Ovidio y Virgilio nos cuentan en sus obras cómo el hijo de Apolo perdió dos veces al amor de su vida
«El canto que tú enseñas no es ni ansia
ni demanda de algo que se alcance.
Canto es ser. Para el dios, algo sencillo.»
Los sonetos a Orfeo – Rainer Maria Rilke
Según el canon mitológico, Orfeo sería el hijo de Apolo, el Dios de las artes, y de Calíope, la musa de la poesía. De esa unión era de esperar que naciera un ser innatamente talentoso para el arte y la lírica. Su canto y el modo en el que tocaba su lira eran capaces de calmar a las fieras y los hombres y mujeres se reunían para deleitarse con su placentero arrullo. Por su parte, según algunas fuentes, Eurídice era una ninfa de los árboles, aunque Ovidio nunca destaca su procedencia en las Metamorfosis. La belleza de Eurídice era incomparable, tanto como la música de Orfeo y, así, ambos quedaron prendados mutuamente y decidieron casarse. En el libro IV de las Geórgicas, Virgilio nos cuenta que la ninfa salió airosa de un intento de rapto por parte de Aristeo, Dios menor y guardián de las abejas. Sin embargo, al escapar de su perseguidor, terminó pisando una víbora venenosa, «una enorme serpiente que habitaba las orillas», que le causó la muerte.
Orfeo, fiel enamorado, se deshacía en dolores y llantos por la muerte de su esposa. Cantaba en la noche a la orilla del lago, pero ya no eran canciones hermosas y alegres, sino tristes melodías del duelo. Día y noche quedaba petrificado, alzando la voz para clamar en contra de su mala suerte. El hijo de Apolo decidió no darse por vencido y bajar, como hizo la mortal Psique, al Averno, reino de Hades y Perséfone. La canción de Orfeo fue capaz de hacer dormir a Cerbero, el perro guardián de los infiernos. Dice Virgilio que, al llegar a los valles del hogar de la muerte:
«Entonces las tenues sombras, conmovidas por su canto, y los fantasmas
de los seres privados de luz venían de las hondas moradas del Erebo,
tan numerosas como los miles de aves que se esconden en el follaje»
Llegó más tarde al encuentro con los soberanos de ese reino, Hades y Perséfone, para tratar de convencerles con su canto de que aquello debía ser un error, no podía haber llegado el tiempo para que Eurídice muriera, todavía era pronto. Orfeo se dirigió al rey como hombre que también había vivido bajo el influjo de Eros y no paró hasta conseguir la unión con su amada. Él era un enamorado desesperado, un noble amante al que la realidad había torturado. Nos cuenta Ovidio que así fueron sus ruegos:
«Oh divinidades del mundo puesto bajo el cosmos,
al que volvemos a caer cuanto mortal somos creados,
[…] Causa de mi camino es mi esposa, en la cual, pisada,
su veneno derramó una víbora y le arrebató sus crecientes años.
Poder soportarlo quise y no negaré que lo he intentado:
me venció Amor. En la altísima orilla el dios este bien conocido es.
Si lo es también aquí lo dudo, pero también aquí, aun así, auguro que lo es
y si no es mentida la fama de tu antiguo rapto,
a vosotros también os unió Amor. Por estos lugares yo, llenos de temor,
por el Caos este ingente y los silencios del vasto reino,
os imploro, de Eurídice detened sus apresurados hados».
Orfeo sabía que ese es el lugar al que todos tendremos que dirigirnos, pero no era capaz de soportar que su esposa hubiera llegado antes de tiempo y, por lo tanto, les exige que la devuelvan, que no era procedente llevársela así. Incluso, osado les dice que no se irá de allí sin ella, que, de ser preciso, sería un squatter en el infierno, un okupa del averno. «Y si los hados niega la venia por mi esposa, decidido he que no querré volver tampoco yo. De la muerte de los dos gozaos» sostiene ante los Dioses.

Ninguna de las criaturas que habitaban esas tierras, ni siquiera Perséfone y Hades, pudieron evitar que las lágrimas se derramasen sobre sus mejillas. Las súplicas de Orfeo fueron tan encendidas y conmovedoras que consiguieron ganarse el favor de los soberanos de las profundidades. Su deseo fue concedido. Eurídice podría regresar al mundo de los vivos, pero había una condición: «no gire atrás sus ojos hasta que los valles haya dejado del Averno, o defraudados sus dones han de ser.» Para que volviera a la vida, la ninfa debía caminar todo el camino de vuelta detrás de su amado, confiando en que este no se diera la vuelta para mirarla, en cuyo caso caería a los infiernos por segunda vez.
En las Metamorfosis de Ovidio:
«giró el amante sus ojos, y en seguida ella se volvió a bajar de nuevo,
y ella, sus brazos tendiendo y por ser sostenida y sostenerse contendiendo,
nada, sino las que cedían, la infeliz agarró auras.
Y ya por segunda vez muriendo no hubo, de su esposo,
de qué quejarse, pues de qué se quejara, sino de haber sido amada,»
En las Geórgicas de Virgilio:
«Detúvose y, olvidando ¡ay!, la ley, y vencido en su corazón,
dirigió la mirada hacia su Eurídice, casi alcanzada la luz.
En ese instante todo su esfuerzo se deshizo, y el pacto establecido
con el cruel tirano se quebró y por tres veces escuchóse un estruendo
en los pantanos del Averno.»
Se giró. Orfeo fue poseído por la incertidumbre, por el no saber, por la falta de fe y miró hacia atrás. Una segunda muerte se cernió sobre Eurídice. Claro que Platón afirmaba que no se trataba de la ninfa sino de un espejismo alumbrado por los Dioses, pero nunca se saldrá de dudas. No se podrá porque el intérprete de la lira no cumplió con su promesa. Con un simple gesto, apenas la torsión de la cabeza, ni siquiera del cuerpo, Orfeo se condenó a sí mismo y a su amor con él. «El pesar y el dolor del ánimo y lágrimas sus alimentos fueron.» dice Ovidio. Nunca más pudo verla, nunca más escuchar su voz o llegar a tocarla. Lo único que se llevó de su visita al Averno fue la tristeza, la melancolía y la culpa, jamás a Eurídice. Y aún Virgilio le permite a la joven unas últimas palabras en las que muestra el testimonio de su amor y la crudeza de su destino:
«¿Quién, Orfeo, nos perdió a mí,
infeliz, y a ti? ¿Qué demencia tan grande? He aquí que los crueles Hados
me llaman atrás otra vez, y el sueño cierra mis anegados ojos.
Y ahora, ¡adiós! Una ingente noche me rodea y me lleva,
y yo, ¡oh dolor!, ya no tuya, tiendo hacia ti mis impotentes manos.»
«Cuentan que él, al pie de un elevado peñasco, a las orillas del deshabitado Estrimón, lloró por siete meses enteros y contó sus desgracias bajo las frías cavernas» sigue narrando Virgilio. Nunca más encontró el amor, aunque muchas ninfas se le ofrecieron. Nunca dejó de cantar a la pérdida de Eurídice y los animales y árboles se acercaban a él para escucharle. Las bacantes, enfurecidas ante el rechazo del apuesto joven, lo apedrearon, asesinaron y despedazaron su cuerpo. Su cabeza y lira fueron lanzadas al río Hebro y se dice en las Geórgicas que por sí sola la voz y su fría lengua gritaban: «“¡Eurídice!” “¡Ah desventurada Eurídice!”, llamaba todavía con alma. Las orillas a lo largo de todo el río repetían: “¡Eurídice!”». Ese es el final de la historia de Orfeo y Eurídice, la historia de cómo el joven perdió al amor de su vida dos veces.
Aún a día de hoy, nuestros dioses, que podrían ser circunscritos a dos únicas categorías – la realidad y el otro -, siguen decretando y condicionando nuestras vidas. El mandato del Dios-Progreso, del Dios-commonsense, es mirar hacia adelante, perpetuamente avanzando, aun sin conocer nuestro destino, en el incierto camino del «será». Quién sabe si Eurídice es la infancia, el amor, la amistad, la posibilidad… Mirar hacia atrás no está permitido, es imprudente, quizás y por suerte porque, tanto como la ninfa, el Averno se encuentra en esa dirección; las bestias, la melancolía, Cerbero, el mal, se parapetan tras lo que queremos recuperar y, a diferencia de Orfeo, deberíamos confiar y mantener la vista al frente, de lo contrario nos arriesgamos a perderlo, quién sabrá.
Bibliografía mencionada:
Los sonetos a Orfeo – Rainer Maria Rilke
Metamorfosis – Ovidio
Geórgicas – Virgilio

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