propio, por intentar desembocarse las vidas en el trueque de unas frases, por sentarse bien juntos a contemplar las contorsiones de nuestras paredes y, como si fueran nubes o estrellas, escucharse a turnos impulsivos las formas que les da cada uno. Aunque es normal que Frederick tenga dudas sobre la naturaleza de su bondad al exponer socialmente a John, sobre si acaso el reconocimiento que recibe a costa de su paciente no lo convierte en la misma escoria que el feriante, pasa por alto la diferencia abismal entre sus experiencias vitales y que, a ojos de John, es imposible que sus actos escondan maldad alguna. Para él, Frederick Treves es la persona que le ha dado las herramientas para transformar su mundo, es el hombre que se ha enfrentado a sus abusadores y le ha brindado un hogar, es el amigo que se ha sentado junto a él a lustrar los horrores de su jaula hasta convertirla en una casa; es la bondad. Adentrarse en la vida de John Merrick supone hacerse consciente de esa reacción en cadena que se genera cuando nos esforzamos en comprender el sufrimiento del otro y le ayudamos a construir una dignidad propia, de cómo aunar voces contra el desprecio y la discriminación es la única manera de plantar cara a la reacción y la barbarie.

En la película de David Lynch la imagen se te mete por todas partes. Los límites de la dignidad humana se desdibujan bajo la mirada de los personajes y los espejos muestran una crueldad desorbitada. La voz supone la única manera de dibujar en nuestra mente las toneladas de sufrimiento con las que carga el protagonista, además de cambiar la percepción que tanto él mismo como el resto de los personajes tienen sobre su figura. Esa lucha continua entre lo que aprecian los ojos y lo que dicen las lenguas se libra condensada entre escenas, diálogos y personajes, haciéndonos reflexionar sobre la peligrosa importancia que damos a los prejuicios. Una obra cinematográfica profundamente emotiva, con la que concienciarse de la influencia que tienen la imagen y la palabra en nuestra comprensión de la dignidad y la identidad; así como de la importancia que tiene alzar la voz frente a una reacción que se empeña en deformarnos. Sobre todo hoy, que campa a sus anchas.

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