El dédalo prodigioso

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Porque el arte, dominando con imperio en su alma, era la fuerza que le alentaba, el resorte de la vida, y el secreto germen de ideas salvadoras. ¡La antiquísima fábula del Ave Fénix qué verdad tan profunda encierra, qué hermoso símbolo es de las formidables fuerzas restauradoras que el alma humana tiene en sí misma, y con las cuales ella propia es su remedio, y de su mal saca su bien, de su caída su elevación, de su dolor su alegría!…

El doctor Centeno (parte II, capítulo V, subcapítulo III)

Con aquella audacia que tan propia es de la mocedad recuerdo cómo, ¡osada intrepidez!, arranqué seis tomos de cuero encarnado de su letargo en un anaquel de nogal. Qué respetable apariencia la de aquellos gruesos libros con cordel de seda, qué pasmoso el vasto mar de tipos en impecable arreglo sobre el papel biblia. Con la ponderación del que maneja un estuche que sabe lleno de dijes preciosos, fue el caso que al abrirlos y hojearlos me cautivaron, reproducidos en el primero de los volúmenes, los trazos que un lápiz desalado había dejado correteando a gran velocidad. Parecióme ello parte de un venerando acto de creación, y, por ser las fracciones de un todo depositarias de las cualidades del conjunto en justa proporción, supieron esas pocas líneas manuscritas en que quería intuir la genialidad de su autor aguijar mi curiosidad.

Fragmento manuscrito de Los Ayacuchos (1900)

Es muy sonoro y de mucho renombre el título de Trafalgar a la cabeza de los Episodios Nacionales, conque ni corto ni perezoso me zambullí en su lectura. Hoy, años después, vuelvo la vista hacia entonces, ahora que con tanto fervor me embebo en las Novelas españolas contemporáneas; y poco tiempo ha, pues es preciso explicarlo, que resarcí un desaire cometido entonces. Al terminar el Episodio anduve rebuscando entre los índices, tan extensos y jalonados de novelas, y como las sabias instancias de mesura y templanza fueran, inveterada costumbre, coplas de Calaínos, me incliné de inmediato por una suma de páginas deliciosa por pingüe: Fortunata y Jacinta. ¡Fortunata y Jacinta! Aquel título tenía alguna suerte de cadencia singular, una sonoridad que parecía pregonar su condición de obra maestra, de gloria de nuestras letras. No se podrá figurar el lector de qué modo me epató ese manjar que es la prosa galdosiana en toda su genialidad; tiene algo de licor exquisito y regalado, sin perder robustez y naturalidad en su fragante expresión: la feliz coyunda de la lengua culta y la popular.

Pero ¡ay, qué disfavor! Al llegar a la cifra de unas trescientas páginas, no sabré yo nunca por qué, suspendí la lectura. Los augustos tomos, cuyas tapas y costuras ya debían pedir clemencia a gritos, seguro estuvieron agradecidos de poder volver a su sueño en el estante. Y hasta hace unos meses venía yo arrastrando este dilatado ínterin, perdido en variopintos jardines literarios, cuando en buena hora, perpetuando mi incorregible inclinación por la literatura breve, en libros que zahieren la ley de gravitación universal misma de puro livianos, volví la mirada a la obra maestra de don Benito. El sumergirme de nuevo en aquel arrecife coralino reluciendo a flor de agua fue cosa de abrir un botecito de ámbar, que no causa hartazgo por ser ya conocido sino todo lo contrario: ¡la fascinación rediviva! Me perdí en el dédalo de andanzas de virtuosa Jacinta, salerosa Fortunata, perdulario Delfín…, y de sinnúmero de otros personajes que moran sus treintaiún capítulos; y ¡qué fruición la mía al pasear la mirada por la creación maravillosa, amplio lienzo de hebras de oro en cuya confección se reconoce al maestro! En fin, que dicho y hecho. Rebasé en cosa de un día lo que leyera años atrás y vi enseguida mi propósito llegado a buen puerto. 

Benito Pérez Galdós alrededor de 1863

Son los cielos de las Novelas españolas contemporáneas, sin embargo, tan amplios y cuajados de estrellas que para inquirirlos como es debido se ha de navegar algo más que unas pocas millas. Terminada Misericordia, que merece un comentario más prolijo del que aquí podría ofrecerle, di conmigo en la isla de Mallorca. ¡Caprichosa es Fortuna! El caso es que acabé en una librería provista de un pianito. Un podio bajo el instrumento —cosa rara— lo elevaba a casi un palmo del suelo, haciendo del uso del pedal un formidable ejercicio para el tobillo derecho, que uno acababa por sentir descuajeringarse miserablemente. Aquel divertido piano de pared aparte, fui pasando revista a las nutridas baldas de libros, entre los que me fijé, ayudado de una escalera para alcanzarlo en las alturas, en Miau.

¡Cómo es, y dispense el estimado lector lo que parecerá una digresión desatinada, el ministerio de Hacienda! Tan pertrechado de  montañas de legajos en rubros balduques, rondado de funcionarios amostazados, amparado con encomiable celo por malabaristas del fisco, prodigiosos taumaturgos del tesoro público: la flor y nata de nuestro país allí congregada en esmerado ensayo de la cuadratura presupuestaria del círculo. Y por estas escarpas me ando, con su permiso, por atañer todo ello sensiblemente a Miau, aquella novela por la que me decidí, en efecto, ese día. 

¡Qué de lo lindo que escribe don Benito!, y tanto que a renglón seguido vino en relevo de Misericordia este brillante relato. Mas qué breve y qué suspenso queda el placer de, retirada la cáscara recia que encierra la sabrosa castaña, degustar a toda prisa el serondo fruto. Conque ¡pies!, ¿para qué os quiero? Que me dejé ir por la Rúa a la plaza de Anaya, donde me hice con media docena de novelas, hermoso rosario de obras a cuya cabeza descollaba La desheredada.

Y es a 4 de enero de 2025, fecha en que ciento cinco años ha de su muerte, que quedan compuestas estas pocas líneas, quizá pecando de pindárico —por, ¡ay!, indeleble resabio gongorino mío—, en modesto ensayo de oda, con el solo deseo de difundir estos haces de luz que aún tan cálido resol nos regalan para todo aquel que pueda verse fortalecido de su invicto eco.

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