Crónicas Travesti

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Lentejuelas, purpurina, maquillaje, voz turquesa que recorre los suburbios y en zarcillos prosaicos exclama: «hablo por mi diferencia». No eres periodista, al menos no al uso, al menos no como ellos quieren, escribes como cantas y bailas y lloras y ríes y tu memoria accede a lo marginal, tu memoria habita lo marginal y por eso accede y por eso escribe como si llorase y por eso llora con humor en textos-serenata, crónicas-poema, historias de cabaret, liturgias que ya comienzan a torcerse: 

el padre de familia se trasviste

              el niño marisombra se rebela. 

Hay una urgencia en tus palabras por contar los testimonios de aquellos a los que el pinochetismo arrancó la voz. Los niños del Zanjón de la Aguada bañados en alquitrán y basura, ese barrio olvidado, al borde del río donde mariposeabas desde pequeño, con tus alitas rotas y tu mamá pistola, entre delincuentes y mafiosos. O tal vez los personajes de la noche santiaguina que, cuando se dejaban ver durante la mañana, eran objeto de burlas: «ahí va la loca del Pino» y presagiaban la desgracia de colores, imágenes de lo que la política del terror arrojaba debajo de las piedras y a la noche, pero que sin embargo, estaba ahí, junto a la gente, porque ellos también eran parte de algo que se moría. ¿Recuerdas a Gastón? el bailarín, recluido en un campo de concentración. Ante las burlas, el humor alegre, la pluma barroca, o como escribes en la crónica Pisagua en puntas de pie: «a veces las minorías elaboraban otras formas de desacato usando como arma la aparente superficialidad». Algo parecido sucedía con la loca seropositiva de Los diamantes son eternos (frívolas, cadavéricas y ambulantes). Deambulaba por el gueto gay montadísima en su lenguaje diciendo: «nunca seré vieja, como las estrellas. Me recordarán siempre joven» o «este mismo minuto, yo soy más feliz porque no habrá otro» o ante tu pregunta sobre el posible descubrimiento de una cura, su respuesta: «me muero igual, porque de aquí a que llegue a Latinoamérica, y a qué precio…¿Te imaginas lo que va a costar? Como siempre se salvan las ricas primero».

El futuro de Chile se deshizo en promesas neoliberales y todos fueron parte del mismo lamento, del mismo barrio donde mujeres, hombres, niños y niñas, chulos y locas aturquesadas hacían su cotidianidad. La inocencia resbalaba como el agua tibia en cuerpos también tibios y la infancia era una ficción y en su lugar una podredumbre con la que los niños sostenían sus escombros. «La ciudad los hizo esclavos de su prostíbula pobreza» escribes en Los duendes de la noche, ese retrato de cómo la escasez hacía surgir otras formas de supervivencia, un capital erótico forzado del que se aprovechan algunos transeúntes. Y el negocio de la droga, un mecanismo de los poderosos para enriquecerse y escapar al otro lado –Miami– dejando a sus camellos en la faena social de ser pobres y estar solos y ser jóvenes y muy influenciables. Y es que como cantas al final de Noches de raso blanco (o ese chico tan duro): «solo nieva en el barrio alto, y cuando caen unos copos en la periferia, matan pajaritos».

No dejo de pensar en ese contexto cafiolo en el que te criaste y de ese amor de colegio que aún recuerdas, yo sé que aún recuerdas, aún habiéndote marchado hace tiempo. En algún paraíso torcido recuerdas ese amor y a ese chico que cantaba: «pues la ciudad sin ti…está solitaria». Y juntos protegisteis el mural de la Ramona Parra, de noche en el liceo, por si alguien se atrevía a destruirlo, algún fascista. Tu mirada de pipiolo fresa contemplaba los matices y detalles que tu compañero dejaba entrever, o era tu conciencia quizás, inventando las canciones, el contacto, los susurros que estremecían tu cuerpo. A esa edad tenías un propósito, más allá de tus responsabilidades, un rocambolesco pensar 

¿Qué hay dentro de mí que hacia ti se inclina de manera que no entiendo? 

Más tarde escribirías: «entonces no fumaba, ni piteaba, ni tomaba, ni jalaba, solo amaba con la furia apasionada de los dieciséis». Y vino el golpe y nunca más supisteis el uno del otro, y los rumores te llegaron; torturado, desaparecido, pero la música nunca dejó de sonar: «mas la ciudad sin ti…mi corazón sin ti…». 

Pasaron los años y la noche santiaguina se te antojaba, y había violencia pero aún eras muy joven. Eras joven como yo y por eso se te antojaba, eras joven como cualquiera pero muchos no podían entenderlo, veían en ti y en otros una amenaza: travestis telúricas. Erais jóvenes y por eso, a pesar de la represión, la tristeza adquiría otras tonalidades. El azul no era tan hondo, la noche no era un precipicio del que no pudieseis salir. New waves, contracultura, olor a pachulí, poesía beatnik, sombras azules tornándose malvas en su soberbio declive, mucho rock y mucho pop, mujeres dionisiacas, maricas dionisiacos, reductos en la entelequia, delirios submarinos postdictatoriales en el Bar 777. ¿Recuerdas a la Janet? Guardiana de aquel antro donde los chicos y las chicas hacíais malabares y cuando estallaba Troya al grito de «maricones de mierda» os protegía como una madre protege a sus retoños, con una violencia báquica nacida de lo más profundo de la convicción, enseñando sus colmillos de tigresa, sus garras de pantera. «Locas» os decían aquellos pipiolos de ladrillo, como a las mujeres, para estigmatizaros, para imponer esa dictadura del macho-volcán, del macho-atalaya, siendo ellos, algunos, en la oscuridad, mariquitas cohibidas. 

¿Acaso hay en su memoria una amnesia capaz de encerrarlos en lo que no son y hacer de lo que son un motivo de cólera hacia sus compañeros? 

Es despiadado entender que lo gay, en ocasiones, como cantas en Loco afán, se suma al poder, no lo confronta, propone la categoría homosexual como regresión al género. Ese homonacionalismo burgués del «yo me lo permito» del «no soy como ellos», jerarquías hipócritas del conservadurismo o la clase social. 

Pedro, yo sé que ahora las cosas han cambiado mucho, y que vivo en España, pero tengo la imagen de aquella noche, hace tres veranos, cuando un chico de fuera vino a visitarme y pasamos la noche juntos en el barrio madrileño de las locas. Recuerdo estar junto a una chica, toda hada, algo decrépita por algo que más tarde me dijo o tal vez comprendí pero, recuerdo pensar en lo bien que me sentía junto a ella, las cosas que me contaba, su interés por hacerme sentir cómodo, y entonces mi compañero todo repugnado me dijo al verme: «no se como te puedes acercar a esa gente» y yo no entendí Pedro, yo me callé porque él era tan guapo, dos años mayor y tan guapo. He pensado mucho en esto y en cómo los chicos cuando son ricos y guapos pueden ser tan hirientes. Nosotras, da igual donde y cuando, deberíamos sostenernos las unas a las otras con el cuerpo, sin importar qué vida hemos construido con lo mucho, o en caso de esta chica, con lo poco, con lo escaso, con lo insuficiente, con lo que yo no hubiera tenido ni para empezar. 

Pero tú bien sabes que son en esas familias de ensueño con principios arraigados en la herencia y el estatus, donde al caer las sombras, cuando nadie mira, cuando todos duermen, asoman secretos, que de saberse, harían temblar a toda una genealogía. Era el caso de Don Raúl, padre y abuelo, viudo ya desde hacía años, jubilado tras una carrera exitosa en la diplomacia, hombre conservador, espejo de tantos jóvenes por ese honesto y solemne caminar. Cuentas en Un departamento en el cuarto piso como, durante el fin de semana, la casa de Don Raúl se llenaba de nietos con sus padres, todos arquitectos y abogados, y la algarabía infantil lo ocupaba todo y el abuelo era el gran protagonista. Más tarde, al caer la noche, la familia se marchaba dejándolo con una soledad difícil, una soledad que estaba muy relacionada con la emancipación de una parte de la conciencia, que a través de la adrenalina disociaba el miedo y destapaba escenarios insólitos, pero tal vez más reales, más auténticos que toda esa parafernalia hipócrita que había hecho de su vida: 

«Recortado en la ventana por la luz amarillenta de una lámpara, se le ve hurgueteando en el ropero, y después, en el último cajón de la cómoda, se le distingue sacando ropas que ordena a los pies de la cama: un par de medias de malla negra que despliega en el aire con el crujido del nylon, una enagua de encaje rojo que a la luz de la ampolleta enciende la palidez de su cara, un vestido de fiesta de lentejuelas desvaídas que chispean en la penumbra de la pieza. A través del ventanal se le ve encorvado buscando los tacoagujas que encuentra y luego contempla con emoción, al igual que la peluca rubia y crespa que peina con lenta delicadeza».  

Pienso en cuantos como Don Raúl tuvieron que arrancarse lo que eran para conservar todo aquello que les había sido dado –la vida y los valores– y a lo que se aferraban con el sabor agridulce de la contradicción. Pedro, leo y releo tu crónica y pienso en Don Raúl y en la locura de tener que guardar un secreto tan grande para siempre y sentir en la garganta el plomo insoportable, ya no de la mentira, sino de la espontaneidad con la que la mente desea y a través de ese deseo ficciona y a través de esa ficción se desangra. Porque en todos hay lugares imposibles, hay pasiones, en todos hay un pequeño acantilado por el que un día y otro y otro y otro miraremos y sentiremos tristeza pero, de ahí a callarnos, a cosernos la boca, a encerrarnos en una jaula invisible con toda clase de animales, hay un camino abisal que solo quien lo habita llega a comprender. 

En Los mil nombres de María Camaleón hablas de como el «zoológico gay» se encuentra siempre en el intersticio de la identidad y como hay una poética milagrosa que desfigura toda imposición. Tú la llamas «La poética del sobrenombre gay» aunque yo prefiero hablar de lo queer, algo que a través del léxico elegido suene mucho más indeterminado, andrógino, abierto a incorporar otras sensibilidades. Todas llevamos una fantasía por dentro y aquí una lista de los nombres que más me han seducido, inspirados en el folclore y la música: 

  • La Faraona 
  • La Carmen Sevilla
  • La Ilusión Marina
  • La Compra Almas
  • La Tacones Lejanos 
  • La Fácil de Amar
  • La Si Me LLaman Voy
  • La María Sarcoma
  • La Nomeolvides
  • La Sida On The Rock 

Estas crónicas son un pequeño muestrario de la disidencia chilena, pero hay muchas otras que podrían haber ilustrado la rebeldía de la performance queer, la inocencia coming of age, los enigmas que hay detrás de todo ese inmovilismo moral, la tristeza suburbana o el ocaso del barrio. Tu voz turquesa, con todo ese abalorio, transita las esquinas, las cloacas de una generación y una cultura, que a veces aún incomoda, que a veces aún se deprecia por narrativas verticales. Tu voz que habla de lo oblicuo, lo que se dobla, lo que se expande, y suenan estas crónicas como poemas sonoros en donde el gesto se vuelve texto y en donde las protagonistas, por fin, son las locas, las fáciles, las viejas, las tristes, las diminutas, las cuerpo-escombro. 

Pedro, el periodismo de ahora es diferente, muchos dirían que tú no haces periodismo, que lo tuyo es literatura u otra cosa, con tus excesos de adjetivos y tus frases interminables. Y no puedo dejar de sentirme abandonado en un contexto donde no te pueda tener de referente y decir: estas crónicas son un fiel retrato de la contracultura chilena que se vio sometida por la promesa del neoliberalismo y la dictadura, que vio morir a las locas en campos de concentración y en la calle, y que aún hoy conserva las cicatrices de un país que prefirió el silencio al escándalo. Tus palabras son la memoria de todas ellas. 

Obras citadas:

Lemebel, Pedro. (2022). Poco hombre. Las afueras

Lemebel, Pedro. (2008). Serenata cafiola. Seix Barral.

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