Ser o no ser guapa

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Hace un año, una persona a la que quise mucho me preguntó si sería feliz si no fuese guapa. Mi respuesta automática fue decirle que sí, que la vida estaba en otras partes, y por lo tanto la belleza también. Recuerdo que me miró con una sonrisa vacilante y me planteó lo siguiente:

-¿Estás segura de que, en caso de que sufrieses un accidente, que, supongamos, desfigurara tu rostro, podrías volver a ser feliz? ¿Podrías volver a mirarte?

Para mí, cada una de esas dos preguntas provenía de lugares distintos y por lo tanto, tenían cada una de ellas, respuestas diferentes. En el primer supuesto, en el cual ya había nacido siendo poco atractiva, me habría instalado en el mundo con la fealdad incrustada en la cara. Pero el segundo caso me resultaba insoportablemente doloroso, ya que se trataba de una belleza que habría sido arrebatada. Algo que habría existido un día y ya no volvería a darse. Al mirar mi rostro solo sería capaz de distinguir un cadáver, un fantasma.

Habitar el mundo adoptando un cuerpo concreto, unos atributos concretos, condiciona tu existencia. Yo siempre he sido enunciada, vista, representada, narrada como algo bello. Alabaron mi belleza el día que nací: “¡Qué ojos, qué sonrisa!”, dijeron en la sala de parto.

Desde los 14, comencé a notar cómo las miradas de deseo se deslizaban sobre mi cuerpo. He sido increpada en discotecas, acorralada, observada. Mis amigas me dicen que soy guapa, también las amigas de mis amigas, los amigos de mis amigos, ancianos en los bancos, niños y extraños. No quiero decir con esto que mi belleza sea algo excepcional, absoluto o incuestionable. De hecho, es más bien común, cotidiana. (…)

Pienso frecuentemente en Mitski cuando canta en «Brand New City»:

If I giving up being pretty I wouldn’t know how to be alive.

A veces me pregunto hasta dónde soy capaz de sacrificar mi cuerpo por la belleza. Cuántas horas de depilación, peluquería, maquillaje llevo encima a través de los años. Cuánto dinero he despilfarrado en cremas, mascarillas y manicuras. Cuando empecé a verme a mí misma como algo que debe constantemente mejorarse, embellecerse, pulirse, reducirse.

Recuerdo que a los 15 años empecé a consumir diariamente vídeos de self-care y a los 17 me planteé seriamente inyectarme ácido hialurónico en los labios. A los 13, miraba con envidia las piernas largas de mis compañeras de ballet, y a los 8, durante los días de mayo, bajaba la chaqueta en el recreo para evitar que alguien se percatase de mi vello en los brazos.

Mi relación con el cuerpo es, como la de muchos nosotros, bastante compleja. Mi cuerpo siempre ha sido algo extraño que no acabo nunca de percibir del todo, algo que nunca ha sido completamente mío, que siempre entrego a los demás. (…)

Mi cuerpo es mi tormento. Es él quien observa y es observado; víctima y verdugo. Para tratar de salvarlo, me entrego al ritual. Creo cuidar mi cuerpo y sin embargo, lo sacrifico. (…) Sacrifico mi cuerpo en nombre de la belleza. Supongo que es porque tengo miedo; miedo a no ser lo suficientemente bonita cómo para que me quieran.

Aprendí esta lección ya siendo niña. Lo vi en los dibujos y en las películas, lo escuché en las canciones, en los refranes populares: “para presumir hay que sufrir”. La belleza era requisito para ser representada. Lo entendí cuando en los cuentos infantiles bella era la única descripción posible de la mujer protagonista.¿Quién salvaría a la Bella durmiente si fuera solo durmiente?

El otro día mi amigo Valentín me confesó que N. le parecía muy, muy guapa. No pude evitar pensar: ¿y lo soy yo también? No pronuncié en alto esa pregunta y probablemente nunca seré capaz de hacerlo. Este texto está lleno de vergüenza. De miedo, de rituales, de dolor, de culto, de escapar de los espejos y huir de las fotografías. Pero: ¿ quién no carga con sus vergüenzas en el cuerpo? ¿Quién no lleva sus monstruos atados al estómago?

Esta es mi vergüenza: Me sacrifico cada día en nombre de la belleza. Odio hacerlo y a la vez me aterra que llegue un día en el que ya no lo haga más. Me da miedo pensar en un cuerpo libre, en un cuerpo totalmente mío. Por ahora, me mantengo en el ritual.

( Partes de un texto que escribí en Medium)

¿Qué entendemos por belleza?

La belleza, tal como la concebimos hoy, está profundamente influenciada por las normas sociales, culturales y económicas que han evolucionado a lo largo de la historia. Aunque la percepción de la belleza puede parecer una cuestión superficial, está imbuida de una carga simbólica que refleja valores más amplios sobre la identidad, el poder y la jerarquía social. Esta belleza femenina, que hemos leído como la causante de que los marineros naufragasen o de que los hombres cayesen en el pecado, no es únicamente una característica física. Se trata más bien de un conjunto de cualidades que reflejan la moralidad, la feminidad y la virtud.

De hecho, la historia de la belleza, está intrínsecamente ligada a las ideas que la sociedad tiene sobre el papel de la mujer. Durante siglos, la belleza fue un concepto moldeado y determinado por el contexto cultural, pero ha sido a lo largo de los últimos dos siglos, particularmente en el siglo XX, cuando este mito ha adquirido una relevancia central en la vida de las mujeres.

Cuenta Naomi Wolf, en su celebre ensayo, «El mito de la belleza» que, aunque el mito haya existido siempre, antes del desarrollo de las tecnologías de producción en serie,  este concepto estaba muy diluido.

Antes de la Revolución Industrial y el auge del capitalismo moderno, el valor de la mujer no estaba tan estrechamente vinculado con su apariencia física, sino con su capacidad para cumplir con su rol dentro de la estructura familiar y social. Las cualidades más valoradas eran la fecundidad, la capacidad de trabajo doméstico y la fortaleza física. La mujer, como esposa y madre, era vista principalmente como una figura reproductora y de apoyo al hombre, y su belleza no era un atributo prioritario en la vida pública.

Con la llegada de la modernidad, especialmente a partir del siglo XIX, la belleza femenina comenzó a ser tratada de manera más sistemática. La industrialización, el desarrollo del comercio y la aparición de los medios de comunicación crearon nuevas formas de visibilidad para la mujer. En este contexto, la belleza comenzó a ser vista no solo como un atributo privado, sino también como un capital social. La creciente disponibilidad de productos de cuidado personal, el maquillaje, y la moda hicieron de la apariencia física un bien accesible a un sector más amplio de la población, lo que podemos entender como la “ democratización de la belleza”.

En los años 80, las mujeres comenzaron a acceder a roles de mayor poder en el trabajo y la política, pero este avance fue acompañado de una creciente presión sobre su apariencia física. Aunque su presencia en espacios dominados por hombres se volvía más visible, los medios, la moda y la belleza intensificaron las expectativas de cumplir con un ideal estético. La mujer moderna dejó de ser solo ama de casa para convertirse en una figura trabajadora, productiva y, a la vez, estéticamente perfecta. La belleza pasó de ser solo un atributo personal a convertirse en un componente clave del éxito social y profesional, ligado a la competitividad y al consumo capitalista. No obstante, este ascenso al poder vino con el costo de mayores sacrificios estéticos, reflejando cómo, a pesar del avance laboral, las mujeres seguían siendo objeto de cosificación y sexualización. Citando a Naomi Wolf: «La belleza se convirtió en una barrera de contención y de equilibrio».

La Belleza como Contradicción

“Mientras exista el cuerpo de la mujer, existirán con dificultad los cuerpos de las mujeres”.

Naomi Wolf

La representación masiva de la mujer como un ideal de belleza perfecta se erige sobre una contradicción fundamental. Este ideal es inerte, eterno y genérico, algo completamente opuesto a la experiencia real de las mujeres, quienes son seres complejos y cambiantes. Sin embargo, la cultura popular insiste en retratar a la mujer como una figura estática. Hemos aprehendido y hemos reconocido el rostro de «La mujer»: un rostro joven, sin arrugas, sin marcas, ovalado con facciones redondeadas, ojos grandes, nariz pequeña, labios naturalmente carnosos.

“Como mujeres se nos enseña a vernos como imitaciones baratas de la mujer, nos impulsan a estudiar formas de iluminar nuestros rasgos como si fueran fotografías estropeadas por el movimiento y actuar como si fuésemos nuestras propias técnicas de iluminación, estilistas y fotógrafas”.

Naomi Wolf

Nuestros rostros se manipulan como piezas de museo iluminados de manera experta, con focos altos, bajos, efectos de iluminación, maquillajes de brillo, polvos iluminadores e iridiscencia.

En este contexto, la belleza se convierte en algo otorgado desde fuera, un atributo que no pertenece de manera inherente a la mujer, sino que depende de su capacidad para ajustarse a los estándares impuestos. Es algo que te pueden dar o quitar, y cuya ausencia puede condicionar la forma en la que nos relacionamos con el mundo. Dice Naomi Wolf que “si se le dice a una mujer que es fea, puede llegar a sentirse de esa manera, y la presión social la obliga a comportarse en consecuencia, adoptando una postura de “fealdad” en todos los sentidos”. Esta violencia simbólica no solo actúa sobre la apariencia, sino sobre el ser mismo, alterando la percepción de lo que una mujer es, o puede llegar a ser.

Bob Ciano, director artístico de la revista «Life«, afirma que ninguna fotografía de una mujer se deja sin retocar. “Hoy en día la audiencia no tiene la menor idea de cómo es el rostro de una mujer real de 60 años porque se le hace aparentar en las revistas, televisión, publicidad de 45. Y lo que es peor, las consumidoras de 60 años se miran y creen que parecen demasiado viejas porque se comparar con caras retocadas que las miran desde la página de una revista”. La imagen computacional de la que se sirve la cultura femenina es un medio adulterado e inhibido. ¿Qué papel tienen aquí los valores de Occidente, que detesta la censura y cree en el libre intercambio de ideas? 

Sin embargo, a pesar la creciente conciencia sobre este mito, estas falacias e imposturas, se sabe que las revistas femeninas, la publicidad, el cine comercial, se hundirían si únicamente mostrasen cuerpos reales. Esto se explica ya que las mujeres ( y los hombres, aunque especialmente las mujeres por ser las principales destinatarias de estos productos) estamos tan bien adoctrinadas en el mito de la belleza que lo interiorizamos, y no queremos ver otras realidades. Muchas de nosotras ni siquiera estamos seguras de que podamos llegar a interesar a nadie “sin la belleza”.

Es curioso cómo el escepticismo, el relativismo de la era posmoderna se evapora cuando se trata de la belleza femenina. Se habla de ella, de hecho, como si no estuviese determinada por los seres humanos, ni forjada por la política, la historia y el mercado sino más bien, como si existiese una autoridad divina superior que dicta normas inmortales sobre qué hace que mirar a una mujer sea agradable o no.

Como bien señala Betty Friedan,

«El problema de la belleza femenina es que no se limita a una cuestión de estética, sino que está intrínsecamente ligada al consumo. La belleza se ha convertido en un negocio, en una herramienta que las empresas utilizan para generar ganancias.Las mujeres, insatisfechas con sus cuerpos, terminan comprando productos de belleza que prometen corregir lo que está “mal” en su apariencia. La belleza se vuelve, entonces, un mecanismo de control: cuanto más insatisfechas se sienten las mujeres, más consumen. Y así, el mercado se alimenta de la inseguridad que él mismo crea. Las mujeres van a comprar más si se les mantiene en ese estado de odio hacia sí mismas, de fracaso constante, de hambre”.

Betty Friedan

La Belleza y el Feminismo: Una Paradoja

«Dices que ya no soy tan sexy, que mis tetas y mi culo ya no están ahí

Decides marcharte con alguien más turgente, claro que sí, Joaquín

Tulsa-No quiero hacer historia

Seguramente, si de vez en cuando entráis en el inhóspito y cada vez mas radicalizado mundo de «X», habréis visto la cantidad de burlas y vejaciones que sufren aquellas que se muestran públicamente como feministas.

En el «Mito de la belleza», Naomi Wolf narra diferentes hechos mediáticos donde estas fueron insultadas y llamadas feas y cómo muchas, como respuesta, mostraron en sus redes imágenes que evidenciaban su belleza. Wolf exlica que «el problema está en que, al dirigir la atención hacia sus características físicas, estas personas podían desacreditar a las líderes feministas tanto por ser demasiado guapas como feas. Si se estigmatiza a la figura pública por ser demasiado bella, supone una amenaza, rival, o imposible ser tomada en serio. Si se la ridiculiza diciendo que es demasiado fea, se corre el riesgo de que a una la metan en el mismo saco al identificarse con sus reivindicaciones»,

Esta idea binaria y reduccionista de guapa-fea, funciona en términos de inclusión y exclusión, y deja caer que solo se gana si otras pierden.  Además, el juego de reducir a la mujer a su físico, de medir su valor y su mensaje según su apariencia, es una forma de mantener el statu quo. La belleza se convierte en un arma de descalificación, un medio para evitar que las mujeres sean vistas como iguales, para invalidar sus luchas, y para relegarlas al espacio de la superficialidad, donde sus ideas no cuentan.

El Control a Través de la Belleza

«I´m just a girl, living in captivity»

No doubt-Just a girl

El control sobre el cuerpo de las mujeres ha sido un tema constante a lo largo de la historia. Desde pequeñas, se nos enseña que existir como mujer es estar estropeada. Desde el momento el que adquirimos consciencia de nuestra obligación de mejorar, de retocar, de ocultar, parece que estamos constantemente intentando de alguna manera redimirnos del pecado original: haber nacido mujer, y estar obligadas a desempeñar ese rol. A partir de ahí, empezaremos a buscar nuestra salvación a través de las buenas obras, donde el mediador es el producto de belleza y el rosario un contador de calorías.

Naomi Wolf afirma que, «en los ritos (rituales de belleza), las mujeres se purgan de la mácula de su género». Del género mujer, el segundo género, el que nació de una costilla y no de las manos de Dios. El cuerpo que es materia imperfecta nacida de la materia parece estar destinado a un constante proceso de reparación.

Este proceso de manipulación de nuestra imagen no solo nos aleja de nuestra autenticidad, sino que refuerza las expectativas sociales, haciéndonos sentir que solo valemos si cumplimos con los parámetros establecidos. Cuanto más nos ajustamos, más somos reconocidas, y cuanto más nos alejamos del ideal, más somos rechazadas. Y es que la belleza se convierte en un culto, en una moneda de cambio que solo se consigue a través de la sumisión. La sociedad premia la conformidad, pero castiga la falta de ajuste, creando una dinámica en la que la belleza se convierte en el único valor válido, y la mujer es juzgada constantemente por su capacidad para alcanzar esa perfección.

Este culto a la belleza es particularmente insidioso porque, mientras promete amor, aceptación y éxito, también tiene una amenaza implícita: si no se sigue el camino de la perfección, ese amor y esa aceptación pueden ser retirados en cualquier momento.

Conclusión

«Will you still love me when I’m no longer young and beautiful?»

Lana Del Rey-Young and Beautiful.

Ante todo lo expuesto, y siendo consciente de la cantidad de discursos similares que ya circulan, me pregunto cómo y cuándo vamos a ser capaces de superar este mito. Contamos, al menos la mayoría de nosotras, con herramientas críticas y sabemos cómo funciona. Sin embargo, lo que hemos conseguido es que a la insatisfacción se le haya unido la culpa. En palabras de Bell Hooks;

“Criticar las imágenes sexistas sin ofrecer alternativas es una intervención incompleta”. La crítica de por sí no conduce al cambio»

bell hooks

Además, los discursos de autoaceptación y autoestima se quedan cortos y vacíos: una sola persona no puede acarrear el inmenso peso de ver belleza donde nos han convencido de que solo hay fealdad.

Como dice Naomi Wolf; «ni a la misoginia, ni al racismo, ni al clasismo, ni al capacitismo se le combate con un dicurso de autoestima, el que dice que todo depende de ti, gestiónalo. De poco vale quererse mucho si no te dan trabajo, si te discriminan sistemáticamente, silencian, castigan y niegan.»  Y también es complicado combatir a un enemigo si lo tienes dentro.

Termino este artículo con un poema de Adília Lopes, poeta portuguesa a la cual admiro, que ha fallecido este 30 de diciembre y en un par de versos consigue reunir todo este artículo.

“Para ser bella hay que sufrir / pero sufrir no nos hace obligatoriamente bellas/ Nunca lloramos lo suficiente queriendo ser bellas a fuerza viva/

Yo quise ser bella/ Y pensé que para ser bella bastaba con tener rizos/ con una plancha para alisar y rulos me peinaron mucho mis cabellos/

Grité/Me dijeron que para ser bella se necesita sufrir /Después el pelo se quemó/ No volvió a crecer/Tuve que comenzar a usar peluca/ Para ser bella hay que sufrir /Pero sufrir no nos hace obligatoriamente bellas

Sufrir no implica como consecuencia una recompensa /un dolor de dientes puede conmover a nuestra madre que para consolarnos sin saber de qué nos da un caramelo/ pero el caramelo nos hace doler más los dientes/ la consecuencia de un sufrimiento puede ser otro sufrimiento la causa es posterior al efecto/ el motivo del sufrimiento es una de las consecuencias del sufrimiento/ los rulos son una consecuencia de la peluca»

Adília Lopes

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