Querida María:
Te escribo desde una iglesia, te juro que no es broma.
En concreto, desde la iglesia del pueblo, desde la Asunción. Alguna vez, de cría, imaginé mi boda frente a esta fachada y, ahora que sé que no va a poder ser, (mucho se tiene que modernizar la cosa), me queda soñar con el día en que te bañe en arroz cuando salgas, de blanco, de entre sus puertas.

María, Natalia y Lía. Un santuario a las afueras del pueblo.
Es cierto que no he traído papel y boli – aunque me creas capaz, ya lo sé –, pero apuntaré en alguna parte de la memoria las cosas destacables que se me ocurran sentada en este banco, escuchando a este cura. Para no olvidarlas, o mejor, – eso siempre es mejor – para contártelas después.
Hoy es festivo nacional, 15 de agosto. Las calles del pueblo están vacías hasta de pájaros, tres cuartas partes de las abuelas se han liberado de su faja habitual y se encuentran repantigadas frente al ventilador. Hasta los niños menos afortunados están a remojo en las piscinas municipales, disfrutando del agua cristalina – cortesía de una generosa dosis de cloro – y una buena tajada de melón, sentados en el césped.
Yo – qué suerte la mía – estoy aquí, en chanclas porque no he tenido tiempo de cambiarme cuando mi madre me ha dicho que estaba de camino a misa de ocho. Tú hace poco que has vuelto de la playa.

María y yo el año pasado, cuando volvimos de la playa.
“La Encarni”, como tú la llamas, no es mujer de cruces ni se acuerda de todas las partes del Credo. “¿Qué dices de misas, mamá?”, le he soltado por teléfono, después de reírme unos segundos tras escuchar su plan para esta tarde.
Poco he tardado en recordar por qué se estaba dirigiendo aquí, cuál era el motivo por el cual parecía plenamente dispuesta a sustituir su señor limón granizado de la heladería nueva por escuchar el canto casi fúnebre de las pocas abuelas con ganas de agarrar el abanico y venirse al templo a echar la tarde del festivo más grande de España.
Cuando he caído en que hoy es el aniversario de una mala fecha para mi familia materna, he venido corriendo hasta aquí. Me he santiguado bajo la mirada orgullosa de mi tía, que me miraba desde el otro extremo del banco como se observa a una sospechosa, y he pedido un abanico para mimetizarme con el ambiente y, de paso, no morir.
Mari, los santos no tienen aire acondicionado, y yo no tengo ganas ningunas de engancharme a la homilía. Así que, en cuanto ha empezado el “En el nombre del Padre…” me he puesto a pensar que, si ayer me fijé en que acaban de cerrar el cine del pueblo, era curioso que un sitio con menos público siguiera ofreciendo función.
Tras mi ocurrencia, me he sentido un poco bruta. Así que, para empujarme hacia un buen lugar como es la empatía, me he propuesto imaginar con quién vendría yo aquí en unas pocas décadas, si algún día llevo faja y hay alguna desgracia de las gordas, de esas que requieren, según las mujeres mayores de nuestras casas, del consuelo de esta iglesia.
Ha sido entonces cuando nos he visto sentadas en este banco, sí, a ti y a mí. Firmes renegadoras de aquel colegio de monjas en el que nos criamos juntas, ateas declaradas, detractoras de toda promesa que huela a conjuro, me he atrevido a imaginarnos arrugadas como pasas, casi tan gordas como las desgracias que se acumulan con las décadas y dándole sin parar a dos abanicos floridos. Qué ganas de llorar, chica. Ojalá no tener que llevar faja nunca, jamás.

Una mañana de invierno, pero una mañana de campo.
¿Sabes, Mari? Puede ser que esa imagen – tan horrible como cómica – algún día se haga de verdad. Si esta iglesia no corre tan mala suerte como el cine Coliseum y nosotras tenemos la fortuna de acabar nuestros días cerca de estas coordenadas, es posible que pasemos aquí juntas alguna tarde aislada de la vejez. Y he de decir también, y esto tampoco es broma, que no me importaría.
Al fin y al cabo, como en los casos de mi madre y de mi tía Pili, – imagino, también, que en el de tu madre – esta iglesia nunca será para nosotras un gran símbolo espiritual, pero sí, en cierta medida, un relato, un ladrillo dentro de los muchos que conforman cualquier vida humana.
Quién sabe si alguna despedida, dentro de muchos años, solo será posible de digerir aquí. Los cantos y las oraciones son lo de menos. Hablo de un ladrillo sentimental que compartimos, de un relato que a las dos nos han contado, de una costumbre heredada de nuestras mujeres. Una entre tantas de las que compartimos, claro. Solo tiene sentido, esta tarde, hablarte de esta iglesia a ti.

(De derecha a izquierda) Natalia, María y yo, hace 16 años. Una tradición de nuestro pueblo.
Dice Ángeles Caballero en su última novela que el relato que escribe es “una excusa para hablar de su madre”, una mujer […] “que nunca tendrá un lugar en la historia de España”, pero que es fundamental en la suya. Querida María, algo parecido nos pasa a casi todas. Algo similar nos ocurre, a ti y a mí.
No hace falta ser una gran observadora para darse cuenta de que tienes los pies de “La Reme”, y yo los gestos básicos de nuestra Encarni. No hace falta ser adivina para apostar, con cierta posibilidad de acierto, que algún día acudiremos al dindán de estas campanas, no empujadas por la fe, sino por la – mejor por “nuestra” – historia.
Hace poco vi una peli sin ti, porque si la veo contigo te duermes. “Los pequeños amores”, se llamaba. Va de una hija que tiene que quedarse en la casa de campo donde vive su madre para cuidarla. La mujer se rompe la pierna al intentar pintar las paredes del chalé sola, subida a una escalera y, con motivo del reposo que se ve empujada a seguir, tiene que convivir de nuevo con su hija, ahora encargada de tratar de preparar el gazpacho diario siguiendo la receta de su “superiora” que es, por cierto y para sorpresa de nadie, bastante exigente.
Te gustaría, creo, más que aquella que te puse de “Manolito gafotas”. Va, en realidad, de todo lo que heredamos y de todo lo que tratamos de no heredar. De nuestras casas, de nuestras madres. De las cosas en las que estamos tajantemente de acuerdo con ellas, mujeres de pueblo nacidas en el setenta y pico, y de las discusiones – políticas, ¿sociológicas?, religiosas – que a veces caen como una bola de hierro sobre la mesa donde cada una come los sábados a las dos en punto. De eso también me gusta hablar contigo.

María durante la grabación de un corto del que mi abuela fue protagonista. Verano 2023.
Mientras las filas de señoras se desdibujan para encontrase las mejillas, abrazarse y darse la paz; mientras beso las mejillas de mi madre y de mi tía Pili, pienso en todo lo que las dos abrazaremos de ellas, aunque tú no seas mucho de contacto físico. Hago una quiniela mental sobre si algún día tú te cortarás el pelo como “La Reme”, sobre si yo me haré la raya del ojo para mezclarme entre las marujonas de misa, como ha hecho esta tarde “La Encarni”.
No sé si me entran ciertas ganas de llorar porque estoy ovulando o porque la cosa se está haciendo más larga de lo previsto. Supongo que es también un factor el ver a la señora que recoge los donativos, la misma cestilla de siempre entre las manos. Me acuerdo de cuando acompañaba a mi abuela hasta estos bancos cuando era niña y no consigo acertar si eso te lo he contado, pero sé que lo más probable es que la respuesta sea afirmativa.

Un fotograma del corto que protagonizó Anita, La Calabaza.
El caso es que a ella no le gustaba nada acudir sola a los entierros y yo, ya lo sabes, ya disfrutaba entonces de un drama tanto como lo hago ahora. Cuando pasaban el cesto, ella me daba unos centimillos. Después, a la hora del pésame, un clínex sacado de una bolsa de ganchillo de colores.
Querida María, te escribo, ya te lo he dicho, porque solo tiene sentido hablar contigo, esta tarde, de esta iglesia. Si ojeo mi lista de contactos en uno de esos días que requieren, por gravedad o por contexto, alguien que recuerde a su abuela junto a la mía a las puertas de las clases infantiles de ballet, te encuentro siempre.
Hay una cosa en especial que los años en Madrid me han enseñado a valorar, y es que no es lo mismo que alguien conozca tu nombre que que toda su familia sepa que eres “la nieta mayor de La Calabaza, la menor del Hilario el de los muebles, la primera hija de la Encarni”. No es lo mismo dibujar el plano de los ladrillos, la secuencia de los relatos, para explicárselos a alguien, que servirse de la comodidad y el cariño que encierra el hecho de haber ido a la misma iglesia, a ver belenes, desde los tres años. No sabría explicárselo a nadie. Por eso – también – te escribo esta tarde, porque sí sé que tú lo entiendes.

María y Anita, La Calabaza. Esta fotografía es todo lo que quiere decir este texto.
Quizás, al salir, te llame: “Bájate a una cervecica”. Para contarte alguno de estos rollos o, en su defecto, echarnos unas risas mientras se hace de noche en el parque donde acontecieron las mayores guerras de globos de agua de la Historia.
Encuentro una sensación de comodidad muy particular en saber que tu abuela y la mía pasearían a la misma hora de sus juventudes por la plaza que tengo a pocos metros de estos bancos, por la de la Parroquia de La Asunción. Las imagino, me invento sus rostros jóvenes, la postal me hace sonreír.
Explica Martín Gaite en sus “Usos amorosos de la posguerra española” que en todas las ciudades españolas existía una calle principal o una plaza donde, a horas fijas, tenía lugar “la ceremonia del paseo”. Las mujeres, agarradas del brazo, caminaban en el sentido contrario que los muchachos, “observando, con más o menos descaro, el comportamiento de los muchachos conocidos y desconocidos y hablando de ellos por lo bajo”.

María, Natalia y yo. El Saltamontes de la feria del pueblo.
El cura pronuncia eso que tantas veces escuchamos con una inmensa alegría y ciertas ansias de hincarle el diente al bocadillo de chorizo en la capilla del colegio: “Podéis ir en paz”. Camino por el pasillo central de la iglesia en dirección a la salida, pensando en la suerte de poder pasear por este pueblo contigo, en la paz, eso es. Sabiendo con certeza que, en otros tiempos, habríamos emprendido juntas la misión, “la ceremonia del paseo”.
Querida María, me despido de mi tía Pili y me pongo los cascos dirección a nuestro bar. Hoy, y en realidad siempre, solo es justo cantarte a ti esa de un grupo – que además se llama “Family” – que dice “tengo algunos poemas que escribimos entonces y que ahora te harían reír”.
Te quiere mucho y te te lleva siempre consigo – dentro y fuera de la plaza-,
La nieta mayor de «La Calabaza».
Recomendaciones de hoy:
- “El bello verano”, de Family (canción). 1993
- “Los parques de atracciones también cierran”, de Ángeles Caballero (novela). 2023
- “Los pequeños amores”, de Celia Rico (película). 2024
- “Manolito gafotas”, de Miguel Albadalejo (película). 1999.
- “Usos amorosos de la posguerra española”, de Carmen Martín Gaite (ensayo). 1987
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