Bebi Fernández: de la lucha contra la trata, ardiente un florecer
Hay ciertos entes en este mundo cuya trayectoria es íntegra e inconmovible a través de entera una vida de dolor. Su recorrido recto, alto, no es cognoscible desde las bajuras a las que pertenecen los mortales, y los monstruos. Navío acorazado, arrasa con aquello que en su camino se encuentre, purgando a su paso todo mal. Un ente, una mujer sin nombre o con muchos nombres entre los cuales sobresale uno. Una mujer, un ente que en pura contraposición con lo terrible se mueve escandalosamente rápido/ con una lentitud impasible. Una mujer, un rostro consumido por el fuego. Nuestra mujer no es otra que Bebi Fernández, que nos mira escéptica, a ceja alzada, mientras masca estoicamente un chicle de fresa. Bebi nos mira y crea una ruta de fuego. Su mirada escrutadora aniquila aquello que de disfraz haya a su paso, dejando al descubierto la sustancia oculta en cada pecho.
Bebi nace como nace una estrella, como nace la esencia misma del movimiento: como nace la revolución. Sus nacimientos son numerosos y ácidos; el primero tal vez en tanto a humano un ser. El segundo, a nivel más metafísico, ocurre en 2014, cuando explota el fenómeno social que arrasa las redes, llegando a cada rincón del suelo español como si de un chorro de gasolina se tratase. Basta una fracción de segundo, ese momento de excitante fricción de la cerilla contra la lija. Y bum. Nace @SrtaBebi. La combinación de mordacidad y aguda crítica feminista la convierte rápidamente en la portavoz de una generación de mujeres que está empezando a comprender la complejidad y longitud de las cadenas que las atan. Dentro de ese duro despertar, de ese terrible darse cuenta, en las redes sociales las mujeres buscan respuestas con la desesperación con la que un preso busca un túnel en la noche. Bebi Fernández lleva más de una década siendo el candil que nos guarda bajo el manto de lo nocturno, iluminando el unísono de nuestros trémulos pasos.

Miles de mujeres han vivido, sufrido, y crecido en esta comunidad de violentos despertares. Como un bandido en la noche, escurridiza y presente, su figura incandescente nos lleva de la mano con la cruda ternura propia de aquel que tiene plena confianza en tu fuerza. En 2016 se publica Amor y Asco, su primera recopilación de poemas, el diario de una niña que crece ortiga salvaje, florecimiento fluorescente a la guarda de un impenetrable manto de espinas. Yo lo descubrí casi sin querer, lo compré como regalo de Navidad a mi prima. En cuanto abrí la contraportada, ya no se lo quise dar. Era feroz, divertido, honesto. Era mío. Su crítica y feroz desvelación del terror que se oculta a plena vista la han llevado desde entonces a través de una serie de publicaciones, entre las cuales se encuentran Indomable (2017), Memorias de una Salvaje (2018) y Reina (2020). Me interesa sobre todo hablar de estos dos últimos títulos, ya que les atribuyo un cambio radical en el que iba a ser el camino de mi vida.
En esta esclarecedora bilogía, nuestra autora nos lleva a un mundo que vemos sin ver, que oímos sin oír, y en el que cualquiera de nosotras puede caer, como cae por casualidad (o por causalidad) la fruta al suelo desde la rama del cerezo. Este mundo no es otro que el del tráfico de seres humanos. Y los frutos rojos que en sus redes caen, sorprendidos y confusos ante la fuerza del golpe, no comprenden, no pueden entender la realidad del terror que les aguarda. Bebi Fernández nos ayuda a vislumbrar, nos da herramientas de identificación y nos convierte en cómplices del horror con el que ella ha sido testigo de este cosmos de tortura. Todas somos esas mujeres, porque todas podríamos serlo. Porque son seres humanos en una habitación llena de bestias. Porque una vez allí, no hay lugar donde correr, ni sitio donde esconderse. A través de sus ojos y su detallada comprensión de los hechos, vemos el mecanismo que sigue el crimen organizado y las vidas inhabitables que llevan estas mujeres.

Cuando yo era adolescente recuerdo ver en las noticias que en mi ciudad se había desarticulado una célula criminal que estaba obligando a decenas de mujeres a prostituirse. Bebi lo subió también a sus redes, ayudó a divulgar (y probablemente a más cosas, que por motivo de su privacidad no comentaré aquí). Estas mujeres a las que les habían robado el nombre vivían en pisos en el centro de mi ciudad. En las calles por la que yo tan despreocupadamente paseaba, donde yo por primera vez besaba. Donde mis amigas y yo nos sonreíamos con la boca manchada de helado de vainilla. Algo en mi mente y en mi corazón se desplazó de manera rápida y brutal, como una avalancha o un cataclismo que avanzaba imparable.
Lo terrible no fue ni siquiera saber que este dolor ocurría tan cerca de mi, a mi lado. Después de todo, la omnipresencia del dolor es algo que a las niñas se nos enseña a comprender desde muy temprana edad, especialmente desde lo católico (rechazo adulto, gracias y no a Dios). No, no fue únicamente aquello. En mi cabecita en desarrollo se movió una pieza que desató en mi vida entero un mundo de complejidad. La única consecuencia lógica, un razonamiento inevitable. No son las mujeres las que son pasivamente violadas: son hombres los que activamente las violan. Que estas mujeres vivían en pisos cerca de mi colegio. Que los violadores eran hombres de mi comunidad.
Hace una semana han liberado a diecisiete mujeres de pisos, de nuevo en mi ciudad. De nuevo, los violadores son hombres a los que sonríes por la calle, con los que charlas en la cola para comprar el pan. Son profesores, banqueros, abogados, padres, hermanos y tíos. Nuestros profesores, banqueros, abogados, padres, hermanos, y tíos. No hay negocio sin no hay consumidor. Desde ese día mi vida ha estado tocada por las consecuencias de este pensamiento. Pocos días han pasado sin que se abalanzara sobre mí el recuerdo, como de agua fría un bidón. Pocos son también los días que no miro las historias de Bebi Fernández, en que no encuentro esperanza y fuerza en sus publicaciones (especialmente desde que empezó la subscripción, if you know, you know). Raro es el día que no me desvela algo hermoso, que no me recomienda libro o me enseña el nombre de una flor. Un día vi en su historia una página de un libro, un comienzo tal que «Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca…». Un capítulo 7 de una tal Rayuela. Lo busqué y me lo aprendí, tan bello me pareció. Y en qué mundo me metí casi sin saberlo, cuántos amigos a mi lado aparecieron. Los que me conozcan lo saben bien. Ellos podrán darse cuenta de que sin eso tal vez no estaría yo hoy aquí, escribiendo para un Capítulo 73, también de una tal Rayuela.
Cuando cumplí diecisiete años (el recuerdo es tan claro, yo aún era menor) Bebi decidió compartir una pieza más de su identidad; un pequeño tatuaje en el brazo, un alambre de espino. Un signo de resiliencia silenciosa, pero mortífera, frente a la enormidad de la violencia que se imprime cada día en el cuerpo de la mujer. Lo hizo, desde luego, como signo de fuerza y coraje, de generosidad, al compartir con sus seguidoras una parte más de su identidad. Un guiño cómplice, un signo de reconocimiento. Ese mismo día los estudios de tatuajes de toda España se vieron inundados por las decenas de miles de mujeres que, sin dudar un instante siquiera, se lanzaron a la calle en busca de adoptar este símbolo. Un símbolo escondido a plena vista, un mensaje claro: no te atrevas a tocarme. No te atrevas a agarrarme. No te atrevas.
Huelga decir que yo fui una de esas mujeres, que como otras miles, mintió sobre su edad en el estudio de tatuajes. Que llevo mi símbolo con orgullo. Ningún hombre puede ya agarrar a una mujer sin consecuencias, aunque esta sea una sardónica sonrisa en la mente de la mujer violentada: tú no lo sabes, hijo de puta, pero te haré sangrar. Mi símbolo te desgarrará la piel, te obligará a temblar. Con el símbolo van las mujeres. Y caminamos, orgulloso ejército, aferradas de la mano. Es esto lo que me inspira a escribir: ser partícipe activa de este cambio vital, participar profundamente en los íntimos contactos con la vida. Hartas de la defensa, lanzarnos a la ofensiva. Y en esta guerra de orgullos y torturas, lágrimas e inequidades, habitamos dulcemente esa trinchera eterna que supone el reconocimiento.
Pero tranquila, nos dice Bebi, en las trincheras también crecen flores.

Gracias, Bebi, por toda tu labor. Como tú ya bien sabes, tienes una amiga en cada rincón, una aliada a cada paso. Te admiramos y agradecemos de todo corazón tu obra, tu acompañamiento. Odiamos tu dolor, y te deseamos dulces atardeceres de añil y violeta. Tú me has enseñado, y por ti hoy escribo.

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