Una paródica revisión de nuestra más navideña tradición obsoleta
Amo a España porque no me gusta
Miguel de Unamuno
Con los Austrias y con los Borbones
perdimos nuestras posesiones…
¡Esto tiene que cambiar!
Nuestros nietos se merecen que la Historia se repita
varias veces.
Los Nikis – El Imperio Contraataca
«Chan, chan – Chan, chan – Chanananananana …». Mi abuelo pone el televisor a tope cada año, mitad por la solemnidad del momento, mitad porque abandera la causa de la resistencia al audífono. Me siento a su vera en el tresillo antes de que venga cualquier alma escopetada desde la cocina y me quite una de las cotizadas plazas del sofá.
Todo el mundo sabe que escuchar el discurso del Rey apoyada en el marco de la puerta del salón es una versión mucho menos premium que hacerlo desde la comodidad que ofrecen los sitios del tresillo, moldeados con mucho trabajo y esfuerzo a lo largo y ancho de las décadas por los traseros de esta familia.
Desde el privilegio de la comodidad, prácticamente atrapada entre mi abuelo y uno de mis tíos, escucho cómo concluye el himno patrio. Y, mientras mi abuela se quita el delantal como si el mismísimo Felipe VI le estuviera pasando revista militar, me pregunto por ese referéndum que tanta falta nos hace a todos los españoles.
El grandísimo día en que este país acuda a las urnas a decidir si le ponemos al himno la letra de Marta Sánchez o aquella de firma anónima que tantas alegrías nos dio en el patio del colegio: «Franco, Franco, que tiene el…», yo tengo claro cuál será mi elegida.
A la vez que Su Majestad comienza su anual turra, alguna mano revoltosa empieza siempre a picar algo de turrón. Y es que en esta casa, como en tantas, tenemos una bandeja «buenísima» de esas «de plata» que se limpia cada Navidad para volver a ensuciarse, debidamente, con los dulces más selectos del supermercado de abajo.
«Tenemos que dar gracias», claro que sí, y, si la abuela pregunta: «¿Has visto? ¿Has visto cómo está la bandeja de turrones este año?» Ha una de resucitar por un segundo al Dúo Sacapuntas y contestar solemnemente: «¡Abarrotá!».
De la selección de dulces, hay dos cosas esenciales que nunca faltan en nuestra bandeja: el surtido de bombones y el turrón «colorao’». El primero se parece un poco a nuestro emérito, porque cuando no te lo esperas contiene licor. El segundo es más Felipe: tiene buena pinta pero está demasiado blandurrio, descaradamente dulzón. Los dos son pilares fundamentales de nuestra primera cena navideña desde que yo tengo vida y memoria, se compran porque le gustan a mi abuelo y acaban, de una u otra manera, en el estómago de todos.
Fue de pequeña cuando aprendí que el surtido de bombones y el turrón «colorao’» eran dos de las costumbres sagradas de esta casa, concretamente la Nochebuena en la que pregunté al abuelo desde cuándo compraban turrón rojo. Él me contestó muy serio: «Colorao’, ¡rojo no!, colorao’…», y que lo habían comprado desde siempre. «Desde siempre»: sintagma preposicional, complemento circunstancial de tiempo y, según aquella cara que él me puso, sentencia irrevocable.

Pero este año, todo ha cambiado.
Miro expectante la pantalla del televisor con el culo ya completamente hundido en el asiento azulón del tresillo. Tras estos quince minutazos de turra en prime time y turrón «colorao’», espero a escuchar el cierre, volver a deleitarme con ese «Chan, chan – Chan, chan – Chanananananana …» que despertará mi orgullo y satisfacción de cantar la letra de la canción de patio en secreto en mi cabeza, solo para mí. «Franco, Franco, que tiene el…».
Sin embargo, esta Nochebuena el discurso de Felipe no concluye como siempre, – ¡Qué disgusto! – el dulce y marchoso sonido del himno patrio que siempre cierra la ceremonia se ve eclipsado por la canción ancestral que componen los bravos ronquidos de mi abuelo. Este año, el hombre no se ha animado ni a comer un poquito de turrón del suyo. Qué tristeza, macho. Se están perdiendo las costumbres. Tenemos un problema.
«Queridos y respetados SSMM, Reyes de España:
Como ustedes saben debido a su bien conocida tendencia a la cercanía, los tiempos están cambiando. De lo que no están informados, claro, es de que hasta mi yayo se ha quedado sopa viendo el discurso de esta Nochebuena. Me disculpo en su nombre, claro, por no haber podido en esta ocasión ni comerse el turrón de siempre ni ayudarles con eso del número de espectadores.
Muy angustiada por esta evidente decadencia de nuestras costumbres y observando que la cuota de audiencia de nuestro venerado discurso se cae cada año como si fuera el mismísimo rey Juan Carlos, pongo a su disposición mis servicios de humilde becaria en el mundo de la comunicación a fin de tratar de salvar el desastre.
Creo fielmente que, para que esta enriquecedora tradición pueda sostenerse en el tiempo, deben ustedes escuchar y complacer a las nuevas generaciones, esenciales para nuestro común futuro. Considero que enviar a nuestra Leonor de tournée por los tres ejércitos no está surtiendo – por lo que sea – el debido efecto. Así, les propongo una serie de novedades que convendría incorporar a nuestro anual sermón regio de cara a atrapar y contentar a la juventud española.
En primer lugar, podríamos ofrecer un empujoncillo para eso de los alquileres. Qué les voy a contar a ustedes… Imagino que se dejarán la extra de Navidad en apoquinar el facturazo que debe suponer la renta de los 1800 metros cuadrados de Zarzuela. Sería ideal, pues, rifar una ayudita entre nuestros benjamines, ayudar a que la ilusión de un sorteito navideño les haga olvidar por un momento eso del paro juvenil.
Propongo entonces incorporar un faldón a lo largo del discurso: ENVÍA «CAMPECHANO» AL 20050 Y ENTRARÁS EN EL SORTEO DE UNA PAGA VITALICIA ENTREGADA EN SOBRE EN MANO. Al fin y al cabo, no es demasiado innovador, ¡fíjense en lo bien que salió con Bárbara!
En segundo lugar, y a propósito del emplazamiento, opino que la juventud quiere ver algo más moderno que Zarzuela. Sugiero pues que pidan prestado a algún colega o familiar un buen casoplón en un paraíso fiscal de escándalo. Para el 2026, podríamos empezar grabando el discurso en el más impresionante que encuentren, rollo «House Tour» ¿saben?
¡No se queden cortos, eh! Tengan en cuenta que a los españoles nunca nos ha asustado la megalomanía: la Giralda, el Santiago Bernabéu, el Valle de los Caídos… ¡A quién no le va a gustar!
Por último, tenemos que encargarnos de la cuestión del feminismo, que tira que te cagas en estos tiempos. Observo que eso que están haciendo de darle más visibilidad a doña Letizia sí que está calando hondo en nuestras juventudes, así que lo mejor será que ella también aparezca en el discurso.
Por supuesto, hablando no, ¡tampoco hay que volverse loco! Coloquemos un retrato suyo detrás de Felipe, sí. Vistámosla con un vestidito estampado del ZARA, que ese toquecito lowcost la acerca mucho al pueblo llano. Para el puntito high-class, sugiero sacar de algún cajoncillo de Zarzuela cualquier gargantilla de perlas de La Collares que se haya colado en la morada de sus majestades por accidente. Y… ¡Voilà! ¿No les parece el outfit perfecto?
Les pido que consideren estas sencillas ideas que, sin duda, serán muy efectivas de cara tanto a la audiencia de nuestro tradicional discurso como a la aceptación y seguimiento del mismo entre las generaciones nuevas.
Majestades, Altezas… Nosotros ya no queremos comernos el mismo turrón de siempre.
Atentamente,
…»
Fuentes de las que indirecta y no tan indirectamente bebe el espíritu de este artículo:
- Cuento de Navidad de Elvira Lindo para la Cadena SER (2024). La familia de Manolito Gafotas también ve el discurso del rey en Carabanchel Alto.
- Feria (2020) de Ana Iris Simón. Como sus propias páginas rezan, es una contradictoria y fascinante “oda salvaje a una España que ya no existe”.
- El ya citado en un artículo anterior “Los parques de atracciones también cierran”, de Ángeles Caballero (2023), un magnífico intento de celebrar y revisar simultáneamente la tradición española que merece ser recomendado dos y mil veces.
- El imperio contraataca, de Los Nikis (1986).

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