Contra los pedantes

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Es domingo, probablemente octubre, aunque para ser sincera no lo recuerdo bien. Lo importante es que es domingo, y Patri y yo estamos tumbadas en su cama, listas para ver una de esas películas de cine de autor que tanto nos gustan. El buen cine. «El que conmueve a las almas sensibles». Abrimos Letterboxd, la app de los cinéfilos serios. Porque, seamos honestas, ¿cómo puedes considerarte cinéfilo sin tener Letterboxd y dejar reseñas lapidarias de 200 caracteres? Escogemos Blue de Derek Jarman, que tiene un respetable 4.1 de media.

Ponemos YouTube. La película empieza: fondo azul. Esperamos. Cinco minutos. Sigue el fondo azul. Al rato, surgen diálogos, pero el azul no desaparece. Patri y yo nos miramos, desconcertadas, sin atrevernos a decir lo que realmente pensamos. Pasan 15 minutos. Miro a Patri y, conteniéndome la risa, suelto: «Creo que al final del día no me gusta tanto el cine.» Ella suspira aliviada: «Pienso lo mismo.» Nos reímos durante veinte minutos.

Más tarde le envío un meme a Elisa: cuatro calvos en un coche. Su respuesta no decepciona: «HAHAHAHA, el coche de Foucault.» Ella, que según Goodreads, se ha leído Vigilar y Castigar. Proablemente veamos una puntuación de cinco estrellas.

Es martes, esta vez tengo claro que es octubre. Escribo en un grupo de WhatsApp: «¿Alguien se apunta a una jam session?» Cometo la torpeza de explicar lo que es. Grave error. Responden al instante: «¿Womansplaining?» «pendate» y llegan en cascada los stickers de «absolute cinema», «¿van tías?», entre otros.

Domingo de noviembre, Elisa y Patri están en mi habitación. Acabamos de ver Breaking the Waves de Lars Von Trier. Hablamos durante una hora sobre amor, religión y sacrificios. Acabamos la conversación sin concluír nada pero sabiendo que algo especial ha pasado en esa habitación, que nos caemos bien, que habitamos un plano similar de la realidad, que nos queremos.

Un rato después, Patri abre un artículo en el móvil: un análisis sobre X autor en un castellano que parece sacado del siglo XII. Lo lee en voz alta. «¡Esto lo ha escrito un trovador medieval!» exclama. Nos reímos. «Seguro que si le pones una canción de Yung Beef, lo matas del susto, como a un niño victoriano» dice Elisa.

Han sido múltiples las veces que me he visto rodeada de situaciones en las que la cultura y la expresión de esta me ha resultado incomprensible y sumamente elitista. Me he visto rodeada de hombres expresando conceptos sencillos de las formas más grandilocuentes y enrevesadas posibles. Me he leído ensayos sin entender la mitad del contenido sintiendo que señalaban mi falta de inteligencia o mi pobreza intelectual. Me han hecho sentir millones de veces pequeña por no conocer X libro, no haber leído a X autor o no conocer ciertos conceptos cinematógraficos, artísticos o políticos. Y ahora yo me pregunto, ¿qué sentido tiene escribir, hablar, comunicar de manera tan inaccesible? Si el conocimiento se presenta como un código cerrado, ¿a quién beneficia realmente? ¿De qué sirve mirar por encima a aquellos que no se expresan en nuestro lenguaje?

El Problema de la Pedantería y la Percepción de la Cultura como un Privilegio

A lo largo de la historia, el acceso a la cultura ha sido un tema de debate fundamental. La cultura, entendida en términos de arte, conocimiento y prácticas intelectuales, ha sido tradicionalmente vista como un privilegio de las élites. A menudo, este acceso ha sido restringido a un grupo selecto que tiene los medios, el conocimiento y la educación necesarios para comprender y disfrutar las formas de cultura «legítimas». Este fenómeno está intrínsecamente relacionado con el concepto de pedantería, entendida como una actitud intelectual que utiliza el lenguaje, las referencias y los códigos culturales complejos para excluir a aquellos que no comparten el mismo capital cultural.

La cuestión del acceso a la cultura no es simplemente una cuestión de disponibilidad; implica también la comprensión de la misma.

¿Qué significa democratizar la cultura? ¿Es suficiente con abrir las puertas de los museos y teatros a las masas, o es necesario transformar la forma en que la cultura es presentada y entendida?

Para comprender mejor estas preguntas, debemos rastrear la historia de la democratización cultural, un concepto que se remonta a procesos históricos como la Revolución Francesa.

Sin embargo, la verdadera expansión de esta idea se consolidó tras la Segunda Guerra Mundial, cuando se reconoció de manera global que el acceso a la cultura no solo era un derecho humano básico, sino también una forma de prevenir la alienación y el aislamiento de las naciones después del conflicto. La proclamación de los derechos humanos en 1948 por parte de la ONU fue un punto clave en la consolidación de los derechos culturales como parte de los derechos fundamentales. La UNESCO jugó un papel crucial en este proceso, promoviendo el acceso universal a la cultura como una parte integral de la paz y el desarrollo humano. En este contexto, los esfuerzos por democratizar la cultura se orientaron a garantizar que todos, independientemente de su clase social, origen o nivel educativo, pudieran acceder a las artes y el conocimiento.

En este marco, se comenzó a conceptualizar la cultura no solo como un bien de consumo, sino como un vehículo de inclusión social y de cohesión. La creación de instituciones culturales como museos, bibliotecas, teatros y galerías fue acompañada por políticas públicas que buscaban romper con las barreras sociales que antes impedían el acceso a estos bienes. Sin embargo, esta democratización de la cultura enfrentó desafíos significativos, ya que muchas veces las iniciativas promovidas por los gobiernos estaban orientadas a acercar al público solo aquellas formas de arte consideradas elevadas o “legítimas” por las élites. Esta jerarquización de la cultura significaba que las mayorías solo podían acceder a lo que los intelectuales y gobernantes consideraban válido, mientras que las formas populares o de “bajo nivel” seguían siendo marginadas.

2. Cultura y Privilegio: El Enfoque Exclusivo de la Cultura y sus Efectos

El concepto de cultura, como campo simbólico, no solo ha estado marcado por la lucha por la accesibilidad, sino también por la creación de distinciones sociales a través del gusto cultural. Según Pierre Bourdieu, en su obra La distinción: Criterio y bases sociales del gusto (1984) el gusto limita nuestras preferencias, nuestras actitudes, ideas, acciones, pero, ¿qué es lo que limita y da forma a nuestro gusto?

«El gusto es la capacidad de hacer diferencias entre lo salado y lo dulce, lo moderno y lo antiguo, lo románico y lo gótico, o entre diferentes pintores, o entre diferentes maneras de un mismo pintor, y, en segunda instancia, de probar y enunciar preferencias»

(Bourdieu, 2010, pág. 32).

Para Bourdieu el gusto no es una cuestión de preferencias individuales, sino que está profundamente condicionado por las estructuras sociales y económicas. Este forma parte del habitus.

El concepto de habitus, propuesto por Pierre Bourdieu, describe cómo nuestras preferencias, ideas y actitudes hacia las cosas están determinadas por las condiciones sociales en las que crecemos. El habitus es un sistema de disposiciones adquiridas a través de nuestras experiencias y que nos guía en cómo interactuamos con el mundo. Este sistema también clasifica y organiza las prácticas cotidianas, como nuestros gustos en música, arte o comida, según nuestra posición social.

En este sentido, el habitus actúa como un filtro que estructura nuestro comportamiento y preferencias, basándose en los recursos que tenemos disponibles, particularmente el capital cultural y capital económico.

Las clases sociales se definen, en parte, por el tipo de capital que poseen sus miembros y cómo este influye en su habitus. El habitus de una clase alta, por ejemplo, está muy relacionado con la apreciación de las «bellas artes», la «cultura legítima». Por su parte, la pequeña burguersía ( quizás ahora los denominaríamos clase media-alta) está caracterizada por la voluntad cultural. En ellos existe una distancia entre el conocimiento y el reconocimiento. El pequeño burgués, dice Bourdieu, venera la cultura dominante, pero no participa directamente en ella. Como resultado,consume versiones más accesibles o «baratas» de la cultura dominante, como el jazz en lugar de la ópera o la divulgación científica en lugar de la ciencia académica.

Por otro lado, el habitus de clase obrera está marcado por una relación más pragmática con la cultura, centrada en lo útil y lo necesario. Aunque el acceso a recursos materiales pueda aumentar, las prácticas culturales permanecen ancladas en lo funcional y lo tradicional. Es decir, se trata de la «necesidad hecha virtud».

A su vez, a través de su concepto de capital cultural, Bourdieu argumenta que las clases sociales utilizan la cultura como una herramienta de distinción y poder simbólico, para marcar su diferencia frente a las clases populares.

«Los juegos de artistas y estetas y sus luchas por el monopolio de la legitimidad artística son menos inocentes de lo que parecen; no existe ninguna lucha relacionada con el arte que no tenga también por apuesta la imposición de un arte de vivir, es decir, la transmutación de una manera arbitraria de vivir en la manera legítima de existir que arroja a la arbitrariedad cualquier otra manera de vívir.»

(Bourdieu, La distinción, p. 54)

Bourdieu explica cómo existe una división simbólica en la que lo que se considera buen gusto está vinculado al estatus social. Las instituciones culturales, como museos, universidades y teatros, desempeñan un papel clave en esta exclusión simbólica, ya que legitiman y difunden los gustos de las élites como universales y, por tanto, superiores a las formas de cultura más populares (Bourdieu, 1984).

Este fenómeno no solo se limita a la cultura institucionalizada, sino que también se extiende a las formas de cultura popular. Según Raymond Williams en Culture and Society (1958), la cultura ha sido históricamente un campo de batalla ideológico, en el que las formas culturales dominantes, representadas por las élites, se presentan como universales y objetivas, mientras que las expresiones culturales de las clases trabajadoras se relegan a un segundo plano. Así, la cultura, en lugar de ser un espacio inclusivo, se convierte en un instrumento de exclusión y perpetuación de las desigualdades sociales.

3. El Lenguaje como Barrera: Exclusionismo Intelectual

Uno de los aspectos más evidentes de la exclusión cultural radica en el lenguaje utilizado en los círculos intelectuales y académicos. El uso de un lenguaje técnico y especializado no solo actúa como una barrera para aquellos que no tienen acceso a la educación de élite, sino que también perpetúa una distinción entre los «iniciados» y los «no iniciados». De este modo, el lenguaje mismo se convierte en un instrumento de desigualdad social, y es crucial analizar las prácticas discursivas desde una perspectiva crítica.

Todo campo del conocimiento necesita su propio lenguaje, sus conceptos y significados para sostenerse. Sin embargo, lo que ocurre con frecuencia es que, en lugar de buscar claridad, se opta por enrevesar innecesariamente el lenguaje que los describe. Este exceso de complejidad no solo parece una forma de reafirmarse y diferenciarse, sino también una manera de ocultar inseguridades o el temor a ser percibido como inferior. Al final, lo que se logra es una explicación tan distante que pierde su propósito y se acerca más a lo ridículo que a lo esclarecedor.

Siguiendo la línea de Mitologías de Barthes, podemos ver cómo el lenguaje especializado se convierte en una suerte de «mitología moderna», un sistema de signos cargados de simbolismos que pretenden transmitir una apariencia de erudición y autoridad. Al igual que Barthes describe cómo los mitos de la cultura popular enmascaran las relaciones de poder (como en la publicidad o el cine), el lenguaje pedante oculta las verdaderas intenciones de quien lo usa, más que esclarecer el significado. De este modo, la complejización del lenguaje no solo se asocia a una falsa erudición, sino que también genera una jerarquía intelectual donde el «común» queda relegado y el «elevado» se erige como superior, sin más justificación que su complejidad.

Barthes sostiene que el mito cultural, entendido como una narrativa que se presenta como «natural», es en realidad una construcción ideológica creada para consolidar el poder de las élites y marginalizar otras formas de conocimiento (Barthes, 1957). De manera similar, el lenguaje técnico funciona como un mito moderno, naturalizando la distancia entre los que tienen acceso al conocimiento y los que no.

En un sentido similar, Terry Eagleton, en Teoría Literaria (1983), critica cómo el lenguaje especializado en los estudios literarios y culturales tiende a alienar a las personas que no tienen acceso a una formación académica en estos campos. Eagleton argumenta que el uso de un lenguaje complicado no es solo el resultado de las dinámicas académicas, sino una herramienta deliberada de exclusión, que establece una barrera entre los expertos y el público general.

Por su parte, en Política y el Lenguaje (1946), George Orwell también denuncia el uso del lenguaje complejo como una herramienta de manipulación política. Según Orwell, el lenguaje complicado y vacío no solo es difícil de entender, sino que desvía la atención de los problemas fundamentales, ayudando a que las ideologías dominantes se mantengan en el poder. Esta crítica se extiende al ámbito cultural, donde el uso de un lenguaje inaccesible refuerza la exclusión, haciendo que solo quienes poseen el capital cultural adecuado puedan acceder a los discursos y prácticas legítimas.

4. La Cultura de Masas y las Redes Sociales: Nuevas Formas de Inclusión y Exclusión Cultural

La llegada de las redes sociales ha transformado radicalmente el acceso a la cultura, democratizando la producción y distribución cultural en formas que eran impensables en el pasado. A través de plataformas como X, Instagram y TikTok, las personas pueden compartir sus propias expresiones culturales, crear y consumir memes, y participar en conversaciones culturales de manera inmediata y global. Los memes se han convertido en una de las formas más visibles de cultura popular en las redes sociales, y su circulación ha permitido que una variedad de referencias culturales sean accesibles para una audiencia masiva.

Sin embargo, como señala Bourdieu en su análisis sobre la distinción cultural a pesar de sus potenciales democratizadores, las redes sociales no son inmunes a las dinámicas de poder cultural. La forma en que el capital cultural se distribuye y circula en estas plataformas sigue siendo profundamente desigual, ya que la cultura «legítima» sigue siendo determinada por las mismas industrias que dominan el ámbito cultural tradicional.

5. Propuestas y Soluciones: Hacia una Cultura Más Equitativa

El reto para democratizar la cultura radica en encontrar una forma de acceso más equitativa que no se limite a abrir los espacios culturales físicos, sino que también replantee las estructuras simbólicas que excluyen ciertas formas de expresión. No basta que los museos sean gratuitos y las escuelas se propongan transmitir a cada nueva generación la cultura heredada. Sólo accederán a ese capital artístico o científico quienes cuenten con los medios, económicos y simbólicos, para hacerlo suyo.
Comprender ciertos textos filosóficos, percibir boleros y fugas o maravillarse ante un cuadro de Magritte, requiere poseer los códigos, el entrenamiento
intelectual y sensible, necesarios para descifrarlos.

Según Antonio Gramsci en sus Cuadernos de la cárcel (1975), las hegemonías culturales son construcciones que mantienen el poder de las élites, y para lograr una cultura verdaderamente democrática, es necesario desafiar estas hegemonías y crear un espacio en el que todas las formas culturales sean reconocidas y valoradas.

En sus «Cuadernos de la cárcel», Gramsci define la hegemonía como la capacidad de definir lo que es “normal” o “natural” en la sociedad. Según este concepto, las clases dominantes logran imponer su visión del mundo mediante el consenso cultural, más que a través de la imposición violenta o directa. El control cultural permite a las élites crear una «cultura común» que todos, incluso las clases subalternas, aceptan como propia, sin cuestionarla, por considerarla como la única posible.

Este control cultural, al ser más sutil y arraigado en las estructuras sociales, es mucho más difícil de desafiar que el dominio puramente económico o político.

Un ejemplo clave en la obra de Gramsci es el análisis del concepto de “sentido común”, el cual se refiere a la visión compartida de la realidad que las personas tienen en su vida diaria.

«El sentido común es un concepto equívoco, contradictorio, multiforme. Un producto y un devenir histórico por lo que no existe una única versión de él. Definido como una expresión de la concepción mitológica del mundo (que) no sabe establecer los nexos de causa a efecto su rasgo más fundamental es el de ser una concepción disgregada, incoherente, conforme a la posición social y cultural de las multitudes»

Gramsci, Pág. 126

Para Gramsci, cualquier intento de democratizar la cultura debe ir más allá del simple acceso a las formas artísticas canónicas. Se trata de cuestionar las estructuras de poder que dictan lo que se considera arte, cultura o conocimiento. En este sentido, la democratización de la cultura no debería significar simplemente que más personas accedan a los productos culturales de las élites, sino que también se amplíen las voces y las representaciones de las clases subalternas.

El acceso a la cultura debe ser acompañado de una transformación profunda en la forma en que entendemos la cultura misma, promoviendo una cultura inclusiva, plural y diversa que no reproduzca las desigualdades existentes.

  • Este artículo se lo dedico especialmente a Elisa y a Patri, quienes me hacen replantearme, repensarme y cuestionarme constantemente desde la ternura y los afectos.

Referencias:

  • Bourdieu, P. (1984). La distinción: Criterio y bases sociales del gusto.
  • Barthes, R. (1957). Mitologías.
  • Orwell, G. (1946). Política y el lenguaje inglés.
  • Freire, P. (1970). Pedagogía del oprimido.
  • Williams, R. (1958). Culture and Society.
  • Eagleton, T. (1983). Teoría Literaria.
  • Gramsci, A. (1975). Cuadernos de la cárcel.
  • Bakhtin, M. (1984). Teoría del acto dialogal.

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