La mecanización de la violencia y la muerte a través de la obra cumbre de Erich Maria Remarque
«¡Levantaos, muertos de Verdún!”, clama el veterano desquiciado que protagoniza la película y el cual repite sus llamamientos en alemán e inglés: “¡Vuestros sacrificios fueron en vano!»
Susan Sontag
“No cambiaría nada de lo que me pasó a mí, pero no puedo decir si la guerra valió la pena o no”, dice Oscar Olguin, veterano de la guerra de Irak durante una entrevista en marzo de 2023 con la cadena Al-Jazeera. “¿Vale la pena alguna vez? En una pelea, nadie realmente gana”. Uno de los muchos soldados que resultaron heridos y quedaron afectados de por vida valora con esta lúgubre ambivalencia la invasión de Irak en 2003, de la que se han cumplido ya veintiún años.
A lo largo del año 2002, 181.510 ciudadanos americanos se alistaron, prestándose al servicio militar activo de inmediato, y más de setenta y dos mil hicieron lo propio como reservistas. Esta avalancha de incorporaciones al ejército tuvo como única razón que el 11 de septiembre de 2001 se produjo lo que después fue reconocido como una auténtica hecatombe para el mundo occidental: los ataques terroristas que derribaron las Torres Gemelas en Nueva York. Los días posteriores al visionado de aquellas imágenes que casi parecían sacadas de un sueño fueron una mezcla de terror, dolor punzante por las víctimas inocentes y absoluta confusión, los ingredientes perfectos para que se produjese un movimiento político-social de patriotismo exacerbado, unido bajo un único eslogan: “Nunca más”.
Uno de los símbolos del país más poderoso del mundo había quedado calcinado hasta los cimientos, y la respuesta no sería otra que la regeneración a través de la violencia. Nunca más volverían a producirse semejantes atrocidades en suelo americano, pues su inconmensurable poder militar se aseguraría de atajar de raíz el origen del terrorismo islámico, invadiendo un país sin más pretexto que una débil (y conveniente) sospecha de que dicho país ansiaba destruir la hegemonía occidental con armas de destrucción masiva.
Se calcula que aproximadamente medio millón de personas murieron a raíz del conflicto que ocasionó la invasión americana de Irak. Medio millón de muertos es un número imposible de conceptuar para la mente humana, y sin embargo los arquitectos de este conflicto eran perfectamente conscientes de los riesgos que suponía iniciarlo, no sólo para los combatientes, sino para toda persona que viviera allí y se viera afectada por él. Los civiles masacrados, los crímenes de guerra o los millares de refugiados eran, por tanto, un precio que estaban dispuestos a pagar, especialmente sabiendo que no sería su propia sangre la derramada.
Convencer a una mayoría de ciudadanos de que la respuesta adecuada era una invasión requiere no sólo una frágil excusa a nivel internacional, sino también remover los sentimientos reaccionarios de venganza, odio ciego y rechazo colectivo a un grupo humano. En esencia, uno debe servirse de la propaganda.
Nadie es inmune a la propaganda
La propaganda apocalíptica que podía desprenderse de la retórica furiosa y desesperada de los políticos y periodistas americanos inmediatamente después de los acontecimientos del 11-S no fue, ni mucho menos, la primera vez que se arengó a las masas en contra de un supuesto “enemigo común”. Avivar el sentimiento patriótico e incitar a la violencia extrema contra el enemigo (que bien podría denominarse “el Otro”, pues es despojado de cualquier característica remotamente humana) es una pieza clave para asegurar el respaldo popular de una guerra.
La obra de Remarque, que narra las terribles experiencias del joven soldado alemán Paul Baümer en el frente occidental de la Primera Guerra Mundial, describe con devastadora sencillez el proceso que tantas veces ha resultado efectivo para atraer a millares de jóvenes a la línea de fuego. El entrenamiento militar previo a la acción y la desensibilización que lo acompaña es, en realidad, el segundo paso en un procedimiento que ya se ha iniciado mucho antes, que toma forma en el ámbito en el que los jóvenes han crecido, en los lugares seguros, en el colegio, en casa. Ejercer la violencia más extrema sobre un desconocido solo es posible cuando ese desconocido ha sido desfigurado en la mente del futuro soldado hasta el punto de que no se ve en él a un igual, o siquiera a una persona, sino algo que eliminar por el bien común.
Uno tras otro, los muchachos a medio camino entre la infancia y una adultez torpe cambian su vida anterior, cualquiera que sea, por la de recluta, en nombre de algo superior, de una patria, de un deber divino, de un káiser al que obedecer, de una familia a la que mantener a salvo del enemigo que ataca, quien a su vez cree estar haciendo precisamente lo mismo.
Los cuatro tenemos diecinueve años, los cuatro hemos salido de la misma clase para ir a la guerra (…) En la clase de gimnasia, Kantorek no paró de soltarnos discursos hasta que la clase entera, bajo su mando, fuimos a la Comandancia del distrito para alistarnos. Aún le veo ante mí, preguntándonos con los ojos relampagueantes tras los cristales de las gafas y la voz conmovida:
-Iréis, ¿verdad, compañeros?
De hecho, uno de nosotros dudaba y no quería alistarse (…). Pero luego se dejó convencer; no podía hacer otra cosa. Quizás algunos otros pensaban como él, pero nadie podía confesarlo, porque en aquel tiempo incluso los propios padres te echaban fácilmente en cara la palabra “cobarde”.
Sin novedad en el frente
Llamados a luchar una guerra entre potencias imperialistas totalmente ajena a sus intereses, los jóvenes de esta generación se topan con la auténtica naturaleza de la guerra, de la violencia descarnada, que dista mucho de los discursos inspiradores de los políticos y líderes espirituales. Ya no es entrega, sacrificio o protección de un bien superior, no es así, la guerra es barro y sollozos durante las noches de silencio, es terror y pupilas dilatadas, es tropezar con el cadáver de un excompañero de pupitre tan parecido a ti que bien podría llevar tu rostro.
El primer bombardeo nos reveló nuestro error, y con él se derrumbó la visión del mundo que nos habían enseñado. Mientras ellos seguían escribiendo y discurseando, nosotros veíamos ambulancias y moribundos; mientras ellos proclamaban como sublime el servicio al Estado, nosotros sabíamos ya que el miedo a la muerte es mucho más intenso.
Sin novedad en el frente
Una vez arrastrados a la trinchera, sus vidas quedan atrás sin remedio. Se pausan. Más bien, desaparecen, pues todavía no existían realmente. ¿Qué existe de uno mismo cuando apenas se ha cumplido la mayoría de edad? No hay grandes ataduras a un pasado complejo, y sin embargo tampoco pueden pretender pensar en el futuro con el más mínimo optimismo, porque ¿qué futuro existe durante una guerra? En las palabras de Remarque, se hallan precisamente en el umbral de la existencia. No habían conseguido ser, todavía, adultos desarrollados, y ya nunca lo serán, porque la guerra ha barrido todo. Cualquier relación convencional es artificial cuando unas buenas botas marcan la diferencia entre la vida y la muerte. Solo pueden gestionarse los hechos, no las personas.

La locura de la humanidad
En la situación en la que han sido forzados a existir el protagonista y sus compañeros, nada es más importante que el distanciamiento emocional. El pragmatismo se instala como la filosofía dominante, pues reflexionar pausadamente sobre las acciones de uno mismo durante las incursiones o valorar una y otra vez cuál es la verdadera probabilidad de sobrevivir al siguiente ataque enemigo conduciría a un estado de enajenación constante. Se permiten a sí mismos breves momentos de debilidad, breves llantos, y no es extraño que alguno de los reclutas nuevos tenga que ser apaleado por sus propios compañeros para frenar sus alucinaciones durante momentos de puro terror. Así, la manera de protegerse a uno mismo consiste en una fundamental alteración de las prioridades y una disociación casi permanente.
Ningún evento de la novela ejemplifica mejor este estado mental que el primer combate cuerpo a cuerpo que enfrenta a Paul, el protagonista, con un soldado francés. Paul, que por la confusión de la batalla ha perdido a sus compañeros durante una incursión tras las líneas enemigas, termina intentando encontrar refugio en un enorme hoyo, en el cual es sorprendido por un soldado enemigo, al que, tras un rápido forcejeo, apuñala. A medida que el fuego disminuye y la noche cae, el protagonista se da cuenta que deberá pasar allí escondido varias horas hasta poder escabullirse y regresar a un lugar seguro. Debe convivir brevemente con el hombre que ha matado, que agoniza lentamente y cuyo sufrimiento comienza a resquebrajar el aparentemente férreo pragmatismo que había aplicado hasta el momento.
Tendido el agujero, ese hombre es ahora, más que nunca, sólo un hombre. Ya no es un enemigo, si es que alguna vez lo fue, sino una persona, tan viva y auténtica como el propio protagonista.
Es el primer hombre que he matado con mis propias manos (…) Pero cada gemido desnuda mi corazón. Ese moribundo tiene el tiempo de su parte y me hiere con él con un cuchillo invisible; el tiempo y mis pensamientos. ¡No sé lo que daría para que sobreviviese! (…) Muere a las tres de la tarde.
No tiene sentido lo que hago, pero tengo que ocuparme en algo. Cambio el cadáver de posición para que descanse más cómodamente, aunque ya no sienta nada. Le cierro los ojos. Son castaños. El pelo negro se riza un poco sobre las sienes (…) Mi estado empeora; ya no puedo refrenar mis pensamientos. ¿Cómo debe de ser su mujer? (…) Si hubiera pasado dos metros a la izquierda, ahora estaría en la trinchera escribiendo otra carta a su mujer.
Me dirijo al muerto y le digo:
-Compañero, no quería matarte (…) Ahora me doy cuenta de que tú eres un hombre como yo (…) Ahora veo a tu mujer y tu rostro, lo que tenemos en común. ¡Perdóname, compañero!
Sin novedad en el frente
Es en este momento cuando, pese a que el protagonista piensa que está perdiendo la cabeza, manifiesta el mayor acto de cordura posible: se identifica con el Otro, con un miembro del prójimo, muestra auténtica empatía e intenta concebir cómo sería estar en su lugar, sabiendo que la única razón por la que sus papeles no están intercambiados es debido al juego de azar más cruel posible. Para Paul y sus camaradas, el estado mental cuerdo es disociado, ajeno a la humanidad del prójimo, porque es la única manera posible de gestionar emocionalmente y justificar las acciones que están llevando a cabo, los actos de los que están siendo testigos. Cualquier aproximación a la condición humana del contrario es un impulso de locura.
Paul se ha “acercado demasiado” al enemigo. Le ha visto agonizar y morir ante sus propios ojos, incluso ha tratado de mitigar su sufrimiento y de esa proximidad ha nacido, como una enfermedad infecciosa, la simpatía. En sus reflexiones sobre la violencia, el filósofo Slavoj Zizek destaca precisamente la importancia de este concepto de proximidad no física del otro, del sujeto violentado o torturado, una proximidad que consiste esencialmente en el reconocimiento del otro como un ser humano pleno. Para ejercer indiscriminadamente la violencia, es necesario aniquilar el concepto del prójimo entendido como el conjunto de semejantes, de seres humanos intercambiables por uno mismo. Una vez eliminada esta dimensión, se elimina la proximidad emocional y humana que se tenía hacia la víctima, pues ésta no forma parte de lo que se entiende como “los demás”, los otros, los iguales a uno mismo.
La proximidad (del sujeto torturado) que causa simpatía y hace de la tortura algo inaceptable no es la mera proximidad física de la víctima, sino, en su versión más fundamental, la proximidad del prójimo (…) la proximidad de algo que, sin importar lo lejos que esté físicamente, está siempre por definición “demasiado cerca” (…) En la abolición de la dimensión del prójimo, el sujeto torturado deja de ser prójimo, es ahora un objeto cuyo color es neutralizado, reducido a un factor con el que hay que vérselas como en un cálculo racional utilitario (…)
Slavoj Zizek
Ya no es posible para el protagonista ignorar la auténtica naturaleza humana del hombre al que ha asesinado con sus propias manos. Preso de un sentimiento abrumador de culpa, busca maneras de intentar enmendar lo que ha hecho.
He matado al tipógrafo Gérard Duval. Tengo que hacerme tipógrafo, pienso, trastornado. Tengo que hacerme tipógrafo, tipógrafo…
Sin novedad en el frente
Ahora debe ser tipógrafo, tipógrafo, debe rellenar ese hueco que ha dejado en el mundo, hacer que el cadáver que se tiende a su lado vuelva a caminar y que lo haga dentro de él mismo. En palabras de Zizek, no es sólo que su víctima esté próxima a él físicamente, sino que está, por definición, demasiado cerca, es demasiado humano, puede ver demasiado bien las facciones de un rostro que jamás volverá a abrir los ojos.
Resulta imposible no concebir al contrario como humano si se comparte con él la desgracia y el terror de la trinchera. La neutralización del “otro” como humano fracasa estrepitosamente en este fragmento de la novela, que muestra hábilmente los curiosos procesos mentales de autoprotección a los que el protagonista se somete con tal de racionalizar lo ocurrido, pues si continúa dotando a su víctima de la plena humanidad que le corresponde, no podrá seguir viviendo en paz. No podrá olvidarse. No podrá desarrollarse adecuadamente en el ámbito del combate, donde no hay más hueco que el justo para sentarse y echar cabezadas entre un estruendo y otro. No puede depositar ese cadáver, darle sepultura de una manera digna, de manera que tiene que dejar de concebirlo como tal.
Cuando Paul regresa junto a sus compañeros, éstos se apresuran a consolarle y a pedirle que se saque de la cabeza esa culpabilidad, que no es otra cosa que la más pura humanidad. Nunca será tipógrafo, ni escribirá a la viuda de su víctima rogando su perdón. Nunca podrá enmendar la pérdida que ha ocasionado porque también él perecerá en batalla no mucho después, y será una más de los cuarenta millones de personas que murieron a causa de la Gran Guerra. Cuarenta millones de anónimos.
Nadie gana
Durante la Gran Guerra, hasta 250.000 niños menores de dieciocho años combatieron en el ejército británico, y la inmensa mayoría de ellos jamás regresaron a sus casas. Murieron aullando de dolor y llamando a sus madres. Murieron deseando la comida recién hecha, las manos manchadas de tiza de la pizarra escolar, las rodillas raspadas, todas las cosas fáciles. El halo reconfortante que envuelve los años de infancia.
El veterano de Irak Oscar Olguin afirma que nadie realmente gana tras una guerra. Unos y otros han sido masacrados, el objetivo perseguido se ha disipado con el paso de las semanas y de los años y el territorio conquistado o recuperado ya no es más que un enorme cementerio. Pero alguien sí gana. No en cadáveres, no en metros avanzados tras la línea enemiga. Las ganancias que reporta la guerra vuelan mucho más alto que los proyectiles y son invisibles para quienes se han jugado la vida en ella.
La empresa Kellogg Brown and Root, antigua filial de la empresa de servicios petrolíferos Halliburton, recibió al menos 39.500 millones de dólares en contratos federales relacionados con la guerra de Irak. Sin embargo, en 2003, más de un millón de exmilitares estadounidenses no tenían seguro médico ni recibían atención continuada en los hospitales o clínicas de la Administración de Salud de los Veteranos (VHA).
Los excombatientes de tantas y tantas guerras pueden respirar tranquilos, supongo, sabiendo que las empresas patrias han llenado sus bolsillos de dólares ensangrentados, sabiendo que la élite política puede posar para fotos propagandísticas frente a los féretros de decenas de compañeros y amigos que se han dado de bruces con la muerte mucho antes de saber siquiera por qué estaban jugándose la vida.
A pesar de todo, ese trocito de tierra removida en el que nos encontramos se ha mantenido contra fuerzas muy superiores. Sólo hemos cedido unos centenares de metro. Pero en cada metro hay un cadáver.
Sin novedad en el frente
Bibliografía
- Sin novedad en el frente. Erich Maria Remarque
- Sobre la violencia. Slavoj Zizek, Ed. Austral
- Ante el dolor de los demás. Susan Sontag, Ed. Debolsillo
- Business and Human Rights Resource Center

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