Esto es un ejercicio de observación, aquí me detengo, ahora, que he llegado a comprender que detrás de todo lo visible hay un lugar arraigado en el misterio, detrás de las palabras, debajo de los gestos, allí donde la imagen, quizás, un instinto. Pequeñas texturas de lo que una conciencia libre hubiera imaginado de no ser por la costa rocosa de su pensamiento supralitoral.
En mi infancia no hubo playa ni arena, pero hubo árboles y animales salvajes, hubo amigas y un pensar incómodo de la forma cuando el fondo –mi fondo– no correspondía con el paisaje previo, la mirada grande, el hacer aislado de los hombres que con su cuerpo de hombres iban al campo y montaban los tractores como esfinges y escribían con el fuego de su sangre y adoraban a Dios con la herida de su memoria que en las manos se derramaba.
En mi infancia recuerdo el corral, el perro ladrando, la madre tendiendo la ropa en una trenza infinita y entre los silencios un delirio infantil:
gamusinos
basiliscos
feéricos disfraces que en mi cuerpo, todo travestido, hasta el corazón…
El niño-buganvilla bailaba por el patio, junto a la higuera y en el portal concebía mundos agrestes, países supremos. Y cuando alguien llamaba al timbre –la vecina portando el Cristo que más tarde su abuela exhibiría en el altar doméstico– todo en él se emocionaba con la estética incipiente que en una ética difícil se transformaría, llegada la adolescencia.
En mi adolescencia recuerdo el ritual de la comida:
- Fútbol
- Comedor
- Oratorio
Con la fuerza de la disociación maquillaba los matices, las aristas, los rincones del entusiasmo, y por encima de la dificultad teórica que era un sentir auténtico, una imagen: Dios, otra imagen: mi madre, una hipótesis: el dios maternal o como escribe Berta García Faet: «si no tengo amor no tengo textura no tengo dimensión no tengo color el sonido no revolotea alrededor de mí porque ni siquiera soy un objeto si no tengo amor y si no tengo tu amor…».
Después de la comida íbamos al oratorio a rezar y los profes u otros chicos podían verme y suponer: «está pidiendo por su madre, por su padre». Y si lo hacía no lo recuerdo porque todo lo que evoco es una podredumbre, un diálogo suplicante, un ascetismo sucio, una pasión.
Digo esto muy consciente de que era mi tristeza la que hablaba, pero muchas otras veces, hablaba mi ironía, mi fe, o en palabras de Weil: «al partir, su corazón era liviano como siempre que se tiene para sí la fuerza y en contra de sí el vacío».
Porque a pesar de vivir en el centro de la generación, quiero decir, esa generación: Lana del Rey y Tumblr, yo tenía una alegría por dentro quizás muy relacionada con la inocencia, aún algo infantil, de la memoria cuando apenas recordaba, cuando apenas retenía las ideas haciendo de los brotes de maleza arbustos desmesurados.
Esa fuerza no era intrínseca a mi cuerpo, provenía de la autoficción que había hecho de la fe. Usaba la fe para construir un castillo o aliviar la tristeza, imitando a mi abuela, los dos, herederos de una larga tradición de cuerpos melancólicos, histéricos, marginados. La fe era una catarsis porque dejaba espacio a todo ese teatro tan ceremonioso de la piedad, de la plegaria donde la imploración era el subtexto de nuestras vidas.
Inventamos a Dios para sobrevivir al conocimiento.
Tengo la imagen de mi abuela rezando el rosario como impidiendo una catástrofe, sentadita en su sillón del cuarto, apoyada su cabeza en el gotelé y sus manos sosteniendo el cuaderno de oraciones con la virgen-madre y la estampa de algún santo: San Antonio, el milagroso, y en sus labios la canción almibarada del avemaría. Junto a ella, un niño, algo tibio, algo vegetal, peinando a una muñeca: Lupita. Mi voz sobre la suya, su voz sobre la mía. Al unísono, la canción, que distanciada de su forma originaria y apropiándose de la literatura, podría decir:
«Haz que tenga el valor de amarte sin odiar tus ofensas a mi alma y a mi cuerpo».
«Haz que sepa quedarme con la nada y aun así sentirme como si estuviese llena del todo».
Hay un deseo en mí que se expande, hay un deseo que presagia la incongruencia, para algunos –los sacerdotes del colegio, los profesores inclinados en el fango llenándose la boca con la mierda de sus convicciones–la oscuridad. No critico la fe, pues yo mismo participo del misterio, critico la rigidez con la que la fe es instrumentalizada por el discurso partidista.
¿Dónde queda mi fe ahora que soy adulto y debo hacer cosas de adulto pero una parte de lo que soy se me deniega dentro de todo aquello que me ha visto crecer?
¿Quién de vosotros podría afirmar que mi fe es más débil, más insegura, menos legítima que la vuestra?
Vosotros que os llenáis la boca de mierda, repito, de fango. La fe no es un ritual ni una performance donde las ideas van y vienen y se reproducen, inmóviles. La fe, ante todo, es la visión de los niños que invocando a Dios invocan su infancia, a sus abuelos recogiendo los higos, a su familia reuniéndose en Navidad. Lo demás es artificio, celuloide, extravagancia de mal gusto, rociarse el cuerpo con el lodo de los pantanos, rociarse el cuerpo con la mierda de los caballos, beber el lodo y comer la mierda como un desayuno-bufet en el hotel más caro del país.
La fe es una enunciación de la intimidad.
Por favor, no os apropiéis de mis recuerdos ahora que la edad adulta amenaza con descomponerme, porque tal vez sea el instante en el que más necesite la fe y necesite la gracia y necesite la convicción de que el futuro es posible para mí. Necesito reducir la frontera entre el cuerpo de ahora y el cuerpo de antes. Necesito deshacer este límite entre la cultura de dentro y la cultura de fuera.
La teóloga queer Linn Tonstad se pregunta sobre las consecuencias de lo queer para el cristianismo: «¿Qué aspectos del cristianismo deben cambiar? ¿Qué debe cambiar en el cristianismo dado que las personas queer existen? Hay muchas personas como yo: cuir, cristianas y existentes».
A veces pienso en mi madre y me pregunto ¿Qué es lo que llora con el silencio de la apariencia que sustituye las lágrimas por un rostro sereno? ¿A dónde se dirige toda esa humedad reunida? ¿Alguna vez ha llorado porque desearía que algo en mí fuese distinto? ¿Alguna vez ha sentido angustia al escuchar aquello tan estrambótico que por mis labios brotaba con naturalidad? Quisiera acceder a ella desde las raíces, como en la película de Petite Maman, y volver a ser un niño, y que ella volviese a ser una niña, y conocer la inocencia, y conocer la ternura y que nuestros cuerpos temblaran tan solo de eso y no de otras cosas relacionadas con el horror.
«Lo que duele es lo intangible» dice Mónica Ojeda.
«La memoria es una segunda oportunidad» dice Ocean Vuong.
¿Cómo reconciliar mi pensamiento?
La teóloga Marcella Althaus-Reid acuña el concepto de «teología indecente» en su estudio de corte político y económico en el que analiza, a través de la dicotomía decencia-indecencia, la violencia perpetuada mediante las políticas de exclusión social del cristianismo hacia las personas queer. Rompiendo incluso con la llamada «Teología de la Liberación Latinoamericana» identifica teología, identidad y sexualidad en un mismo enunciado y dice: «por teología radical de la liberación me refiero a un estilo de hacer teología y a una praxis contemporánea. No a una teología anecdótica, porque cuando la teología se pone anecdótica es porque no posee un proyecto presente».
Es entonces cuando, amparándome en estas ideas, me permito dudar y cuando digo dudar digo interrogar políticamente un sistema: la Iglesia, la praxis eclesiástica tradicional y por supuesto a todo el entramado cisheteronormativo de fieles que han hecho de sus realidades mundos retroactivos de repetición, sin juicio personal, sin rupturas íntimas, sin sacrificios teóricos, sin contradicciones, sin la necesidad de romperse el pensamiento y la conciencia y los valores y los recuerdos y los afectos para poder reconciliar su casa.
Del mismo modo, me permito dudar de Dios, sin ser por ello menos creyente.
Obras citadas:
G. Faet, Berta. (2015). La edad de merecer. La Bella Varsovia.
Weil, Simone. (2023). La Iliada o el poema de la fuerza. Editorial Trotta.
Lispector, Clarice (2016). Un soplo de vida. Siruela.
Ojeda, Mónica. (2024). Chamanes eléctricos en la fiesta del sol. Random House.
Vuong, Ocean (2020). En la tierra somos fugazmente grandiosos. Anagrama

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