Los no-lugares 

Published by

on

En un aeropuerto nunca sabes muy bien qué hora es. Atraviesas las puertas y te da la sensación de que has entrado a un lugar separado de la dinámica del resto del mundo, eternamente funcional pero ajeno a lo que ocurre fuera. En el mismo sitio, a pocos metros de distancia entre ellos, hay dos hombres trajeados bebiendo café, una familia con niños dormidos sobre las sillas de espera en la puerta de embarque, una persona comiéndose el bocadillo más apetecible (y probablemente espantosamente caro) del planeta y un grupo de amigas que parecen no haber dormido bien en varios días. 

Todos están impregnados por el anonimato que otorga ese espacio de transición, por el entorno aséptico y los colores neutros, por la esencia de algunos lugares que cuesta concebir como espacios concretos, porque en realidad no lo son. Son espacios repetitivos, idénticos pese a tener una estructura diferente, pasillos por los que ya se ha caminado centenares de veces, suelos que se han pisado antes, como en un sueño. Es precisamente esa cualidad de transitoriedad, de vacío casi onírico, lo que define el concepto de no-lugar. Marc Augé (1935-2023), antropólogo francés especializado en etnología, acuñó el término de no-lugar en su obra de 1993 Los “no lugares”. Espacios de anonimato. Este término está íntimamente relacionado con la idea de sobremodernidad, creada por el propio Augé para reflexionar acerca de la relación del individuo con los lugares cotidianos y la presencia de la tecnología. 

Augé pretendía dar nombre a los lugares que, según su criterio, carecían de la preexistencia que caracteriza a los auténticos lugares, es decir, espacios que son de mero consumo o transición, aquellos lugares en los que las personas son simples usuarios y no existen en plenitud: las gasolineras idénticas en cada área de descanso de las carreteras eternas que se expanden por todo un país, los hoteles de una misma cadena que recubren sus camas con sábanas de un mismo color. Son, por definición, espacios que podrían estar en cualquier sitio, y por lo tanto no llegan a estar verdaderamente ni en uno ni en otro, sino que se crea una burbuja propia que permite a las personas que existen en ellos abstraerse del lugar en el que se encuentran y sumirse en una sensación de liminalidad. Son, por tanto, espacios liminales. 

Espacios liminales

No es extraño que, en muchos lugares del mundo, el inicio de cualquier obra de construcción ambiciosa esté marcado por continuos parones forzosos e intervenciones de equipos de arqueólogos. La explicación es sencilla: todo terreno sobre el que se construye albergó, en un pasado más o menos lejano, otras cosas. Los interminables rascacielos y superficies comerciales de hoy en día se alzan sobre cimientos de murallas, castillos, lugares de culto u ocio de sociedades extintas, cuyas costumbres han podido trasmitirse diluidas hasta la actualidad, pero sus construcciones han sucumbido al cruel paso del tiempo. Donde antes existía una antigüedad, la modernidad ha levantado algo nuevo. Es lo que configura un lugar en el sentido antropológico, un espacio en el que las personas se relacionan o desarrollan funciones vitales, en el que actúan como personas en plenitud, identificadas como tales.

Estos lugares, son, por tanto, la antítesis de los espacios liminales o no-lugares, cuya característica fundamental reside precisamente en su novedad radical, en la idea de que sólo existen en la medida en que haya individuos pasando por ellos. La característica de transitoriedad de estos lugares es una definición literal: son espacios por los que se pasa, pero no son espacios en los que se está

Si un lugar puede definirse como lugar de identidad, relacional e histórico, un espacio que no puede definirse como espacio de identidad ni como relacional ni como histórico, definirá un no lugar. La hipótesis aquí defendida es que la sobremodernidad es productora de no lugares, es decir, de espacios que no son en sí lugares antropológicos y que contrariamente a la modernidad baudeleriana, no integran los lugares antiguos

Marc Augé

La teoría de Augé basa la definición de un lugar en la necesaria precedencia de un espacio anterior al que existe en la actualidad, es decir, un lugar que exista en la memoria, que pueda identificarse con claridad, haciendo referencia a los lugares descritos en la prosa de Baudelaire y Proust. Este lugar integra efectivamente lugares anteriores, al contrario que los no-lugares, cuya razón de ser es una circunstancia de consumo, comunicación o transporte, actividades en las cuales las personas actúan solo como usuarios, como simples consumidores. Son, en palabras del propio Augé, “(…) enclaves anónimos para hombres anónimos.” 

En estos no-lugares, producto de la sobremodernidad, se genera un lenguaje propio, unos métodos de identificación propios, artificiales. La persona pasa a ser el billete de tren que lo identifica y debe presentar al revisor para poder viajar, la identidad se diluye en un código de validación de pago y sólo se es un número más, un asiento por ocupar o un coche que se une a la cola del peaje por el que se debe pasar durante un viaje con un destino auténtico, que parece inalcanzable en esas horas de eterno tránsito. 

Los medios de transporte, las autopistas, las estaciones de tren, los hoteles y parques recreativos, los centros comerciales o supermercados, todos ellos pueden representar lo que Augé define como espacios de anonimato, si bien esta definición dependerá de las propias circunstancias sociales de cada individuo y su precondición cultural. En el sistema económico actual, quien habita de forma continuada los no-lugares es precisamente quien ha quedado excluido de él, de manera que solo quien tenga un auténtico lugar donde vivir podrá considerar un comercio un espacio liminal, no quien se ve forzado a pasar las noches al raso en sus puertas. 

Estos no-lugares paradigmáticos, estas redes de comunicación y transporte sin hilos, se anuncian como un medio a través del cual entrar en contacto con otras personas, pero quien las utiliza no entra en contacto con nadie más que consigo mismo, permanece en el anonimato de una transición y, en última instancia, en la soledad que provoca.

Un mundo entregado así a la individualidad solitaria, a lo fugaz, lo temporal y lo efímero ofrece al antropólogo y a los demás un nuevo objeto.

A world thus surrendered to solitary individuality, to the fleeting, the temporary, and the ephemeral offers the anthropologist and others a new object.

Marc Augé

Privatizar el espacio

En el año 1933, las Cortes de la Segunda República española aprobaron la Ley de Vagos y Maleantes, que recogía una serie de conductas denominadas antisociales y que debían ser consideradas y castigadas como “antecedentes de futuros delitos”, cuyo desarrollo reglamentario y aplicación arbitraria llevaron a la represión y encarcelamiento de millares de personas sin recursos en campos de concentración y trabajo. Fue, en esencia, un método para castigar a quien cometía el delito de vivir en la pobreza y la exclusión social, de manera que cualquier individuo concebido como “molesto” para una población por no hallarse integrado en la dinámica de producción de esta podía ser detenido e internado de manera forzosa. 

Una de las conductas antisociales recogidas en el segundo artículo de la ley era ser considerado un “vago habitual”, es decir, alguien que no tenía trabajo, sin importar cuál fuera la razón para ello. La criminalización del vagabundeo, la vaguería o el merodeo no es poco común, y nace de dos ideas fundamentales: en primer lugar, que los espacios urbanos no pueden ser ocupados por sus ciudadanos en completa libertad, ya que no son plenamente públicos y, en segundo lugar, que casi cualquier actividad fuera del trabajo o el ocio privado es sospechosa de ser una infracción. Y ninguna actividad es más sospechosa que la inactividad. 

Pese a la sucesiva derogación de esta clase de normas abusivas y la considerable evolución en el pensamiento que se ha producido a nivel colectivo, llama la atención la escasez de espacios públicos de ocio, libremente accesibles y que garanticen la interacción social. La paulatina privatización del espacio lleva a la carencia de “terceros lugares” públicos. Los terceros lugares son simplemente aquellos espacios que no son ni el domicilio (primer lugar) ni el lugar de trabajo (segundo lugar), es decir, son espacios de encuentro e interacción social. Estos terceros lugares pueden ser de cualquier tipo, privados o públicos, de manera que podemos hacer referencia a bares, restaurantes, espacios comerciales y recreativos o bien a parques, plazas, centros culturales y de mayores y espacios deportivos. 

Sin embargo, pese a que ambos tipos son considerados espacios de socialización, salta a la vista que uno de ellos impone un prerrequisito de entrada: la capacidad económica. La proliferación de lugares de ocio de carácter exclusivamente privado obliga a los ciudadanos a, literalmente, tener que pagar o consumir para poder sentarse a charlar en el centro de las ciudades e instala la extraña norma de que la mera existencia en un sitio es un privilegio por el que hay que pagar. 

Los bancos separados en asientos individuales para evitar que alguien se tumbe en ellos, los parques vallados, la infrafinanciación de iniciativas culturales, todo ello son demostraciones de la asfixia de los espacios públicos. El hecho de simplemente estar en un lugar público es algo poco común, una costumbre más propia de los pueblos, donde las empresas saben que sus inversiones no reportarían beneficios. 

La pérdida de terceros espacios de libre acceso afecta mucho más, naturalmente, a las personas con menos recursos e incide particularmente en los jóvenes que todavía no pueden (ni deben) siquiera optar a percibir un sueldo. Se les condena a tener opciones mínimas de ocio gratuito más allá de poder practicar algún juego o deporte, e incluso los espacios para moverse libremente se restringen de manera arbitraria. ¿Qué puede ofrecer a los adolescentes un sistema que no se preocupa por las personas, sino por su rentabilidad? Tiene ocio quien puede permitírselo. Quien no, sólo tiene prohibiciones. 

Soledad urbana

Caminar sola por la ciudad

Me hace sentir como un hombre en la luna

Walking alone in the city 

Makes me feel like a man on the moon

Voyager. boygenius

En una gran ciudad, uno siempre puede desprenderse un poco de su identidad. Caminar por sus calles y olvidarse un poco del aspecto de su rostro y la deriva de sus pensamientos. Olvidarse un poco de lo que condiciona su vida. Solo se es uno más, un anónimo cruzando las aceras, un cuerpo que ocupa otro asiento en el metro. Irónicamente, nunca se está más solo que en esos momentos, andando por la ciudad llena de gente, evitando chocar hombros con desconocidos. Es una soledad distinta, no es la soledad que asalta en las grandes llanuras, en el medio natural. Frente a la naturaleza, la soledad es una sensación de pequeñez, pero en la ciudad no te sientes pequeño, sino invisible. 

La multiplicación de lugares meramente transitorios y liminales, que no constituyen espacios de auténtica identificación y conexión con otros, unida a la privatización del espacio común que anteriormente podía ser un lugar de encuentro desembocan en lo mismo, en una sensación de soledad y distanciamiento. La respuesta a la soledad contemporánea debe partir de la concepción del espacio público como un derecho colectivo, y no como una anomalía o excepción al consumo privado. 

En 2008, mientras se desataba un pánico financiero mundial y ciudadanos de todo el mundo temblaban ante la sombra de una crisis económica que marcaría para siempre a toda una generación, un jovencísimo Antón Álvarez (alias Crema, alias C. Tangana, el madrileño por excelencia) que aún no había cumplido los dieciocho años y que aún estaba muy lejos de concebir la identidad que le llevaría a la fama internacional, rapeaba esto sobre bases producidas por él mismo:

De lunes a jueves rezando por el viernes

Por mierdas que no entiendes, muriendo los domingos

Vivir bajo cero: morir en cualquier parte

Con cosas que decir, pero hay silencio en el parque

Bajo cero (Agorazein). Crema

Con la elegancia que distingue a la voz de una generación, en este verso refleja el anhelo por el descanso, por el tiempo libre que nunca termina de aprovecharse del todo, gastado en los pocos lugares que siempre están vacíos cuando quien suele ocuparlos tiene que ir de casa al trabajo y del trabajo a casa.

Es la generación urbana, la generación de hijos del ladrillo y del cemento, de las plazas medio vacías, de la desesperanza, de las botellas calentadas por el sol y estampadas contra la acera. Los jóvenes caminando al filo de la cornisa, con todas las promesas que les habían hecho aún por cumplir. Todos los espacios que iban a ser de todos terminaron siendo de los de siempre.

Bibliografía

  • Los “no lugares”. Espacios de anonimato. Marc Augé
  • La carencia de «terceros lugares» en las periferias urbanas de las ciudades medias. El caso de Alicante. Juan López-Jiménez

Agradecimiento

A Carol, la primera persona que me habló de la sociología urbana y con quien podría hablar infinitamente. Gracias por hacerme pensar siempre pero aún más por estar siempre. 

Deja un comentario