Misoginia y mercado

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Mientras que el cotilleo entre mujeres es universalmente ridiculizado como vil y trivial, el cotilleo entre hombres, especialmente si es sobre mujeres, es llamado teoría, idea o hecho.

Andrea Dworkin

Hasta la llegada de la democracia y la integración de varias figuras históricas en dos tipos penales únicos de homicidio y asesinato, en España existió, entre otros ilícitos ahora desaparecidos, el infanticidio. En el artículo 410 del Código Penal de 1973, dicho delito se describía así: La madre que para ocultar su deshonra matare al hijo recién nacido será castigada con la pena de prisión menor. En la misma pena incurrirán los abuelos maternos que, para ocultar la deshonra de la madre, cometieren este delito.”

No es la acción descrita en este delito lo que despierta interés, sino la redacción del tipo penal. El legislador se asegura de aclarar que es inconcebible que aquellas madres que matan a sus hijos lo hagan por las razones por las que podrían hacerlo los padres. Ellos podrían asesinar por pura crueldad o por sufrir una grave enfermedad mental, de manera que se señala que la pena de este artículo se impone específicamente a aquellas progenitoras que asesinen para ocultar su deshonra, que ha cobrado forma humana en ese bebé nacido fuera del vínculo matrimonial. Materializada la deshonra, solo queda la posibilidad de eliminarla a través de la violencia, de intentar limpiar la mancha a través de la brutalidad más absoluta, pues ¿por qué otra razón iba a querer una madre matar a su hijo? 

El legislador franquista, naturalmente, no concebía al hombre y la mujer como humanos que pudieran estar motivados por razones similares. Un hijo jamás sería causa de deshonra para un hombre, pero sí para la mujer con quien lo hubiera concebido, e incluso para los abuelos de la criatura, que recibirían la misma pena en caso de que quisieran ocultar el deshonor de su hija matando a su nieto. Al parecer, el deshonor se extiende como podredumbre por todo el árbol familiar.

El contenido de este artículo resume de la forma más cruel y sencilla posible los pilares de la concepción no plenamente eliminada de que existe una relación entre la promiscuidad de una mujer y su valor como persona. Este ideario misógino solía encontrar (y sigue haciéndolo) su base en una estricta moral religiosa impuesta durante generaciones, que, sin embargo, se ha ido disipando gradualmente en la mayoría de los países de occidente a medida que la separación entre Iglesia y Estado ha progresado. Por ello, vale la pena detenerse a observar la razón por la cual esta idea de la honra y la pureza sexual no ha desaparecido por completo con el proceso de secularización, de la misma manera que la misoginia ha pervivido en la sociedad.

Lejos de ser eliminada, esta noción ha permanecido, hábilmente escondida en un credo distinto que domina las relaciones actuales: la ideología de mercado.

Ser un producto: la teoría del valor

El auge de la era neoliberal ha traído consigo una nueva concepción de las relaciones interpersonales, que ahora tratan de imitar las relaciones propias del mercado, reduciéndose a la mutua obtención de beneficio. Esta idea sólo puede fraguarse adecuadamente cuando se percibe a los sujetos que participan en la relación como objetos y no como auténticas personas, con las características e inconsistencias propias de los seres humanos. Los años del consumismo han desembocado en la moda de la automejora, de una hipervigilancia sobre el cuerpo y las actitudes, que deben ceñirse a unos estándares muy rígidos, disfrazada bajo lo que se denomina el “autocuidado” o “el proyecto personal”.

Naturalmente, mantener una rutina saludable y procurar la adquisición de hábitos o un estilo de vida que resulte satisfactorio es más que positivo, es algo altamente recomendable. Sin embargo, esta preocupación por la excelencia en todos los ámbitos de la vida no nace de un auténtico interés por la autosatisfacción o la felicidad, sino por el deseo de obtener un determinado rédito social, una especie de credibilidad que hace al individuo elevarse sobre sus iguales. 

Estos consejos carentes de auténtico contenido introspectivo ignoran, por supuesto, cualquier condición social antecedente a este supuesto proceso de automejora. En consonancia con la teoría liberal clásica, parte de la base de que cualquiera puede mejorar su situación vital si realmente quiere. En esta línea de pensamiento, la voluntad es un elemento mágico que de alguna manera vence incluso las dificultades económicas nacidas de circunstancias incontrolables por el individuo. Así, en medio de este razonamiento que enfatiza hasta la saciedad la noción de que el esfuerzo individual es la llave maestra para la excelencia no solo laboral o financiera, sino también en el seno de las relaciones interpersonales, nace la teoría del valor individual.

Este proceso gradual de objetivización de las personas sería imposible sin que se empleara el lenguaje empresarial, el que habitualmente se utiliza para referirse al intercambio de productos, es decir, el lenguaje propio de las mercancías. Usándolo para describir a los individuos, éstos pierden rápidamente la plenitud de su condición humana y se convierten en productos. Por tanto, como productos, poseen un determinado valor, valor que sube o baja atendiendo a una serie de variables acomodadas a los estándares sociales de éxito, belleza, masculinidad o feminidad. Por supuesto, el cálculo de este valor, que definirá el nivel de respeto o consideración que se tiene hacia el individuo, sucumbe a las definiciones patriarcales de hombre y mujer. Cada uno será juzgado según la categoría a la que pertenezca, con notables diferencias. 

Este proceso de mercantilización es uno de los conceptos que la escritora y periodista sueca Kajsa Ekis Ekman desarrolla en su obra El ser y la mercancía. La autora utiliza los fenómenos sociales de la prostitución y la gestación subrogada para introducir las bases sobre las que se asienta el mecanismo que termina por someter a las personas a la lógica de los objetos. 

En su libro, Ekman describe el fenómeno de la “reificación” (proveniente del latín res, la cosa) o “cosificación” del sexo que, según sus explicaciones, se ha producido en el ámbito del lenguaje para describir la prostitución como un simple intercambio de bienes: sexo por dinero. Al definir el sexo como algo abstracto, ajeno al cuerpo de la persona que se prostituye e incluso alienando el propio cuerpo de la mente, se produce la cosificación del mismo y, de alguna manera, cobra vida propia. El sexo acaba comportándose como una mercancía, como si fuera algo físico y determinado, palpable, y no un acto que practican personas. 

Pero cuando la prostitución se incorpora a una economía de mercado altamente desarrollada y avanzada esta compleja lucha por poder se convierte en mercancía. El sexo se separa de la persona y se hace sobrenatural. De acuerdo con Marx, una vez que algo hace la función de mercancía deja de comportarse con normalidad (…) Cuando una persona tiene sexo, es sin duda una persona y tal vez, más que nunca, un cuerpo. Pero cuando el sexo se convierte en mercancía, comienza a actuar de maneras muy extrañas. Se separa de la persona y parece que se va por ahí y se cambia por otras mercancías.

Kajsa Ekis Ekman

Naturalmente, es imposible desvincularse completamente de un acto sexual que se practica con el propio cuerpo, que se practica junto a otra persona. Sin embargo, el lenguaje empresarial anteriormente mencionado ha conseguido elaborar expresiones que permiten desvincular ese acto del propio cuerpo y al cuerpo de la persona que lo habita. Así, ya no es la persona completa quien practica sexo con otra, sino un cuerpo que ofrece sexo a otro cuerpo, como si lo intercambiado fuera tangible. 

Este extraño proceso mental de disociación no dista del proceso de cosificación al que se somete específicamente a las mujeres en el ámbito de la ideología de mercado, pues al ser consideradas un producto, pasa a ser normal referirse a ellas en función del “valor” que supuestamente ostentan. Pese a que todas las personas se ven sometidas a este proceso, llama la atención el hecho de que éste se adecúa perfectamente a los estándares de género patriarcales y son las mujeres quienes se ven perjudicadas en aspectos que no afectan la percepción social de los hombres. El ejemplo más evidente de ello es la moral sexual dispar que se aplica a un género y a otro. Pese a que la religión ya no juega un papel protagonista en la configuración de la moralidad, las anteriores reglas no han hecho más que adoptar una nueva justificación: el concepto del valor.

Traspasada la línea de cosificación, ya no se es auténticamente persona, sino un híbrido extraño de producto y persona. Como producto, además de poseer un valor que sube y baja, también se debe poder ser consumido de alguna manera. La sexualidad juega un papel fundamental, pues es el ámbito en el que se evidencia la mayor desigualdad entre ambos géneros

Poseer el producto: la exigencia de pureza sexual

En una de sus muchas intervenciones públicas, la activista y superviviente de violencia sexual Elizabeth Smart cuenta cómo fue una breve lección de “educación sexual” en su instituto, dominado por la idea de la abstinence-only education (es decir, martillear a los alumnos con la idea de que la única posibilidad moralmente aceptable es la abstinencia sexual hasta el matrimonio).

Smart describe cómo uno de sus profesores comparó a cada persona con un chicle, y al sexo con el acto de masticar. Por tanto, un chicle que era masticado muchas veces por varias personas se convertiría en algo que nadie desea, algo que se tira a la basura, algo carente de valor. De la barbarie de estas palabras, que en realidad no distan mucho de la idea general que se tiene sobre los supuestos efectos que tener múltiples parejas sexuales producen en una mujer, se extraen claramente las ideas siguientes: las personas, concretamente las mujeres, deben ser concebidas como objetos para poder saber su valor. Además, dicho objeto pierde valor en el momento en el que pierde pureza sexual, es decir, cuando participa en una relación sexual.

Pese a que se entiende que dicha relación es algo deseado por ambas partes, solo una de ellas ve mermado su valor tras la misma. El otro participante se ve incluso reforzado en su estatus social, en su valor como producto-persona. Así, la relación sexual se transforma en una especie de acto de dominación, con consecuencias muy distintas para cada uno.

El sexo desvirtúa a la mujer, porque es la posesión de la misma. ¿Quién va a querer algo que ya ha sido poseído, que ya ha sido usado? Algo, no alguien. Las personas no son artículos que se puedan poseer o consumir, pero no es éste el caso de la mujer en el ámbito sexual. La mujer no tiene estatus de persona, sino de cosa. Aquello que es poseído por muchas personas pierde valor, de forma que las mujeres deben guardarse de ser poseídas para poder retener su valor.

Las relaciones sexuales son comúnmente descritas y entendidas como una forma o un acto de posesión durante el cual, por el cual, un hombre habita una mujer, cubriéndola físicamente (…) y esa relación física con ella- sobre ella y dentro de ella- es su posesión. Él la posee, o, cuando ha terminado, la ha poseído. 

Andrea Dworkin

La creencia de que haber tenido múltiples parejas sexuales, especialmente fuera de una relación estable, hace a una mujer menos “apta” para el compromiso o la convierte en alguien a quien evitar está tan extendida que incluso ha intentado justificarse mediante supuesta ciencia. De manera similar al popular racismo científico del siglo XIX, existen decenas de falsos divulgadores, concretamente en redes sociales, que afirman categóricamente poder probar la inferioridad de las mujeres con amplia experiencia sexual, que según ellos son al mismo tiempo idiotas inconscientes y manipuladoras natas.

Sentados tras grandes micrófonos y dirigiéndose a audiencias cada vez más jóvenes, regurgitan una y otra vez la idea fundamental en torno a la que se construye su idea de hombre: hombre es aquel que posee de manera exclusiva. Dinero, propiedades o mujeres, poseer cualquiera de estos productos reafirma su posición masculina. De nuevo, las mujeres no conservan siquiera un resquicio de su humanidad en esta concepción de las relaciones, son simples accesorios de los que se llega a hablar casi como de una propiedad.

Salta a la vista que no todos los individuos son igualmente perjudicados por la cosificación, sino que la diferencia sexual provoca no sólo que las mujeres sean percibidas como bienes, sino que su finalidad como bien de mercado dependa, en gran medida, de su comportamiento en el ámbito de las relaciones sexuales. Una amplia experiencia la convierte en una especie de “bien común”, es decir, que ha sido poseído y por lo tanto carece de exclusividad, mientras que lo contrario eleva su valor a lo que podría llamarse un “bien privado”. De manera similar a cómo la belleza y la fealdad determinan el tratamiento de los individuos en sociedad, la relación sexual, es, por alguna razón, lo que dispone qué clase de mujer se es. No es extraño ver la promiscuidad equiparada con la vergüenza para las mujeres, convirtiendo el contacto sexual en algo similar a una humillación.

La dicotomía entre bien común y bien privado es esencialmente la división entre una clase de mujer y otra, entre un producto y otro, entre el bien y el mal. La supuestamente arcaica moral sexual que carecía de sentido ahora parece una conclusión obvia, obtenida siguiendo las inmanentes reglas del mercado.

Fue a partir de esta alianza entre los artesanos y las autoridades de las ciudades, junto con la continua privatización de la tierra, como se forjó una nueva división sexual del trabajo o, mejor dicho, un nuevo “contrato sexual” (…)  que definía a las mujeres -madres, esposas, hijas, viudas- en términos que ocultaban su condición de trabajadoras, mientras que daba a los hombres libre acceso a los cuerpos de las mujeres, a su trabajo y a los cuerpos y el trabajo de sus hijos. (…) las proletarias se convirtieron en lo que sustituyó a las tierras que perdieron (…) un bien comunal del que cualquiera podía apropiarse y usar según su voluntad. Los ecos de esta «apropiación primitiva» quedan al descubierto por el concepto de «mujer común» (Karras, 1989) que en el siglo XVI calificaba a aquellas que se prostituían. Pero en la nueva organización del trabajo todas las mujeres (excepto las que habían sido privatizadas por los hombres burgueses) se convirtieron en bien común (…)

Silvia Federici

En su formidable obra Calibán y la bruja, Federici aborda, entre otros temas, el origen de la subordinación de las mujeres a los hombres y su relación con la transición de la Europa precapitalista hacia el nuevo régimen capitalista, durante la cual se produjo lo que denomina una “derrota histórica” para las mujeres. Esta derrota consistió en la apropiación primitiva del trabajo e incluso del cuerpo femenino, con la conveniente represión estatal para llevarlo a cabo, en la que se incluyeron las terroríficas cazas de brujas, diseñadas para mantener a las mujeres desvinculadas de las instituciones de la familia o la Iglesia en la más absoluta marginalización.

Según Federici, la privatización de las tierras comunes por parte de los grandes terratenientes y a costa de los trabajadores trajo consigo la necesidad de que ese bien perdido fuera sustituido por otro. Así, al redefinir la posición de la mujer, su trabajo e incluso su cuerpo quedaron a la altura de otros “recursos naturales”, bienes a los que cualquiera podía acceder y que podían formar parte de las relaciones de mercado no como personas de pleno derecho, sino como productos. 

La situación de desigualdad entre sexos que ya existía antes de este proceso histórico quedó agravada sin remedio. La desposesión originaria de las mujeres descrita por Federici en su obra constituye un antecedente fundamental para poder comprender la evolución de la lógica capitalista que ha conducido a los razonamientos que perviven hoy en día. Las profundas transformaciones sociales que se han producido en occidente han permitido ir mucho más allá de la equiparación legal entre hombres y mujeres, pero no han logrado hacer desaparecer la idea de las mujeres como bienes privativos o comunes. 

La idea radical de ser sujeto

En una realidad en la que se obvian gran parte de las complejidades y contradicciones propias del ser humano de toda una categoría de personas, argumentar que deberían poder simplemente existir en plenitud parece una opinión radical. Para poder equipararse plenamente a los hombres, las mujeres no pueden ser concebidas como una especie de contraparte indescifrable, un apoyo o un complemento. 

Debido a que el testimonio de las mujeres no es ni puede ser validado por el testimonio de los hombres que han experimentado los mismos acontecimientos y les han dado el mismo valor, la realidad misma del abuso sufrido por las mujeres, a pesar de su abrumadora omnipresencia y constancia, es negada. Se niega en las transacciones de la vida cotidiana, y se niega en los libros de historia, se omite, y se niega por aquellos que dicen preocuparse por el sufrimiento, pero son ciegos a este sufrimiento. El problema, sencillamente, es que hay que creer en la existencia de la persona para reconocer la autenticidad de su sufrimiento. Ni los hombres ni las mujeres creen en la existencia de la mujer como ser significativo.

Andrea Dworkin

Por tanto, opuesta a la cosificación, a la objetivización, existe la idea de que se debe ser sujeto. Mirar en lugar de ser mirada. Priorizar el gusto propio en vez de acomodarse al gusto ajeno. Describir y opinar en lugar de ser permanentemente descrita o definida y, por tanto, limitada. En la dinámica mercantilizada de las relaciones, la mujer sólo puede ser percibida por otros y su naturaleza es necesariamente determinada por otros. En el momento en que ésta se reivindica como sujeto, como persona plena, desaparece toda posibilidad de secuestrarla en reglas arbitrarias o en dinámicas de valoración. Su valor es, al fin, determinado por ella misma. 

Bibliografía

  • Woman Hating. Andrea Dworkin
  • Intercourse. Andrea Dworkin, Ed. Perigee Books
  • Calibán y la bruja: mujeres, cuerpo y acumulación originaria. Silvia Federici, Ed. Traficantes de sueños
  • El ser y la mercancía. Kajsa Ekis Ekman, Ed. Bellaterra Editions

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