Arthur Rubinstein: intención en el sonido

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Rodrigo Belío

Nuestra amistad nació hace tres años de mano de la música clásica. En una dinámica simbiótica, Rodrigo alimenta gustosamente mis tendencias de aprendizaje y me brinda su saber. Así él, un futuro concertista, ha desarrollado una especie de acompañante con el que debatir y comentar aspectos técnicos sin necesidad de recurrir a personas de su gremio, y, al mismo tiempo, yo adquiero un conocimiento exquisito de primera mano que sería dificilísimo de asimilar de manera autodidacta. Con este artículo pretendemos abrir una pequeña ventana a una parte de nuestra relación para compartir un poco de la música que ambienta nuestro tiempo juntos.

Habiendo visto una grabación de Arthur Rubinstein en la que tocaba el Cuarto concierto para piano de Beethoven, ambos quedamos atónitos y rápidamente decidimos escribir este artículo. Yo, desde el comienzo, siempre había defendido las interpretaciones de Rubinstein, en especial las de Chopin, haciendo honor a sus raíces, pues tenían un cierto cariz canónico: él era capaz de hacer sonar el piano romántico sin afectación, fiel al texto. Rodrigo, sin embargo, prefiere recurrir a interpretaciones del compositor en las que se utilicen fortepianos (pianos de época) debido a su vocación historicista; pero con este concierto el maestro consiguió cautivarlo. He aquí el tema a tratar en esta ocasión: expondremos la figura de Rubinstein y daremos un par de pinceladas sobre Beethoven y la pieza mencionada.

Su vida

Arthur Rubinstein nació el 28 de enero de 1886 en Lodz, Polonia, y comenzó a tocar el piano a la edad de tres años. Poco después fue llevado a Berlín, donde tuvo la oportunidad de tocar frente a Joseph Joachim, ilustre violinista que descansa en el salón de la fama del instrumento, y quien mostró interés en su talento y supervisó su formación musical. Recibió algunas clases de Paderewski y debutó en Estados Unidos en 1906. Las críticas de la época señalaron que necesitaba madurar, algo que el propio Rubinstein reconoció más adelante en sus memorias: «Debo confesar que yo pensaba lo mismo».

En una entrevista Rubinstein habló de su juventud con sinceridad: «Era perezoso. Tenía talento, pero había muchas cosas en la vida más importantes que practicar: buena comida, buenos cigarros, grandes vinos, mujeres…». También recordaba cómo su estilo era recibido de forma diferente según el público, ya que en el sur de Europa se apreciaba su temperamento, en Rusia no tenía problemas con un público ya acostumbrado a las notas equivocadas y, sin embargo, en Inglaterra y Estados Unidos, la gente, al haber pagado su entrada, sintiéndose en derecho de escuchar cada una de las notas, se veía estafada.

Para aportar alguna noción de lo increíble de su talento innato y de cómo afectó a su vida personal, Harold C. Schonberg describió así sus aptitudes:

Un pianista natural con la mano de un pianista natural (palmas amplias, dedos anchos y chatos, un meñique casi tan largo como el dedo medio y una extensión poderosa que le permitía abarcar una duodécima: de do a sol). Memorizaba casi al instante y practicaba muy poco. Cuando tenía que tocar un recital, echaba una mirada rápida a la música. «No podía sentarme ocho o diez horas diarias al piano».

Harold C. Schonberg en Los grandes pianistas


A comienzos de la década de 1930 Rubinstein reflexionó profundamente sobre su carrera: «¿Se iba a decir de mí que pude haber sido un gran pianista? ¿Era ese el legado que iba a dejar a mi esposa y a mis hijos?». Esa introspección le hizo cambiar y marcó el inicio de su famosa serie de grabaciones —muchas de ellas han llegado a nosotros a través de los servicios de streaming—. Estas no solo abarcarían casi toda la obra de Chopin, sino también piezas importantes de Beethoven, Schumann, Liszt, Brahms y los impresionistas.

Rubinstein al piano

Por odiosas que sean, las comparaciones nos permiten entender mejor conceptos que sin el formato binomial, tan humano como el respirar, serían imposibles de ilustrar. Por ello, no es extemporáneo introducir el panorama pianístico del siglo pasado presentando a otra figura esencial, una verdadera superestrella de la que Rodrigo es también admirador, Vladimir Horowitz. El ruso y Rubinstein formaron una pareja de ideales paralelos que se manifestaban con divergencia en el teclado. Juntos mantuvieron la bandera del romanticismo bien alta y llenaron las salas de conciertos ofreciendo las más altas demostraciones de capacidad técnica y carisma a las que un solista puede aspirar —tan solo el violín de Heifetz con su virtuosismo rayano en lo divino podía compararse—.

Aquella pareja de apóstoles estaba compuesta de un integrante turbulento, inestable en lo personal, que poseía la mejor técnica y la mayor fuerza: Horowitz; y otro estable y de cierto modo infalible en todos los aspectos, una encarnación de armonía y perfección musical: este segundo integrante era nuestro protagonista. Mientras que los conciertos del primero eran diabólicos y agitaban al público, enloquecido, a los de Rubinstein llegaban con la esperanza de encontrarse ante una presencia cordial y gozar de un baño de sonido cálido. Su invariable solidez le permitía algunas temporadas dar más de doscientos conciertos al año; era extrovertido, amaba al público y amaba tocar el piano. Nunca un auditorio ha presenciado una elegancia comparable a la del maestro en su vejez, que con setenta años ofreció una maratón de diez conciertos en el Carnegie Hall.

Si algo he de resaltar de Arthur Rubinstein es la calidad de su fraseo, lo prodigioso de su tacto. Domina la sencillez. Es una noción musical básica que en todo momento aparentemente sencillo de una pieza concurre una dificultad extrínseca a la técnica, y no por ello menos importante: la comprensión musical, la sensibilidad. Rubinstein comprende cada sección y cada frase, su sonido siempre es intencionado; logra una coherencia perpetua entre lo que dejamos de oír y lo que vamos a escuchar. El pianista se mide en el decadente sonido, en el silencio. Su control del repertorio es superlativo.

Llegado a este punto el lector puede haber quizá haberse imaginado una figura enaltecida llena de sentimentalismo. Rubinstein difiere de esa imagen y lo expresa en una entrevista:

En mi siguiente recital [alrededor de 1902] incluí a Chopin y le presenté con nobleza, esperaba sin sentimentalismo (¡sentimiento sí!), sin afectación, sin la zambullida de cisne en el teclado con la que de costumbre los pianistas anunciaban al público que iban a escuchar música de Chopin.

Arthur Rubinstein en una entrevista

Él aspiraba a una franqueza y una claridad emocional; C. Schonberg lo retrata a la perfección: «su interpretación de Chopin se desplegaba con suavidad, poesía y aristocracia, y sobre todo con ardor […] siempre irrumpía una jovialidad».

El concierto

A modo de introducción, un concierto para piano y orquesta es la forma en mayor escala del repertorio pianístico. Son obras con generalmente tres movimientos y de larga extensión, y acostumbran a representar grandes hitos de dificultad técnica y virtuosismo. El cuarto concierto para piano y orquesta en sol mayor de Beethoven, opus 58, fue compuesto entre 1805 y 1806 y estrenado en público el 22 de diciembre de 1808. Obra maestra igualmente querida por intérpretes como por el público supone, junto al quinto concierto en mi bemol mayor llamado Emperador, la máxima contribución del compositor a dicho género musical.

Prestándonos también, para amenizar el proceso y no descuidar el aspecto literario, de la hermosa descripción de una sonata de Beethoven que Benito Pérez Galdós realiza en La desheredada (1881), pintaremos un colorido fresco del Cuarto concierto para piano del compositor y de su interpretación para que puedan seguirla con más riqueza de matices en caso de escucharla.

Y diciendo esto, levantose de la caja del piano próximo un murmullo vivo, que pronto fue un lamento, expresión de iracundas pasiones. Era la elegía de los dolores humanos, que a veces, por misterioso capricho de estilo, usa el lenguaje del sarcasmo. Luego las expresiones festivas se trocaban en los acentos más patéticos que pudiera echar de sí la voz misma de la desesperación. Una sola idea, tan sencilla como desgarradora, aparecía entre el vértigo de mil ideas secundarias, y se perdía luego en la más caprichosa variedad de diseños que puede concebir la fantasía, para reaparecer al instante transformada. Si en el tono menor estaba aquella idea vestida de tinieblas, ahora en el mayor se presentaba bañada en luz resplandeciente. El día sucedía a la noche y la claridad a las sombras en aquella expresión del sentimiento por el órgano musical, tanto más intenso cuanto más vago.

Benito Pérez Galdós en el noveno capítulo de ‘La desheredada‘

El comienzo de esta obra, de noble sencillez, es inusual por introducir directamente un solo de piano sin mediación de la orquesta, preludiada por el instrumento con sencillos acordes que acaban por descansar en la dominante. Al primer movimiento, allegro moderato, quizá el más completo musicalmente —algo relativamente común en gran parte de las obras—, le sigue un andante con moto, que el musicólogo Adolf Bernhard Marx plasmó de la siguiente manera: «Orfeo amansando a las Furias a las puertas del Hades». Si uno aprecia con detalle este movimiento, puede escuchar al piano respondiendo a una orquesta enfurecida con los acordes más sosegados y la melodías más cuidadosas. El rondó vivace con que se cierra de la obra, sumamente rítmico, sirve de potente contraste al segundo.

Estrofa amorosa, impregnada de candor pastoril, aparecía luego, y después el festivo rondó, erizado de dificultades, con extravagancias de juglar y esfuerzos de gimnasta. Enmascarándose festivamente, agitaba cascabeles.

(idem)

La de Rubinstein, interpretada el 7 de diciembre de 1967, es ampliamente considerada como una de las más brillantes y resonantes grabaciones de este concierto. Aúna en prodigioso conjunto calidez, la elevada compresión musical de un maestro consumado, virtuosismo y humanidad. El pianista dota cómo han sabido pocos de una sensibilidad profundamente lírica al concierto con meridiano sentido poético, ya desde de su íncipit con el tema sereno y contemplativo al piano solo. El toque cantabile, la calidez y la milagrosa expresividad en el fraseo son emocionantes. Reina asimismo, y ello es muy característico de Rubinstein, un perfecto equilibrio entre lo pasional y lo puramente estructural en la música. El segundo movimiento es de una intensidad controlada, a un tiempo sin incurrir en excesos dramáticos y sin perder ni un adarme de tensión. Su virtuosismo, de elegancia inconfundible, es intachable desde la primera nota hasta el mismo término de la obra. 

¡Cómo se reía entonces Beethoven! Su alegría era como la de Mephisto disfrazado de estudiante. Luego entonaba graciosa serenata, compuesta de lágrimas de cocodrilo y arrullos de paloma… Dejó de oírse la voz inefable del piano, y Beethoven, con su mundo de sentimientos y de formas, desapareció en el silencio como una viva luz tragada por las tinieblas.

(idem)

Al lector comprometido que ha llegado a este punto querríamos agradecer su atención y tiempo. El enlace para poder disfrutar del concierto de la mano de Arthur Rubinstein queda en la bibliografía; tampoco puedo dejar de recomendar que consulten su bellísima Berceuse de Chopin, una obra bañada de fama en la esfera musical que aún no ha gozado de un éxito tan pronunciado entre el público general. Y, además, para todo aquel que desee realizar aquella «zambullida de cisne» en la música clásica, les facilito también aquí el enlace a la playlist de Spotify que Rodrigo y yo hemos ido elaborando desde que nos conocimos. Contiene una mezcolanza de obras esenciales de la historia de la música y de las piezas que nos han ido acompañando en nuestra cotidianidad, tanto en charlas distendidas como en conciertos exquisitos.

Bibliografía

Adorno, T. W. (2019). Música (Rolf Tiedemann, G. Adorno, S. Buck-Morss, & K. Schultz, Eds.). Ediciones Akal.

Beethoven, L. van. (1808). Concierto para piano n.º 4 en sol mayor, Op. 58.

Jander, O. (2009). Beethoven’s “Orpheus“ Concerto: the Fourth Piano Concerto in its Cultural Context. Pendragon Press.

Rubinstein, A., & Doráti, A. (1967). Concierto para piano n.º 4 en sol mayor, Op. 58. London Philharmonic Orchestra. (https://www.youtube.com/watch?v=e7DJMtEu4_4).

Schonberg, H. C. (1990). Los grandes pianistas. Javier Vergara.

Pérez Galdós, B. (2000). La desheredada (Gullón, Ed.). Cátedra.

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