La novela de Marguerite Yourcenar testimonia una problemática con siglos de vigencia
Quizás una de las citas más relevantes de Marguerite Yourcenar en Alexis o el tratado del inútil combate sea esta: «El problema de la libertad sensual, en todas sus formas, es, en gran parte, un problema de libertad de expresión». Precisamente, porque aquello que no puede ser expresado es tabuizado, rechazado y reprimido. Todo esto, a la vez que nos aísla, estableciendo una barrera lingüística y sentimental entre nosotros y el resto. Según Sigmund Freud, todo lo que se reprime termina adquiriendo una dimensión patológica desmesurada y, al final, desembocará en una neurosis o un fuerte desequilibrio interior. En cambio, aquello que puede ser conjugado y aireado libremente se libera, normaliza y define saludablemente. Sin la intromisión de la palabra, las particularidades se enquistan y devienen en sufrimiento.
Este es el caso de Alexis, protagonista de la novela publicada en 1929, que, acosado desde muy joven por sus inclinaciones sexuales, escribe una extensa carta a su esposa, Mónica, en la que las revela indirectamente y detalla todos los sufrimientos que la represión, propia y ajena, le ha ocasionado. En esta obra de la autora belga se pueden identificar todos los condicionantes que llevan a un hombre homosexual a ocultar su orientación sexual, adoptar un modus vivendi contrario a su identidad, pero respetable socialmente, y las horrendas consecuencias que esto tiene en su vida. La vigencia de este libro es total. Lo ejemplifica el hecho de que, 34 años después de su publicación original, ante la tesitura de modificar el texto, Yourcenar decidiera dejarlo tal y como estaba, afirmando que «viendo las reacciones que aún hoy provoca, este relato parece haber conservado su actualidad e incluso ser de utilidad para algunos».
Encontrándonos, como lo hacemos, en una sociedad heteropatriarcal, comprendemos que cualquier tipo de representación sexual que diste de la norma va a venir acompañada por una determinada lectura negativa. En este sentido, teniendo en cuenta el nivel de degradación que ha venido sufriendo tradicionalmente el género femenino, el sociólogo Pierre Bourdieu, en su obra La dominación masculina, logra identificar uno de los sesgos discriminatorios que se vierten sobre los hombres homosexuales. Se entiende que el hombre homosexual, en tanto que está inicialmente por encima de la posición femenina por el hecho de ser varón, renuncia a sus privilegios a causa de sus preferencias sexuales. Es decir, escoge ser dominado y se convierte en un traidor para el esquema de dominación masculino. En este sentido, el hombre homosexual se transforma, a los ojos de la norma viril, en algo incluso peor que una mujer. Se considera a la mujer inferior, es cierto, pero también respetable siempre que se adhiera a los roles establecidos para su condición. Sin embargo, el hombre gay parece decidir deliberadamente con sus conductas degradantes dinamitar la correcta expresión de la masculinidad. La mujer está condenada a un lugar de sumisión desde la cuna, el homosexual debe ser castigado porque obra conscientemente en contra del orden natural.
Además, la falta del homosexual es doblemente punible debido a que se trata de una «enfermedad» – concepto que desarrollaremos más adelante – que no tiene por qué hacerse visible. Es aquí cuando entra en juego el papel de la represión, todas las fuerzas coercitivas que la sociedad pone en funcionamiento para condicionar al diferente, malogrando su subjetividad, con el fin de conseguir que abandone sus terribles impulsos. Tal y como sostiene el filósofo francés, Didier Eribon:
«la subjetividad de un homosexual se constituye en un proceso de educación de sí mismo mediante la severa autodisciplina que debe imponerse en cada instante, en cada gesto para «parecer normal» como los demás […] Es la necesidad de «hacer como si», un esfuerzo permanente para que no trasluzca nada de las propias emociones, sentimientos, deseo…»
De esta manera, la única herramienta para la supervivencia social e, incluso, física de un homosexual – ahora sí, incluyendo también a las mujeres – es el fingimiento de una alternativa identidad. En un proceso agotador que se extiende a todas las facetas de su existencia durante años, se ve obligado a erigir una especie de parapeto conductual que le permita mantener oculto hasta el más ínfimo vestigio que pueda descubrir su naturaleza real. Todo lo que contraríe los roles de género y conductas preestablecidas debe ser meticulosamente enmascarado. Algo que, a propósito, nos hace identificar que, en realidad, aún en nuestra época, lo que es rechazado es cualquier expresión que delate la disidencia sexual y no la inclinación en sí. Ahora mismo, se establece la validez de las personas homosexuales siempre en cuanto no sean distinguibles a simple vista. Determinando una manera correcta de serlo y normalizando la formula: «Vale, tú lo eres, pero, al menos, no lo pareces». Volviendo al tema en cuestión, apreciamos en casi todos los casos que aquel que peor concepto tiene de estas inclinaciones es el propio sujeto. Rechaza, reprime y condena su naturaleza aun más duramente de como lo haría la sociedad. Un ejemplo es este mismo libro, Confesiones de una máscara de Yukio Mishima, La muerte en Venecia de Thomas Mann y un sinfín más de obras literarias.
Incluso, tomando en cuenta estas últimas obras citadas, podemos reconocer la malinterpretación que aún y nuevamente, a día de hoy, se hace de las orientaciones sexuales no normativas. A menudo, cuando se habla de homosexualidad, bisexualidad, etc. se le da exclusiva importancia a la segunda parte de la palabra desde un punto de vista lascivo, algo que no sucede con la palabra heterosexualidad. Se piensa en dichas expresiones desde el concepto meramente carnal y no afectivo. El acto sexual indiscriminado y recurrente, en el caso de un varón heterosexual, es cotidianamente aceptado y aun reforzado, tildándolo de conquistador, donjuán y experto en las artes amatorias. Sin embargo, en el de un hombre homosexual, semejante conducta se tacharía de depravada, viciosa e incorrecta, omitiendo por completo el componente amoroso.
Los textos de Marguerite Yourcenar siempre han destacado por su alto enfoque neoplatónico. Así como su continua reflexión acerca de la relación entre cuerpo y espíritu, materia y esencia. El error, causa de innumerables sufrimientos, muy a menudo reside en considerar placer (materia) y amor (esencia) como dos sucesos independientes y no complementarios. Eros, en ausencia de Ágape, se nos queda cojo. El amor – y la sexualidad tiene que ver con él – es, según Platón, un medio para engendrar belleza, una especie de trance en el que, mediante el goce del ser amado, conseguimos elevarnos espiritualmente desde lo sensible hacia lo sublime. Por lo tanto, el hecho de que Alexis trate de rechazar cualquier tipo de sentimentalidad en sus inclinaciones no es más que una herencia de la culpa judeocristiana que le permite seguir manteniéndose en un papel de víctima con respecto a su homosexualidad. Además, esa misma culpa hace que se considere un desgraciado que, sucumbiendo a sus pasiones, no es merecedor de amor ni de felicidad:
«La vida me ha hecho lo que soy, prisionero (si se quiere) de instintos que yo no he escogido pero a los que me resigno, y esta aceptación, espero, a falta de felicidad, me procurará la serenidad».
Todo ese sentido de culpa le hace, no sólo renunciar a su propia identidad sexual, sino, abrazando el mandato social, conformarse con pequeños destellos de serenidad y alegría. Siente que algo dentro de él lo condena, desde siempre, a la mediocridad, el escondimiento y la perversión. Él mismo dice que «siempre sospechaba que en la alegría estuviera contenido el pecado».
El opresivo código moral bajo el que vive Alexis le lleva a pensar que, no sólo tiene la culpa de sus inclinaciones, sino que, a falta de culpa, está enfermo. Al tratar de agilizar su confesión hacia su mujer dice: «Sé que hay nombres para todas las enfermedades y aquello de lo que quiero hablarte pasa por ser una enfermedad». Pensaba, aun así, que había una manera de curarse. Si conseguía el amor de una joven que le enseñase a quererla a ella a su vez, si cumplía con el mandato moral y el servicio que un hombre debe brindarle a su sociedad, podría librarse de su mal. La consecución de ese deber residía en darle un hijo a su mujer. En el momento en el que engendrase una mínima descendencia, habría cumplido con su tarea y podría ser libre. «Sentía que había llegado al límite de mi valentía: comprendía que solo no me iba a curar nunca». Pero, habiendo conseguido hacerlo, seguía sintiendo su suciedad interna, comprendía que no sería capaz de esquivar su oscuro destino. Al contrario de lo que pensaba, ella no podía curar lo que no es una enfermedad. Es en ese momento en el que escribe a Mónica, cuando ni aun logrando lo que se espera de todo hombre podía sentirse purificado.
Dice Alexis: «Terminaba por decirme que mi único error (mi única desgracia, más bien) era ser, no el peor de todos, sino únicamente diferente». Esa disonancia entre la verdadera identidad y la que debe proyectar para sobrevivir socialmente ocasiona un sufrimiento indescriptible. Tanto así, que el suicidio desfila por su mente como una opción viable para acallar el dolor. Ante tal violencia interiorizada, tal opresión vital, la salida empieza a antojársele como una posibilidad.
«En los objetos más humildes, ya no veía más que el instrumento de una destrucción posible. Me daban miedo las telas porque se pueden anudar, la punta de las tijeras y sobre todo los objetos cortantes. Aquellas formas brutales de liberación eran una tentación para mí y tenía que poner un candado entre mi demencia y yo.»
Recordaremos la frase inicial de este artículo: «El problema de la libertad sensual, en todas sus formas, es, en gran parte, un problema de libertad de expresión». Si lo que Alexis, o cualquier otro homosexual, buscaba era una manera de terminar con el sufrimiento que ocasiona ser distinto, la solución no es otra que la confesión. La única forma de zafarse del opresivo molde de la masculinidad es renunciar a ser juzgado desde esos parámetros. La respuesta está en expandir el paraguas de la virilidad a base de pluralidad y expresión. Palabras e historias, sólo eso. No puede respetarse aquello que se mantiene oculto, si se pretende escapar de los muros coercitivos heredados de una sociedad heteropatriarcal asfixiante, la meta es la palabra. Nuevamente, la literatura vuelve a ser una herramienta capaz de cambiar nuestras vidas. Nada más por hoy. Volviendo con Didier Eribon:
«La conciencia individual y colectiva no sólo existe y se perpetúa a través de los siglos, sino que asimismo, «cambia con el tiempo y varía de un lugar a otro», y se puede, en consecuencia, transformarse y reinventarse.»
Obras citadas:
- Alexis o el tratado del inútil combate – Marguerite Yourcenar
- Reflexiones sobre la cuestión gay – Didier Eribon
- La dominación masculina – Pierre Bourdieu

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