Soñar le permite sobrevivir a un campo de concentración para homosexuales
«pues lo real se dijo, o intuyó, […] no está en el terror
que se padece sino en las invenciones que lo borran,
pues ellas son más fuertes, más reales, que el mismo terror…»
Arturo, la estrella más brillante – Reinaldo Arenas
Arturo, la estrella más brillante no es una novela o, a lo sumo, es una de estas dos cosas: una novelita muy corta o una canción muy larga. Habría que decantarse más por la segunda, sí: es una canción. La música acompaña la narración, no sólo en su temática, sino en su técnica, está presente a cada línea. Este libro tiene lo que Cortázar llama «swing», ese ritmo providencial que hace que las palabras entren de otra manera en la cabeza, una música que vuelve la experiencia de la lectura tan importante como el contenido. Tal vez por eso, porque sabe que tiene swing, Reinaldo Arenas se atreve a escribir un libro de 90 páginas con un solo gran párrafo y un solo punto final.
Arturo es un joven homosexual que, al salir una noche del teatro, es detenido por la policía y enviado a un Campo de reeducación del régimen de Fidel Castro. Allí, el protagonista se debate entre el terror cotidiano, la naturalización de la barbarie y los trabajos forzados y la única manera posible de soportarlos y evadirse de ellos es la imaginación. Arturo comienza a proyectar un mundo maravilloso lleno de elefantes regios, altas columnas de mármol y telas de las mejores calidades. En ese universo imaginario e ideal que su mente dibuja, entra la figura de él, un hermoso joven que viene a acompañarle, pero quizás la realidad siempre logre imponerse.
En el trajín del día a día, con sus fatigosas tareas en los campos de azúcar, Arturo no consigue escapar, no puede tejer su mundo imaginario si todos está pendientes de él, su silencio es un símbolo de disidencia, de diferenciación del resto de reclusos. Por eso debe mimetizarse, tiene que entrar en el juego de exageraciones y alardes dramáticos para que sus compañeros sepan que es uno más y lo dejen en paz. Necesita la calma, el silencio, un pequeño rincón en el que dedicarse a imaginar y así dejar de naturalizar el horror, comenzar a soñar con vivir en otra parte.
«Solo así, manifestándose incesantemente, estando en todo, acudiendo presto a todos los acontecimientos, siendo siempre un acontecimiento, podría ganarse por parte de ellos el extraordinario privilegio de la indiferencia, quizás hasta la gloria del olvido… y así lo hizo, y de tanto hacerse presente llegó a ser ignorado».

Dice, en Demian, Hermann Hesse que: «No hay realidad excepto la que contenemos dentro de nosotros». Además de las vivencias personales del propio Reinaldo Arenas, internado en Unidad Militar de Ayuda a la Producción (UMAP) por ser homosexual, hay que hacer un pequeño ejercicio de investigación. Como Hércules Poirot, habrá que pensar de qué manera trabaja la imaginación para ayudar a sobrellevar los peores terrores: si todos los dedos apuntan en la misma dirección, será que allí hay algo. Viktor Frankl, el psicoanalista internado en Auschwitz, señalaba en su libro, El hombre en busca de sentido, que observó en algunos reclusos del campo de concentración que el «daño infligido a su ser íntimo fue menor, pues eran capaces de abstraerse del terrible entorno y adentrarse, a través de su espíritu, en un mundo interior más rico y dotado de paz espiritual».
De hecho, el psicoanalista austriaco identifica, a grandes rasgos, tres posibilidades para conseguir soportar con valor los terribles dolores que causan este tipo de lugares: el humor, el amor y el mundo interior. Los compañeros de Arturo optaron por el primero; por el histrionismo, la burla y el chascarrillo. «Había que danzar, había que integrarse al barullo y chillar, como una puta había que, sencillamente, mover las nalgas», eso era lo que hacían para sobrevivir. En cambio, Arturo parece haberse decantado por los dos últimos. El mundo interior del protagonista es tan rico y profundo que le permite trasladarse a otro plano de realidad distinto. Se rige bajo un principio: «Contra la realidad insoportable, otra realidad, nuestra realidad, solo con la creación de un nuevo presente, se puede eliminar el presente presente» y, además, dentro de este mundo inventado, dentro de su propio ser se encuentra el anterior método de huida: el amor. En el mundo-Arturo está él: un delicioso joven que se aparece y le acompaña, que significa el único destello de ilusión y esperanza en su vida. Sus apariciones son intermitentes, así que Arturo debe imaginar más, crear un mundo digno de su amado:
«Aferró a la idea de que para que el delicioso joven hiciese de nuevo su aparición, él, el amante, debía seguir construyendo, sí, debía construir un lugar, un sitio ideal, digno de su recibimiento, algo fabuloso, único, exclusivo para el momento del encuentro, algo que cautivase hasta tal punto, sedujese hasta tal punto que cuando él llegase no quisiese marcharse, permanece a su lado para siempre».
Arturo no necesita ser libre, quizás comprende a la perfección que no volverá a serlo, simplemente aspira a evadirse de ese presente terrible y para eso necesita el amor. Las apariciones de él son una tregua, un momento en el que poder disfrutar entre tantas fatigas. Sólo podrá evadirse por completo si llega a poseer para siempre a su fin, a su amado: «¿No era el muchacho la culminación de todos sus esfuerzos, de todas sus construcciones, el habitante ideal para el sitio ideal?».
Una tregua es un cese temporal de las hostilidades y las apariciones de su amado representa, en efecto, pequeñas treguas. La guerra contra la realidad sigue luchándose día a día, hasta que, con el disparo final, termine para siempre. Lo peor de todo fue cuando Arturo «reconoció espantado que no había escapatorias, que todos sus esfuerzos habían sido inútiles, y que allí estaban las cosas, agresivas, fijas, intolerables, pero reales». No podía haber otro final.

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