Una confesión de esos miedos que me acechan alguna que otra tarde y me hacen creer que soy difícil de querer
Vuelves a casa después de pasar la tarde y parte de la noche en una terraza con tus amigas. Ha sido una tarde como muchas otras que se suceden sin parar en el verano de una ciudad de provincia: una jarra, otra jarra, un tinto de verano. Os habéis reído, habéis contado esas mismas anécdotas de siempre, algunas otras nuevas y vuelta a reíros. Habéis repetido eso que os hace sentir especiales y a la vez igual que todos los grupos de amigas del mundo, algo así como “¿qué personaje de Sexo en Nueva York sería cada una?”. De nuevo os reís, algunas -en este caso, yo- se quejan porque no han recibido la respuesta que esperaban y repiten “imposible, chicas, imposible”. Y algo, no sabéis aun bien qué, -quizá una palabra, probablemente un gesto, casi seguro cierto mal sabor en la boca que deja decir algo y que no cause la impresión buscada- ha abierto una puerta, os ha llevado a ciertos recuerdos, a esas anécdotas que no se pronuncian en alto y de repente, por primera vez, una se atreve a decir en voz alta que lo que le dijo ese chico con el que estuvo un par de meses y al que detesta y del que ha dicho mil veces que es un capullo, pues lo que dijo ese chico le persigue. Y otra se atreve a decir en voz alta que de vez en cuando, aunque su novio de ahora es fantástico y aunque su novio de ahora le hace sentir que todo está bien, de vez en cuando se pregunta: ¿cuándo se dará cuenta de que no soy tan guay? ¿cuándo me dirá que pienso mucho, que me agobio demasiado? Y finalmente, otra confiesa que aunque no está dispuesta a volver a cuestionarse a sí misma constantemente, si su novio pasa diez minutos callado piensa que algo sucede, porque otras veces con otros chicos sucedía algo, porque otras veces otros chicos han estado diez y veinte y treinta minutos callados porque aunque el silencio está bien, el silencio también puede ser un castigo.
Siempre recreo los mismos escenarios. Una chica sola, ya sea en su habitación, ante un ordenador, ante un espejo. O chicas en una terraza compartiendo aquello que sintieron y pensaron estando solas en esas habitaciones, lo que vieron ante la pantalla, lo que reflejó ese espejo. Siempre recreo los mismos escenarios porque son los que transito. Consigo identificar las cosas importantes cuando las cuento en una terraza de un bar a partir de las once de la noche. Lo que quiero decir es que agradezco tener una terraza a la que acudir, o un parque, o una casa. Lo que quiero decir es que agradezco poder atreverme a decir en voz alta en una terraza con mis amigas que en muchas ocasiones me da miedo que me dejen de querer. Agradezco poder decir en voz alta que a veces pienso que soy difícil de querer porque después de todo, de todo el trabajo que he tenido que hacer para convencerme de que yo no soy el problema, después de todo eso, una puede sentir un miedo terrible a decir lo que le molesta o mostrarse tal cómo es porque no quiere que le vuelvan a decir que es algo complicada. Agradezco poder confesar, más que decir, esto en voz alta aunque sé perfectamente identificar quiénes me han tratado mal y sé perfectamente que no me lo merecía. Lo que quiero decir es que me aterraba decir en voz alta que me preocupaba que me dejaran de querer. Me aterraba porque supone asumirse vulnerable y también, por alguna razón, esto me hacía sentirme menos feminista. Y cuando por fin lo dije en voz alta y escuché las voces de mis amigas me dije a mí misma que este miedo generalizado solo puede venir de una misma experiencia, de una experiencia colectiva. De esa experiencia que te hace creer -que te convence, más bien- de que es mejor que no pidas mucho, de que es mejor que no cuentes lo que te sucede y te duele, de que es mejor que seas sencilla, o al menos te comportes como tal.
Vuelves a casa después de pasar la tarde y parte de la noche en una terraza con tus amigas. Os habéis confesado un par de miedos -que resultan ser los mismos-, habéis pronunciado casi seguro que por primera vez esas palabras que os dijeron y aun os persiguen. En mi caso, sin vergüenza, confieso que a mí un chico me llegó a decir que sus cosas eran más importantes que las mías, y yo agradecí tener la suerte de poder acceder a esas cosas tan importantes. Hoy me persigue y de vez en cuando, pese a que tengo mucha confianza en mi capacidad para contar anécdotas, acabo preguntándole a mi interlocutor si le interesa lo que le estoy contando, si estoy siendo muy pesada o directamente decido cambiar de tema, pasarle el foco, porque en ese momento estoy convencida de que nadie quiere escucharme tanto rato hablar. A mis amigas les persiguen otras cosas que les dijeron otros chicos y que no puedo escribir aquí porque sé lo que cuesta decirlo solo una vez en voz alta como para encima dejarlo por escrito. Yo hoy lo estoy escribiendo porque llevo semanas muy enfadada por el cansancio que supone luchar sin tregua con todos aquellos fantasmas que me persiguen y que, en el momento menos pensado, me acechan para convencerme de que soy algo complicada o difícil de entender.
Vuelves a casa después de pasar la tarde y parte de la noche en una terraza con tus amigas. Os habéis confesado un par de miedos, os habéis enfadado con todos aquellos chicos que os hicieron creer que no podíais enfadaros, ahora sí, ahora os enfadáis y os prometéis seguir siendo complejas, con matices, con mil aristas, con dificultades en ocasiones para explicar cómo os sentís. Os prometéis no ceder, no dejar de pedir. Vuelves a casa después de pasar la tarde y parte de la noche en una terraza con tus amigas y agradeces recibir a la mañana siguiente este mensaje y agradeces tener una terraza siempre a la que acudir.

A la mañana siguiente por pura casualidad y sin poder quitarme de la cabeza esas confesiones -las propias, las de tus amigas- comencé una nueva lectura. La novia grulla de CJ Hauser parecía estar escrito para mí y para mis amigas con las que compartí varios fragmentos. Hauser relata en el capítulo que le da nombre al libro su relación con un tal Nick. Este tal Nick podría llamarse de cualquier otra forma dado que yo también he mantenido una relación con ese tal Nick y algunas otras amigas mías también. La cuestión es que Hauser cuenta que en esta relación se preguntaba constantemente si Nick la quería, si era pesada, si había hecho algo mal para que él no le dijera que estaba guapa. Hauser dió en el clavo, dejó por escrito ese miedo confesado y su intento de paliarlo:
“Necesito que lo sepáis: me sacaba de quicio necesitar más de lo que me daba. No hay nada más humillante para mí que mis deseos. Nada que me haga odiarme más que ser una carga y no ser autosuficiente. […] Que yo necesitará que alguien me dijera que me quería, que me viese, era un defecto personal e intenté superarlo”
Sin embargo, no vale con confesarlo. Resulta que no es suficiente con tener claro que nunca más estarás con ese tal Nick o sus derivados. Ahora te toca lidiar con las mierdas que te hizo Nick en tu siguiente relación. Te toca lidiar con las mierdas que te hizo Nick o con lo que te dijo Juan con dieciséis años y ni siquiera se acuerda pero tú sueñas de vez en cuando con ello o con el miedo de que Nick, Juan o quien sea aparezcan en forma de Luis, Andrés o derivados.
De nuevo Hauser da en el clavo. No es tan fácil después de ese tal Nick mostrarse cómo una es aunque Nick sea ya solo una sombra y ahora te quieran y te digan las veces que lo necesitas que todo está bien, que no hay ningún problema en ti. Nadie, ninguna mujer, quiere hacer depender su identidad de un hombre, de lo que dijo o hizo pero claro, no es fácil. Gracias, de nuevo, CJ Hauser:
“A menos, claro, que tu última pareja te humillara y después no volvieras a ser la misma del todo. Que ya no estuvieras segura de quién eras. A menos, claro, que te acordaras. Que te acordaras de todas las experiencias no precisamente buenas que has tenido con una pareja.”
Lo que quiero decir en este artículo-confesión es que estoy terriblemente enfadada con este tal Nick y de vez en cuando conmigo misma por haber estado con ese tal Nick. Sin embargo, también, trato de tener una paciencia infinita con mis miedos que sé que algún día se pasarán. Pero la única fórmula que se me ocurre para acabar con estos miedos es contar cómo me siento, contar qué es aquello que me persigue, confesar que me da miedo que no me quieran, es decir, mostrarme compleja/complicada, llamadlo como queráis.
Lo que quiero decir en este artículo-confesión es que agradezco tener una terraza a la que acudir, agradezco estar en esa terraza estas últimas semanas con mis amigas Nerea, Sara, Berta, Clara, Jaime y Álvaro. Agradezco que sepan cuándo decir “¡pedimos otra!”. Y les pido -os pido amigas- que se muestren en su complejidad y matices, sin miedo, porque solo así se vence a lo que nos persigue.

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