„Georg Heym: Der nicht den Weg weiß“, «Georg Heym: aquel que no conoce el camino», así encabezaba uno de sus diarios la figura destacada de la década expresionista que trataremos en este artículo
De una manera muy parecida comenzaba hace unos cuatro años la primera entrada de mi diario; quizás por ello siento la obligación de resaltar este pequeño escrito biográfico que no tiene especial relevancia. Sin embargo, para aquella persona que sufre sin ser capaz de ver un final o un remedio a la situación son palabras realmente reveladoras. Georg Heym (1887-1912) fue un poeta alemán nacido en Monciervo, actual Polonia. Con trece años, se trasladó a Berlín y fue vagando de escuela en escuela sin encontrar su lugar; allí empezaron el rechazo a su familia de la clase media guillermina que pretendía introducirle en el camino social alquitranado y, a modo de evasión y protesta, su incipiente producción literaria. Se doctoró en derecho por la Universidad de Berlín y trabajó en un par de puestos de oficina, pero fue ignorado por los editores hasta 1910, año en el que se une a Der Neue Group (El Nuevo Club) de Berlín y su obra empieza a publicarse; todas las fuentes la encajan dentro del Expresionismo, cuyos años de máxima madurez y plenitud fueron entre 1910 y 1915. Entre los máximos exponentes de esta corriente podemos encontrar al propio Georg Heym, a Georg Trakl, a Johannes R. Becher, a Gottfried Benn o a Ernst Stadler. Todos ellos se unían y publicaban en revistas colectivas como era habitual durante la etapa de las vanguardias; grupos como Die Brücke (El puente), fundado en 1905 en Dresde, o Der blaue Reiter (El jinete azul), fundado en Múnich en 1911 y al que pertenecieron Vasili Kandinski y Paul Klee, fueron el origen del expresionismo como movimiento. Este se caracterizó según Kurt Pinthus en El ocaso de la humanidad por producir una poesía que es toda ella «erupción, explosión e intensidad».
Los dionisíacos versos de este poeta me llevan inevitablemente a pensar en mis lecturas pasadas de Rimbaud, que enhechiza a sus lectores con una embriaguez vital inolvidable; Heym reconocía la influencia de ese gran siglo que le precedía, románticos como Novalis, Hölderlin, Keats o Poe, y los grandes simbolistas como Baudelaire, Verlaine o el propio Rimbaud dejaron su impronta en él. La predilección por mantener unas estrofas clásicas, rara avis entre sus contemporáneos que tienden a optar por el verso libre —pienso en Stadler y Trakl sobre todo, aquellos que tengo manidos—, y el decadentismo que inunda cada una de ellas nos transportan a un tiempo pasado y permiten que sus poemas urbanísticos o bélicos tengan un cariz profético. Su obra lírica nos habla de la gran ciudad, de un Berlín discordante que le produce escepticismo, del fin del mundo como lo conocemos, de premoniciones de una guerra inminente que no llegó a vivir (La guerra), de ajusticiamientos (Robespierre o Louis Capet), de leyendas suicidas (Ofelia), de fealdad, de putrefacción, de enfermedad y de muerte. Desafortunadamente, al fallecer en un trágico accidente patinando en un lago berlinés congelado a los veintitrés años, apenas pudo publicar más que un poemario titulado El día eterno y un puñado de obras de teatro, la mayoría inacabadas y poco célebres. Parte de su producción poética inédita fue recogida en el volumen Umbra Vitae y otra parte fue publicada más tarde en una antología de 1922 bajo el bonito apéndice Himmel Trauerspiel: Gedichte aus dem Nachlaß (El drama celestial: poemas del legado). Relacionando un artículo anterior, Heym se considera a sí mismo un poeta visual cargado de, permítanme la referencia a Keats, capacidad negativa. En sus propias palabras:
«Pese a todos los ataques que aún tengo que soportar, soy ahora mucho más feliz que años atrás. Ello se debe a que he aprendido a mirar sin desear, simplemente a observar […]. Naturalmente esto no es la coronación, pero sí es el fundamento».
Extracto del diario de Georg Heym«Pintar es muy difícil. Y componer versos es inmensamente fácil, si se tiene óptica».
Georg Heym en una carta a John Wolfsohn acerca de Van Gogh.
No obstante, he aquí el giro expresionista, Heym no resiste la tentación de imprimir a esta visión una valoración subjetiva, casi siempre negativa. Son poemas que nunca alcanzarán una divinidad mayor: no son verdaderos portadores de la verdad estética o humana. Pero, sin embargo, producen una respuesta profundamente visceral y son capaces de convertirse gracias a ello en un vehículo del Zeitgeist, visiones, en su acepción más bíblica, de la realidad subjetivada de la época —léase Berlín IV o El dios de la ciudad si se desea entender propiamente lo explicado—. Podría pasarme horas escribiendo sobre cómo la gran ciudad es la antesala del infierno y sobre cómo los organismos que forman parte de ella están todos cargados de un poder demoníaco que destruirá nuestra estirpe y Heym, paciente, me daría cientos de versos para ilustrarlo, pero el artículo metamorfosearía en algo iracundo y miserable, no sería agradable.
«Creo que mi importancia radica en que he sabido ver que hay poca sucesión. Casi todo está en un plano. Todo es yuxtaposición».
Extracto del diario de Georg Heym
El poema elegido pertenece al susodicho apéndice; llegó a la fama en España gracias a la traducción que hizo en 1971 Ernst-Edmund Keil y a la labor editorial y traductológica de Jenaro Talens para la colección de poesía Hontanar, que luego se reeditó por Hiperión (la única a la que he podido acceder). Al no formar parte de El día eterno o Umbra Vitae, dudo que lo incluyan las ediciones que ha traducido y editado Montserrat Armas, la responsable en la actualidad de que la obra del poeta vaya a sobrevivir en el mundo editorial español al menos una década más, para Trotta y Galaxia Gutenberg. Me habría encantado consultar esos dos volúmenes que seguro son exquisitos, es una lástima que sean costosos y difíciles de encontrar. El alemán original del poema no utiliza un vocabulario especialmente elevado ni conserva un metro exacto, pero siempre rima segundo y cuarto verso en cada estrofa. Heym es un excelente sonetista —no piensen que le adulaba anteriormente de manera errónea—, pero he decidido traducir este poema para concederme a mí mismo un poco más de libertad, darle cierta cadencia más personal con una rima suficiente que permita al poema sonar natural. No pretendo destripar esta vez nada sobre el contenido del mismo, ya que lo considero claro y destruiría la intimidad que cada uno de ustedes puedan llegar a desarrollar con él. Tengan una dulce lectura.
Letzte Wache | Última vigilia |
| Wie dunkel sind deine Schläfen Und deine Hände so schwer, Bist du schon weit von dannen Und hörst mich nicht mehr? Unter dem flackenden Lichte Bist du so traurig und alt, Und deine Lippen sind grausam In ewiger Starre gekrallt. Morgen schon ist hier das Schweigen, Und vielleicht in der Luft Noch das Rascheln von Kränzen Und ein verwesender Duft. Aber die Nächte werden Leerer nun, Jahr um Jahr, Hier, wo dein Haupt lag und leise Immer dein Atem war. | Qué oscuras son tus sienes, qué pesadas tus manos, ¿tan lejos estás de allí que ya no me puedes oír? Bajo la luz titilante estás tan triste y ajada, y tus labios son crueles apretados en eterna rigidez. El silencio estará ya aquí mañana, y quizá esté en el aire todavía el crujir de las coronas y la podredumbre del aroma. Pero las noches serán más vacías, año tras año, aquí, donde yacía tu cabeza y quedo fue siempre tu aliento. |

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