Quisiera poder contarte y que me entendieras

Published by

on

Imagine una vida perfecta, un espacio ordenado, una casa en donde una familia se reúne los domingos a comer. Imagine que es usted el que, como fruto de habitar otros lugares propios del crecer de cualquier joven, como espejo del reír, bailar, cantar, leer, llorar, besar, derrama el estofado o la sopa de marisco en la alfombra de la casa, aquella alfombra aguamarina que su padre heredó del suyo y respondía al acervo material de una cultura o un linaje estático, tal vez, una familia cuya herencia había sido en lo genético, como parte de algo a lo que no podían renunciar. 

Y contemplan la mancha de sopa, pseudoimpresionista, arruinando ese turquesa, y el rostro de horror de su padre y el rostro de horror de su madre y el rostro de horror de su hermana y el rostro de horror de su abuelo, que en paz descanse. Sus miradas siempre fueron las raíces de un sistema agarrotado en el espacio al que decían pertenecer.

¿Cómo mirar aquello que de tantas formas habíamos considerado de otros, producto del pecado o el desorden? 

¿Cómo entender que la mancha a la que mirábamos con horror no estaba allí sino, a consecuencia del prejuicio y, más allá de la tristeza de una madre? 

Ismael recuerda cómo fue un domingo, en plena comida familiar, en la casa de su abuela, cuando dijo que era VIH positivo. A sus 24 años, con un futuro prometedor como abogado, al igual que su padre, algo se había interpuesto entre él y la promesa que a los chicos como él se les hacía implícitamente y por nacer en una familia con recursos donde, aunque no todo le había sido dado, una gran parte de su privilegio residía en la conciencia de un futuro en donde nunca le faltaría nada y siempre sería incluido como parte de un todo burgués, civilizado. Así fue para sus padres y así debía ser para él. 

Aún en 2009, pese al progreso científico y el éxito de los tratamientos antirretrovirales, el prejuicio y el estigma continuaban latentes en la sociedad. La profunda asociación del cuerpo seropositivo con la mancha, lo sucio, el riesgo, las drogas, el sexo, la calle, seguía generando sistemas simbólicos alentadores de discursos discriminatorios en donde el binomio dentro-fuera quedaba reforzado por lo que autores como Foucault han denominado «sociedad disciplinaria» en donde la mancha, más allá de sus connotaciones médicas, articulaba una imagen de lo diferente y por lo tanto, una exclusión de los cuerpos, generando un problema de enunciación social. En este sentido, polución y serología se identificaban bajo una estructura discursiva en donde cuerpo contagiado (contaminado) era al mismo tiempo un cuerpo profanado. En comparación con otras enfermedades de riesgo esto producía una posibilidad de internalización del estigma. 

Así lo ve Gustavo Pecoraro en el II Encuentro Literario sobre VIH en Madrid:

«El VIH sigue siendo un virus donde paralelamente se piensa en la procedencia, la sexualidad, la identidad, criminalizando a colectivos vulnerables. Esto con el cáncer o el ELA es muy diferente, prevalece una simpatía. Aún hay millones de personas en el mundo que tienen que callar y esconder que tienen VIH, o que están muy solas ante el virus».

En relación con esto último, el investigador Sergio Sabogal Alvis, del Departamento de enfermedades infecciosas del Hospital Clínico San Carlos explica lo siguiente:

«A pesar de las campañas de concienciación social, por ejemplo, las de la Organización Mundial de la Salud (OMS) o la Campaña Mundial del Sida en 2003 ‘vive y deja vivir’, o posteriormente las de ONUSIDA ‘indetectable = intransmisible’, hay ciertos sectores de la población a los que aún no se ha conseguido llegar del todo. Hablamos de personas más conservadoras que tienen una visión sesgada». 

Imagine que tras saber que porta el virus tiene que someterse a un tratamiento, entonces su familia se distancia. Imagine que es el día que comienza el tratamiento, tiene cita con el doctor y, aunque más de uno podría, nadie quiere acompañarlo, todos ponen una excusa que reviste su vergüenza. Imagine que llega a la sala de espera, se sienta en las butacas del pasillo y cuando mira al frente todo lo que hasta ahora conocía, todo lo que hasta hora le era familiar, lo simple y cotidiano; la brisa de principios del otoño, la luz anaranjada de las nubes que, tras una lluvia muy copiosa, enciende la mañana, la forma en que su cuerpo permanece, le resulta dolorosamente extraño. Todo a su alrededor acentúa la ausencia de aquello que había tenido y cuya pérdida se manifiesta; la certeza de que daba igual lo que ocurriese, su familia siempre le estaría esperando, al otro lado. 

Ismael recuerda cómo esta vez fue muy distinto, el VIH era una amenaza para la moral, irrumpía en el sistema de valores ¿Qué pensarían de ellos si de repente se sabía que su hijo era un «maricón sidoso»? Se había cargado su futuro y por lo tanto el de la familia. 

Una breve panorámica de la situación del VIH en el mundo y en España nos muestra cómo, tras la pandemia en los ochenta, el avance de la biología molecular y celular fue un punto de inflexión en el discurso sobre VIH. La aparición de los primeros tratamientos antirretrovirales, que poco a poco disminuirían sus efectos secundarios y la cantidad de fármacos, volviéndose cada vez más efectivos, no solo contendrían una de las crisis de salud pública más urgentes, sino que por primera vez se desplazaría esa tanática asociación transformando el activismo sobre VIH y Sida en la contemporaneidad, dando paso a problemas estructurales relacionados con el estigma y la discriminación. 

A pesar del progreso social en materia de derechos, la percepción social y personal sobre el VIH ha estado determinada por elementos socioculturales en donde religión, tradicionalismo y constructos sobre lo masculino han contribuido a la reproducción de estigmatizaciones más pronunciadas. En Historia de la sexualidad, Foucault, explica cómo las sociedades conservadoras y sus gobiernos han articulado una serie de discursos configuradores de auténticas «necropolíticas». El informe de 2015 de la clínica legal de la Universidad de Alcalá de Henares registra no solo casos de violencia laboral y de acceso a determinados servicios como seguros de vida o préstamos bancarios, sino también un fuerte rechazo hacia las personas seropositivas como parte de la cotidianidad de otros. Estos sucesos se prolongan en el tiempo hasta la actualidad, como indica el Documento sobre datos empíricos de Onusida realizado en 2020 con el objetivo de concienciar a los gobiernos para la creación de programas políticos que protejan la integridad de las personas con VIH.  

«La violencia siempre estuvo ahí», cuenta Ismael mediante los recuerdos de su juventud. «Algunos la vivieron en el trabajo o ante las instituciones, otros como yo, en sus hogares. El problema no era España, ya en el 2009 la conciencia colectiva era algo distinta, sin embargo, mi familia y muchas otras, aún participaban de esa tradición tan rígida que no solo había configurado imaginarios específicos, sino formas de habitar el mundo muy concretas». 

Las palabras de Ismael acceden a una parte de sí mismo, y de su historia, donde el dolor busca respuestas. 

 ¿Cómo alcanzar el horizonte de aquel cuyo lenguaje no entendemos? 

¿Con qué autoridad un padre arroja sobre el hijo la mirada cruel?

¿Acaso el hijo es un espejo donde el padre se refleja y discute todo lo que en su neurosis compromete la virtud de la familia? 

De esto habla Alana S. Portero, en su autobiografía literaria La mala costumbre: «El tiempo con los hombres de la familia me enfriaba por dentro y me mantenía en tensión. Los hombres no se hacían hombres, se instruían en la masculinidad, e incluso entre los más buenos, pobre el que fallase en la práctica de la misma». 

Ahí estaba el padre, todo fuerte y listo y rico y hombre, y ahí estaba su heredero, el semental frustrado, el caballo sin coraje, estampado mariquita en su bucólico declive, dividiendo a la familia, tan barroco desde niño ya y ahora, con el corazón de plomo, portador de un mal a consecuencia del pecado o de la fiesta o el deseo en un suburbio de travestis y maricas, chicos-psicodelia, chicos-abalorio, bacantes dionisiacas, esotérica sexualidad, colibrí de pluma fácil, tan aturquesado en su capricho homo, su capricho de guirnaldas fucsias, buscando a su dios entre la multitud. 

Pero lo cierto es que podríamos haber sido cualquiera, la contingencia podría habernos puesto ahí donde Ismael estaba, en una casa, con sus amigos, cantando Britney Spears junto a otros chicos cuando conoció a alguien y se gustaron. 

Imagine que este finde ha quedado con amigos. Se levanta temprano, pasea a su perro, vuelve a casa, se ducha, come junto a sus padres, mira un rato aquella serie que tan enganchado lo tiene, se queda traspuesto en el sofá, ya levantado su amiga lo llama y pregunta: «¿A qué hora nos vemos?», se viste, se arregla, sale de casa, coge el metro, saluda con dulzura a su amiga Marta que siempre es tan puntual, esperan al resto entre risas mientras José, Sara, Alberto, Lucas y Óscar llegan y todos juntos van a la casa de Loreto, que les ha invitado a su fiesta. Una vez allí, con la alegría propia de un joven, con la conciencia de que aún le queda mucha noche para disfrutar, saluda, ríe, bebe, pone música, se piensa infinito y tal vez algunos dirían que es eso, la razón de su desgracia pero, ¿quién no ha sentido la desmesura de la belleza juvenil cuando el mundo se detiene un viernes o sábado permitiendo a las chicas y chicos descansar de la usanza diaria que es en el fondo verse perdido, estresado, indefenso ante la llegada de la edad adulta que amenaza con llevarse algo de ellos? 

Después del diagnóstico y de aquella confesión familiar, Ismael interiorizó sentimientos de culpa, que sobre la concepción del VIH como una enfermedad a la que tenía que enfrentarse, y a través de la cual la sociedad se enfrentaba a él, lo sumieron en una profunda tristeza. El estigma de sus familiares, como parte de la imaginación cultural dominante, perpetró una serie de microviolencias que se tradujeron en una atmósfera de incomodidad en donde la cuestión del VIH no solo se volvió un tema tabú sino que propició el distanciamiento de horizontes poniendo por delante el orgullo herido y la vergüenza.

«El cuerpo no es un campo de batalla. Los enfermos no son inevitables bajas, ni el enemigo. Nosotros, la sociedad, no estamos autorizados para defendernos de cualquier manera que se nos ocurra» escribe Susan Sontag en su ensayo La enfermedad y sus metáforas

Las metáforas sociales asociadas al VIH y Sida generaron un cisma familiar a través del cual las heridas de unos y de otros hablaban, pero no podían escucharse. Sus sentidos, nublados por el dolor del derrumbe de la realidad, hicieron de los cuerpos escombros de algo que un día estuvo muy unido. Todo lo que habían levantado como familia empezaba a tambalearse. Los padres de Ismael tenían un conflicto muy grande, pero él estaba muy herido.

«No hay nada más siniestro en la historia de mi sexualidad que esa relación entre el amor y la violencia, entre el placer y el pecado, entre el virus y el deseo» cuenta Paul B. Preciado en su ensayo Dysphoria Mundi. «El virus penetraba las células. El padre gritaba». 

¿Cómo salvar la distancia cuando el lenguaje anuncia una imposibilidad de entendimiento? 

¿Cómo mirar hacia aquellos cuyas facciones revelan la decepción? 

¿Cómo aguantar el peso de la compañía, los espacios comunes, la cotidianidad, cuando el aire está viciado por el camino de la conciencia que todo lo vuelve impenetrable? 

El lenguaje se volvió un misterio inaccesible y la familia un abismo en donde lo desconocido se manifestaba. Para comprender, su familia, debía renunciar a la metáfora que habían hecho de sí mismos, como discípulos de una tradición. 

Una parte de ellos intentaba cuestionar esas ideas tan arraigadas, sin embargo, la otra aún permanecía estática, inmóvil, como si la voz de sus antepasados retumbara en sus cabezas. Había estigma y había orgullo, pero también crecía la incertidumbre y toda su conciencia se llenaba de preguntas y terrores sobre los obstáculos que ahora en adelante debería enfrentar Ismael. 

«No estoy contigo porque estoy en guerra con todo salvo contigo» escribe el poeta Ocean Vuong. 

La familia vivía un duelo que les alejaba los unos de los otros y más allá del virus o el estigma apareció un dolor que estaba muy relacionado con la falta de cariño o la pérdida de una ternura que siempre había estado ahí. 

Ahora más que nunca debían recordar, hacer por recordar aquello que en origen los unía. No la tradición o los valores, sino el espacio que les había sido dado, lo infundido en la sensibilidad, lo que sentían los unos por los otros o lo que eran en correspondencia. Detenerse y preguntarse ¿Qué prevalece? Cuando todo era incertidumbre y asistían a la desmitificación de su utopía y de repente un distancia ensanchando el vacío. 

«No se que hubiera hecho sin mi hermana, ella fue la primera en ablandarse y comprender y no fue hasta mucho más tarde, meses, incluso años, que algo en mis padres cambió. Creo que fue gracias a ella que entendieron que yo seguía siendo el mismo, que igual había cosas diferentes en nosotros, pero yo seguía ahí, todo podía ser como antes».   

Ha pasado mucho tiempo desde que Ismael dijo por primera vez que era seropositivo. Desde la distancia puede acceder a ese sufrimiento aislado, producto de la imaginación social. Durante años, sintió que su voz estaba hecha del silencio que el ruido de su condición había ocasionado en su familia. Entiende que salir de lo que somos conlleva un camino muy largo que solo se recorre con paciencia. Sus palabras ponen mucho énfasis en la importancia del afecto. Más allá de la tristeza, habita una ternura capaz de transformar lo oscuro y suplir el hueco, una ternura que poco a poco suaviza lo rígido, lo estático, lo amargo, lo áspero, lo que no se puede comprender o aquello que parecía imposible, una ternura que es una fuerza, o como escribe la poeta Berta García Faet: «En una palabra ahora existen tres cosas, la fe, la esperanza y el amor, pero la más grande de todas es el amor». 

Obras citadas:

Foucault, M. (2024). Historia de la sexualidad. Siglo XXI. 

Sontag, S. (2008). La enfermedad y sus metáforas. Debolsillo

B. Preciado, P. (2022). Dysphoria Mundi. Anagrama.

S. Portero, Alana. (2023). La mala costumbre. Seix Barral. 

Vuong, O. (2020). En la tierra somos fugazmente grandiosos. Anagrama. 
García Faet, B. (2015). La edad de merecer. La bella Varsovia.

Deja un comentario