“Mi comandante. ¿Es cierto que yo fallecí en combate? Yo… no puedo creer que cayera en combate»

El lugar es bien sombrío: un túnel en el que retumban lacónicamente unos ladridos. Desde la luz mortecina del alba, un hombre se aproxima a esa oscuridad donde parece aguardarle la bestia. Se trata, pronto lo sabremos, del último comandante vivo de lo que antaño fue un pelotón militar. Ya ha cruzado el pasadizo escoltado por el demoníaco perro que allí le esperaba, y ha reparado en que el pecho del animal está atestado de explosivos castrenses. Ha llegado al final e, incrédulo, el comandante se vuelve para examinar el túnel que acaba de recorrer. Y casi al encuentro de su mirada acude un enjambre espectral de soldados: son todos cuantos murieron bajo su comando. Convocados por la culpa y la propia conciencia mortal del hombre, van a su encuentro evocando un signo al par militar que fúnebre.
Esta es la melancólica estampa que el azar de las noches legó a Kurosawa para devenir cuento filmado en su postrera Sueños, acaso la más hermosa de sus películas por cuanto, sin pretenderlo, evoca de las propias técnicas y medios con los que el tiempo ha moldeado al cine.
Acordes mortuorios
Griffith no podía ver una cuna sin pensar en una tumba. Es un rasgo de Intolerancia que no por solemne es menos común en todo el cine del pretérito (a menudo injustamente calificado como “primitivo” por cierto sector de la historiografía): se nos remite a la muerte incluso cuando se busca expresar (al menos en primer término) otras situaciones o conceptos. Huelga decir que esto no se le escapaba ni siquiera a los más fundamentalistas entre los teóricos y académicos del cine. Ya proclamaba Bazin que el cine era un arte funerario dada su capacidad de embalsamar el tiempo, y ni siquiera estaba pensando en Griffith en concreto sino en el propio alcance del medio.

Históricamente, el consenso analítico ha venido a decir, no sin cierto deje poético que sin duda resulta muy sugerente, que al dar encarnación a unos personajes y objetivizarlos en la pantalla, el cine poco menos que los saca de la penumbra y la abstracción, o dicho de otro modo: los revive. Sin desmerecer esta idea, hoy creo que le es pertinente un matiz: el cine, especialmente el de los orígenes, se aparece más como ruina, cenotafio o tumba ¿pues qué es un monumento funerario -en su gran variedad histórica- sino una manera de fingir que la vida se prolonga más allá de la muerte? Porque solo el hecho de que este haya sido un propósito común en el cine explica sus cíclicas mutaciones vitales, por cierto, vehiculadas en generaciones de realizadores que aún con toda su disparidad, nunca han dejado de pensar de manera más o menos romántica sobre la idea del propio final del medio.
“Me encuentro rodeado por demasiados muertos a los que amé y, tras la desaparición de Françoise Dorleac, tomé la decisión de no asistir a ningún entierro, algo que, si se piensa bien, no impide que la tristeza continúe ahí oscureciéndolo todo durante un tiempo y sin llegar a difuminarse nunca por completo, ni siquiera con los años, porque no vivimos solamente con los vivos, sino con los que han contado con nuestra vida.”
–François Truffaut (1970)
Ruinas de la memoria
Al haber nacido el cine en el oasis de su propia interrogación, no hubo conciencia de que crecía al unísono con los grandes horrores bélicos de occidente hasta Rossellini. Cuando él comienza a filmar, aún se produce el Holocausto. Y será poco después cuando los fantasmas de Henry James y James Joyce y sus dones epifánicos calen en los cineastas para inscribir en su mirada sobre el horror una serie de signos panteístas.

Los títulos de crédito de La chambre verte están compuestos por imágenes documentales de lo que se conoció como La Gran Guerra. Mientras desfilan, al menos cuatro veces sobre ellas se superpone la imagen barbuda, vestida de soldado y con la mirada entre alucinada y perdida del que luego sabemos será el protagonista de la película: Julienne Davenne, periodista que once años después de terminada la tragedia trabaja en una pequeñla gacetilla de provincias para la que compone necrológicas que despiertan la atención de sus compañeros: nunca repite una expresión de una a otra, son todas radicalmente individualizadas. La visión que clausura los títulos de crédito no es otra que la de los cadáveres anónimos que se apilan en una trinchera con el nombre del director de la película: François Truffaut. De esta manera se nos emplaza a considerar la relación entre lo individual y lo colectivo, entre los muertos singulares y la muerte masiva e innominada de tantas y tantas personas. Sobre las acciones del film que se sitúan en 1929 (once años después de las masacres que asolaron Europa en 1914 y 1918) gravitará la imagen de la muerte generalizada que el conflicto bélico amontonó incansablemente a los pies del ángel de la historia. También los títulos de crédito nos informarán de que el material manejado por Truffaut proviene de varios relatos de Henry James, sobre todo de The Altar of the Dead. De todo esto se extrae la idea matriz que regía inequívocamente todo el cine de Truffaut y que el propio cineasta apostilla en sus conversaciones con Hitchcock en El cine según Hitchcock: “La puesta en escena es un ejercicio de fidelidad a los muertos”.
El cine hace patente las ruinas de la memoria, evidencia que la muerte acecha en cualquier lugar y que su anuncio es continuo y directo. Es una máquina de pensamientos fúnebres.

“Se quedó inmóvil en el zaguán sombrío, tratando de captar la canción que captaba aquella mujer. Había misterio y gracia en su pose, como si fuera ella el símbolo de algo. Se preguntó de qué podía ser un símbolo una mujer de pie en una escalera oyendo una melodía lejana. Si fuera pintor la pintaría en esa misma posición. El sombrero de fieltro azul destacaría el bronce de su pelo recortado en la sombra y los fragmentos de su traje podrían ser las partes claras de relieve. “Lejana melodía” llamaría él al cuadro, si fuese pintor.”
–James Joyce (Los Muertos)
Quizás John Huston podría denominar al citado cuadro, más sencillamente, Los Muertos, homologando al título del relato de Joyce que él mismo adaptó en 1987. La última escena de la película (por cierto, base de La habitación de al lado, último estreno de Pedro Almodóvar hasta la fecha) confirma los acordes mortuorios que poco a poco irán inundando el cine de entonces. Gretta confesará a su marido que el impacto emocional derivado de escuchar “The lass of Aughrim” se debe al hecho de ser esta la canción que, siendo poco más que una adolescente, marcó su separación de Michael Furey, su anterior pareja. Para Gabriel supone una revelación. En el dolor de su mujer reconoce no solo haber compartido su vida con una extraña sino, sobre todo, la existencia de un amor verdaderamente intenso en el interior de ella, sentimiento que él jamás ha reconocido. ¿Y si en este afán por prolongar la vida más allá de su fin, el cine también nos reservase secretos igual de Gretta, para mantener siempre su seducción en la extrañeza, su brillantez en la (no) correspondencia?

“Cae la nieve. Cae sobre ese solitario cementerio en el que Michael Furey yace enterrado. Cae lánguidamente en todo el universo y lánguidamente cae como en el descenso de su último final, sobre todos los vivos y sobre todos los muertos.”
–James Joyce (Los muertos)
Definitivamente surcado por los pensamientos fúnebres suscitados por la revelación de la historia oculta de su mujer, Gabriel Conroy es conducido a reconocer que el mundo (y también el cine que trata de contenerlo de manera tan ingenua, parcial y difusa), son, aunque finjamos ignorarlo, un vasto y poblado cementerio que la nieve cubre inexorablemente. ¿Cómo no pensar ante las últimas imágenes del film de Huston en un mundo definitivamente vacío y que condenado a un eterno vagar por el espacio? Claude Lévi-Strauss ha sintetizado esta idea en las páginas finales de sus Tristes tópicos:
“El mundo comenzó sin el hombre y terminará sin él. Ni la psicología, ni la metafísica, ni el arte pueden servirme de refugio; mitos pasibles en el interior de un nuevo tipo de sociología que algún día nacerá y que no será más benevolente que la que conocemos. El yo no es digno solo del odio: no hay distancia entre un nosotros y un nada.”
La nieve que desciende desde las nubes es todo lo que permanece de ese extraño accidente que llamamos vida. Y el cine será uno más (¿el más inconsciente?) de sus testigos. Tal vez serán nuestros tantasmas los que le visiten intempestivamente, como a Kurosawa, a través del sueño. Porque quien porte nuestra imagen, cualquier imagen, porta el recuerdo de algo que ha muerto o morirá.

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