Para Víctor Hugo, la fatalidad es la ley natural que conduce a los seres humanos a enfrentarse a las consecuencias de sus propios actos y pasiones
En el primer capítulo sobre Nuestra señora de París, de Víctor Hugo, hablábamos de la fatalidad. Esta no es el mundo, tampoco Dios ni una forma decimonónica del destino; es, en realidad, una entidad para la que quizá no tenemos una palabra más que la fatalidad, y sin embargo esta tampoco la usamos en exceso. Podría definirse como el peso de las cosas, que conducen a otras, porque sí, porque lo han hecho y si bien todo lo ocurrido podría haber sido evitable, ya no lo es.
Pongámonos en situación: Claude Frollo, archidiácono a cargo de la catedral de Nuestra Señora de París, está obsesionado con Esmeralda, una hermosa joven gitana que, a su vez, está enamorada del capitán Febo. En cierto momento, estos sentimientos se precipitan en una serie de acontecimientos fatales para quienes los albergan, y es el propio Frollo quien reacciona del siguiente modo cuando Esmeralda pronuncia el nombre de su amado:
-¡Oh, mi Febo!
-No pronuncies ese nombre -dijo el clérigo cogiéndola violentamente del brazo-. ¡No vuelvas a pronunciar ese nombre! ¡Qué miserables somos! ¡Ese nombre es el que nos ha perdido! O más bien, por el juego inexplicable de la fatalidad, nos hemos perdido los unos a los otros. Estás sufriendo, ¿verdad? Tienes frío, la oscuridad te ciega, el calabozo te aprisiona; pero te queda un rayo de luz en tus entrañas, ¡aunque sólo sea tu amor de niña por ese hombre vacío que jugaba con tu corazón!
Son las pasiones -inherentemente humanas- las que provocan los incidentes que acontecen en la novela, un mecanismo narrativo que analizaremos, quizá, en otro episodio de la serie, dado que para comprender la función de este motor primero hay que desentrañar bien su naturaleza y analizar todas sus partes. En esta ocasión, precisamente, nos interesa ahondar en esa noción de fatalidad como algo omnipresente, anterior a nosotros, pero marcado a fuego en lo humano, en esencia como si solo se viera cumplida al sufrirla nosotros mismos. Veamos con qué imagen Víctor Hugo nos presenta, por primera vez en el libro, este tema:
Charmolue observó, siguiendo la dirección de su mirada, que estaba mirando distraídamente la gran tela de araña que adornaba la claraboya.
Justo en aquel momento una mosca, que andaba buscando el sol de marzo, se lanzó contra aquella red y quedó a11í atrapada. Al agitarse la tela, la enorme araña hizo un movimiento brusco fuera de su escondrijo central y se precipitó sobre la mosca a la que dobló en dos con sus antenas delanteras mientras que con su trompa repugnante le vaciaba la cabeza.
-¡Pobre mosca! -dijo el procurador del rey para asuntos eclesiásticos, a la vez que hacía un movimiento con la mano para salvarla. El archidiácono, como volviendo en sí bruscamente, le detuvo el brazo con cierta violencia.
-¡Maese Jacques, dejad actuar a la fatalidad!
A continuación, el archidiácono, que es quien ha pronunciado esta última exclamación, nos ofrece una reflexión:
-¡Ah, sí! -prosiguió el sacerdote con una voz que parecía surgida de las entrañas-, esto es el símbolo de todo. Vuela, es alegre acaba de nacer; busca la primavera, el aire libre, la libertad…; ¡Ah, sí! ¡Pero que se tope con el rosetón fatal! Entonces le sale la araña, la repugnante araña… Maese Jacques, dejadlo; ¡es la fatalidad!
Justicia y naturaleza
Como podemos comprobar, Víctor Hugo nos muestra la fatalidad como una ley de la naturaleza. El mero hecho de sentir, y quizá debido a la contraposición de las pasiones con el resto de elementos que nos componen -la razón y los principios morales para Víctor Hugo, a lo que añadiríamos contemporáneamente un buen surtido de variables sociales y económicas-, es lo que nos expone ante el peso trágico de la existencia humana. La inexorabilidad de nuestro padecer en ese «rosetón fatal» de la gran catedral que es el mundo y la historia de quienes lo habitan.
La pertinaz fijación de Frollo con la fatalidad es consecuente con la formación que ha recibido como sacerdote. Se trata, al fin y al cabo, de uno de los temas más tratados en la literatura clásica, y que podría decirse que incluso contaba con un género propio: la tragedia. En esta, los personajes acababan hundiéndose bajo el yugo de lo que sentían y, posteriormente, de los actos que acometían.
En este sentido, es particularmente interesante la relación de la divinidad con este paradigma, dado que se desarrollaba de dos modos: podían ser los desencadenantes de la fatalidad -en el Áyax de Sófocles- ajena o podían ser los encargados de resolverla, en el conocido recurso del Deus ex machina -como en la Medea, de Eurípides-. Pero, a su vez, los dioses no son imparciales, sino que se mueven también por una subjetividad que les hace, de alguna manera, participar ambivalentemente de la fatalidad. Los dioses griegos tienen sentimientos, son imperfectos, su manera humanos. De forma paralela, su papel de jueces ejecutores de la fatalidad les coloca, precisamente, como una parte imprescindible de la misma.
No hay dioses en Nuestra señora de París, pero sí hay jueces. Y ya desde las primeras páginas, Víctor Hugo desentraña las razones que pudieron provocar el famoso incendio del siglo XVII del Palacio de Justicia. Véase su justificación poética de dicho incidente:
Sin duda fue un triste juego,
Cuando en París la Señora justicia,
Por haber comido demasiadas especias,
Puso fuego a todo su palacio.
Ni siquiera la justicia escapa, del peso inexorable de las cosas. ¿Casualidad o causalidad? Ambos términos son cara y cruz de un mismo destino. Y, si la fatalidad es la ley natural que conduce a los seres humanos a enfrentarse a las consecuencias de sus propios actos, la Justicia peca de soberbia al creer que puede prevalecer sobre ello. Al intentar incidir sobre los hechos, tan solo los precipita, algo que pese a formar parte de esa ley natural, no deja de ser ridículo y condenable por parte del autor, que ya advierte de esta manía humana de querer imponerse incluso sobre lo que no controla.
Vemos este mismo punto de vista, por ejemplo, en su interpretación de los cambios que ha ido sufriendo la catedral parisina a lo largo de los siglos, debido a las sucesivas modificaciones que se le han ido añadiendo. El natural paso del tiempo -y todos los accidentes históricos que este conlleva- se ve contaminado por la soberbia del falso conocimiento humano:
A los daños causados por el correr de los siglos o por las revoluciones que devastan al menos con imparcialidad y grandeza, ha venido a unírseles una caterva de arquitectos colegiados, patentados, jurados y juramentados que degradan a conciencia y con mal gusto el arte sustituyendo, a la mayor gloria del Partenón, los encajes góticos de la Edad Media, por las escarolas de Luis XIV. Es la coz del asno al león que agoniza; es el viejo roble que no sólo es podado sino que además es picado, mordido y deshecho por las orugas.
Una justicia sorda y ciega
Finalmente, Víctor Hugo culmina su reflexión implícita con una explícita crítica a la justicia, no como noción, sino como víctima de nuevo de la estupidez y la falta de miras humanas. Lo hace desde la sátira, en quizá una de los momentos más hilarantes del libro: el juicio contra Quasimodo. Es aquí donde entran nuestros dos últimos personajes: el preboste de París, Robert de Estouteville, y el auditor Florian Barbedienne, responsables de la sentencia contra el carismático jorobado. Lo que ocurra en este proceso será la antesala de lo que podrá verse más adelante, en el que se encargarán de dictar sentencia contra Esmeralda.
Víctor Hugo comienza esa parte de su historia advirtiéndonos que, ese día, por lo que sea -literalmente, dado que el mismo autor se pregunta por las razones y no encuentra ninguna en concreto- el preboste se ha levantado de mal humor. Llega, además, tarde al juicio de Quasimodo, por lo que es el auditor quien, en sustitución de su jefe, se encarga de hacer valer la justicia contra este agitador. Hugo nos describe la sala, nos describe a los allí presentes, y acaba advirtiéndonos de un importante detalle. El auditor, quien tiene que escuchar entre otras cosas el testimonio del acusado, es sordo:
Éste era, en verdad, un ligero defecto para un auditor. Pero no por ello maese Florian dejaba de juzgar sin apelación y con sensatez. Claro que es cierto que a veces basta con que un juez tenga aspecto de estar atento y, en este caso, el venerable auditor cumplía con creces esta tarea, la única para administrar una buena justicia, tanto mejor cuanto que su atención no podía ser distraída por ningún ruido.
[…]Habiendo rumiado a fondo el asunto de Quasimodo, echó la cabeza hacia atrás, y cerró un tanto los ojos para dar más empaque e imparcialidad, aunque en aquel momento estaba a la vez sordo y ciego, doble condición sin la cual no se es un juez perfecto; y así, con esta actitud magistral, dio comienzo al interrogatorio.
Basta decir que Quasimodo también es sordo para imaginarse lo que se produce a continuación. Los malentendidos entre Florian y el jorobado se acrecentan de tal modo que, si ya el auditor partía con la idea preconcebida de que el acusado era culpable, acaba agravando su condena frente a la desconcertada audiencia que presencia esa extraña conversación. Por si fuera poco, en el último momento llega el preboste. Este se encuentra con el enfado de su empleado, y al no haber presenciado todo lo que acababa de ocurrir, tampoco es capaz de darse cuenta del problema que tiene Quasimodo. El resultado de ese segundo interrogatorio es el mismo:
-¡Ah! ¿Te burlas del preboste, miserable? Señores sargentos de vara, llévenme a este bribón a la picota de la plaza de Grève y azótenle durante una hora. ¡Por Dios que me las va a pagar!, y quiero que se pregone esta sentencia, mediante cuatro trompetasjurados, por las siete castellanías del vizcondado de París.
En esta mordaz crítica al estamento judicial, cuya incompetencia es continuamente señalada en la novela, se puede ver la faceta más moderna de Víctor Hugo. Este escritor, comprometido con su tiempo -no olvidemos que el famoso artículo J’accuse…! de Zola llega a finales de ese mismo siglo-, utilizó en reiteradas ocasiones sus publicaciones para denunciar los diversos males de los que adolecía la sociedad de su época. Para ello, se servía de un recurso simple pero muy efectivo: contraponer a personajes marginales -un jorobado o una gitana, por ejemplo- como héores de sus particulares tragedias en las que los antagonistas son aquellos que deberían velar por el bienestar de la sociedad. En Nuestra señora de París los tres estamentos se ven señalados: el sacerdote -el poder religioso-, el preboste -el poder civil- y el capitán -el poder militar-, a los que más tarde se añadiría incluso al monarca -el poder real-.
A discreción del lector queda pensar en la evolución de estos mismos elementos en la actualidad, y en cómo la literatura también ha ido abordando esta misma problemática a lo largo de estos últimos tiempos. En el caso del libro de Víctor Hugo, es meritorio el uso que hace de distintos registros para abordar su propia realidad histórica a través de un viaje en el tiempo. A nivel técnico, de la disertación pasa a la narración, de la narración al diálogo; a su vez, bascula de lo trágico a lo cómico, del amor al horror, mientras nos muestra a sus personajes en todas sus formas de bondad y maldad, siempre vulnerables a los golpes que el destino les tiene reservados. Y es, de alguna forma, con todas estas herramientas, con todas estas formas y la continua presencia de su poderosa voz, encargada de hilarlo todo, con lo que a la postre nosotros mismos, los lectores, nos encontramos de forma vívida frente a ese mismo «rosetón fatal» del que nos advierte antes de que todo, absolutamente todo, explote y vuele por los aires.

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