Mudo y taciturno

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Ernest Hemingway y el inagotable combate en pos de lo verdadero

Primer asalto: El Hombre vs. lo Estílistico

Hemingway era un genio y vivía de su honestidad. No era, tampoco, mal boxeador. Buscaba cada tarde el calor de la estufa de algún café, tímido resguardo de la penetrante neblina del invierno en París. Cuenta que al poner lápiz sobre papel y no sentir fluir el cuento, se detenía abruptamente y decía “Hem, escribe algo honesto. Algo que conozcas. Escribe la frase más honesta que puedas. La más honesta que sepas.” Como por efecto de un torrente se quebraba entonces la presa del intelecto. Y entré la agitación de las aguas nadaba, Tritón todo poderoso, libre al fin, la Esencia. La Esencia misma de las cosas. 

A Papa, (como insistía en que se le llamara entre sus buenos y humildes amigos) esta última formulación le hubiera parecido probablemente fraudulenta, y aún más probablemente, asquerosa. Apenas es digno de mención que esto no tenía que ver nada con pretensiones de humildad, after all, it’s Hem we’re talking about here. Más bien, porque este tipo de licencias estilísticas se le revelarían como maquillaje que pretende engañar al ojo, despistar la intuición e introducir en la mente la idea a través de grandilocuencias o esteticismos. La belleza del lenguaje es una muy distinta a la belleza de la idea que éste trata de expresar: la pupila, sin embargo, manda un estímulo emotivo peligroso y tal vez falaz a nuestro lóbulo occipital. Es peligroso precisamente porque podemos caer víctimas de un condicionamiento clásico: we’re being Pavloved, so to speak. El cerebro relaciona la bella imagen con aquello que esta pretende representar, pero si bien sabemos que el estilo pictórico es una cosa, otra muy distinta es la realidad. 

El estilo de Hemingway era tan depurado como le fue humanamente posible. No sé hasta qué punto sentía realmente asco por el lenguaje ornamentado, como se le suele achacar, pero juzgando por el nulo uso que hizo de él, lo que está claro es que no le resultaba apropiado para su tarea. Y su tarea era la persecución de la verdad. Retratar algo verídico, algo verdadero. Algo que diese escalofríos, que causase un sudor nervioso en el lector al enfrentarse al reconocimiento, a la identificación. Algo paralelo, aunque externo a la experiencia humana. Algo brutal. Una herida. Una guerra. Un aborto. Una muerte. 

Segundo asalto: Hemingway vs. Fitzgerald

Muy lejos, inabarcablemente lejos, aquel París. El París encantado de los jardines secretos, del boxeo clandestino y Bobby que cae en el Round 1, oh, Bobby, Bobby boy. We all believed in you, Bobs. Get up Bobby. I got a lot of money on you, Bobby. Ese París. Entre sus amplias avenidas y tímidos callejones vagaban, hasta el culo de vino, los miembros más destacados de toda una generación artística. Picasso Pablo, eterno pescador de una escurridiza Dora Maar. Dalí: Presencia Fugaz, primavera del 26. Max Ernst, De Chirico, Miró, Iliazd. Frecuentando Les deux Magotsla Clocherie des Lilas. Visitando el apartamento de Stein, pidiéndole que corrigiera, criticara, mejorara, puliese, desbaratara, arreglase, ornamentase o destrozase cuadros y novelas, tablas y relatos. El París de la excitación en el hipódromo: ensordecedoras carreras de caballos, o, cuando escaseaba el efectivo, de bicicletas, las cuales pasaban a toda mecha a dos centímetros de la cara de uno, dejando al ojibrillante espectador patidifuso y sin resuello. Un vino de Lile a la orilla del Sena, un café donde se comía estupendamente por dos francos y medio. El tumulto, la excitación. La fiesta. Ante todo, París era una fiesta.

Es en este ambiente de enturbiada y frenética creación donde Ernest Hemingway y Scott Fitzgerald desarrollan esa amistad leal, indescriptiblemente crítica y competitiva, que los acompañaría aun en la distancia y el silencio mutuo el resto de sus días. Cuando Hemingway leyó por vez primera el Gran Gatsby, cuenta que esa extraña cara flotante y adormilada que pendía de la portada le pareció de un pésimo gusto. Tuvo que quitarle la funda para poder leerlo. Al terminar el libro, sin embargo, llegó a la conclusión de que poco importaban el violento y errático comportamiento de Scott, su alcoholismo, o su flemática disposición. Y daba igual cuantos amigos tuviera ya éste (y tenía muchos y muy leales, más que nadie que Hemingway conociera). Él se enrolaría como uno más, haría lo que pudiera por ayudarle. Porque un hombre capaz de haber escrito un libro tan jodidamente bueno tendría dentro de sí otro aún mejor. Más tarde conocería a Zelda, la mujer de Fitzgerald, y se daría cuenta de que el reto era mucho mayor de lo que pensaba. Esa es, sin embargo, otra historia. Hemingway contaría, mucho más adelante, que nunca respetó a Scott, y que solo amaba su “encantador, dorado y desperdiciado talento.” Según él, fue un milagro que entre las olas de alcoholismo y los celos de su esposa hacia su única otra amante, (esa dama hechizante, de nombre Literatura) fuera capaz de escribir lo que escribió. Pero pudo haber escrito mucho más, y eso es algo que Hemingway nunca fue capaz de perdonarle. 

La muerte de Fitzgerald en 1940 no hizo sino convertirle en un contendiente de más potencia y gancho para su amigo, aunque frustró la emoción de la pelea. Uno puede afanarse todo lo que quiera en el ring, pero, después de todo, la carne dura no hace sino atravesar el plasma. Lo corpóreo no tumba a lo metafísico, no hiere el hueso a la Idea. Y el artista, al trascender la barrera de la muerte, puede de alguna manera transformar su obra en inexpugnable, libre de todo asedio, de toda contestación. Hemingway no ganó el asalto porque su rival no se quedó el tiempo suficiente para ver el final. Y esto, sin ser per se una derrota, no podía en modo alguno constituir para él una victoria.

Este no era, sin embargo, el único fantasma contra el que peleaba Hem: decía que podría tumbar a Turguenev any day, y que era al menos igual de bueno que Tolstoi hasta el tercer asalto, pero que era de esa clase de contendiente inagotable, de resistencia imbatible, que te destroza en el veinteavo. El único escritor al que Hemingway decía que no se enfrentaría nunca sería Shakespeare, porque, en sus propias palabras, era uno de esos tipos a los que nadie podía derrotar. 

Tercer asalto: lo Convencional vs. lo Unitario

Se ha especulado bastante respecto al papel del género y el retrato de la masculinidad desde un primitivismo, por así decirlo, que el autor tan claramente imbuye en sus héroes, y en algunas de sus heroínas. Leales, borrachos de profesión, fuerte sentido del honor. Cazadores, pescadores, hombres de acción. Vidas de fruto estéril a nivel de creación: paternidades fallidas y deserciones morales, patéticos errores, destrucción (en pos, eso sí, de una Idea). Esto es así para Frederick Henry, Hem y Robert Jordan respectivamente, pero hay muchos más ejemplos. Pilar, en Por quién doblan las campanas, es uno más de los hombres de Hemingway. Con su lengua de látigo y su feroz determinación, es uno de los personajes más morales de la novela: su marido, Pablo, al contrario, ha devenido débil y cobarde. Curiosamente, Gertrude Stein, (influyente escritora, coleccionista de arte y amiga personal suya), es tratada, tal vez por ser una mujer mayor y además lesbiana, con el clásico despectivo e irónico tono que la época dirigía a las artistas. 

Sin embargo, el repunte más interesante a nivel de género en el conjunto de su obra es el desarrollo de sus protagonistas románticos a nivel identitario. Comienzan, uno y otro, separados por los lánguidos efectos de la violencia, cada uno en un mundo de abstracta evitación del dolor. Se unen, entonces, en busca de refugio. Al inicio sin mucha convicción, luego desesperadamente. Se repite, además, un curioso esquema que Hemingway sacó de su propia vida. Un momento de vulnerabilidad vivido, tan potente que permeó de manera explícita en al menos tres de sus novelas. Cuando llega el último cuarto del libro, los protagonistas, sintiéndose uno, acuerdan conseguir que sus cabellos estén a la misma altura, para ser idénticos, uno y el mismo. Él lo dejará crecer, ella lo cortará. Se encontrarán a la altura de un bajo cuello, de un pecho alto. En un lugar donde el ego desaparece como capa estética y se llega un territorio descarnado y anterior. A un más allá o un más acá dentro del otro, en el cual las descripciones de personaje dejan de estar adjetivadas según esquemas femeninos o masculinos, igualando en el alma lo que ya era equivalente en el corazón. Es esto, precisamente, lo que comentan los amantes en París era una fiesta:

¿Crees que la gente se divierte tanto con las cosas tan simples (igualarse los cabellos), Hem?

Tal vez no sea tan simple.

No lo sé. Nada puede ser más simple que dejar crecer. 

Hemingway busca, dentro de las convenciones de la época, una unión entre iguales. Nada le gusta menos que un rival débil, incluso en el amor. Pero esta es una igualdad del arte, una igualdad del alma (desde luego, no a nivel del hogar o de posición social). Deshace, e incluso intercambia hasta cierto punto, algunos roles de género. En Adiós a las armas, Catherine toma el mando del bote en aquel lóbrego lago cuando los brazos de Frederick duelen tanto que es un resuello su respiración. Brett y Jake, en Fiesta, están igual de inutilizados, de resignados. Comparten un entendimiento mutuo que estriba de la inmensa sabiduría dada por la comunión del dolor propio con el ajeno. Nada más les es necesario. Así comulgan. Y en esta lánguida renuncia, en este alcoholismo pasionario, es solo como una vaga, aunque sólida sensación de trasfondo, qu’ils s’appartiennent, que son el uno del otro. 

Sin embargo, también esto es en balde. Al final todo se pierde. No hay ganador del combate. Hemingway es representante de una generación de posguerra, que, como mentes más ocurrentes que la mía han formulado ya, solo tiene una cosa de la que sentirse orgullosa: sus heridas.  

Imagínate, haberte sentido atravesar por una corriente irresistible, y luego quedar mudo y taciturno.

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