Marina Abramovic y la presencia como medio artístico en la Modernidad
Setecientas treinta y seis horas y media de silencio. Una mesa en la alba quietud de una sala: a cada lado, de madera una silla. En una de las sillas, una mujer. En ella, como una cadena blindada, o como un péndulo abrasador, salvaje un despertar. Guardiana de la presencia, acoge al que en ella se quiera sumergir, manteniendo durante indefinido tiempo la mirada del Otro. Y esta mirada guarda una llave. ¿Qué llave guardará esta mirada?
La obra The Artist is Present, la cual llegó a su fin el 31 de mayo de 2010 tras tres meses de inexorable continuidad, nos hizo testigos de la expansión de aquello que hasta hace poco considerábase la forma artística convencional. Fue puesta en escena por Marina Abramovic, artista yugoslava de setenta y siete años, en el Museo de Arte Moderno de Nueva York. En la obra, la artista se sienta en total inmovilidad durante periodos de no menos de siete horas día tras día, y cada espectador que así lo desee tiene la oportunidad de sentarse frente a ella para compartir, durante indefinido tiempo, su mirada, la cual tiene doble un propósito: ser ancora en la cual pueda el hombre vaciar su emoción, creando entre artista y espectador suaves hilos de miel que se materializan en el aire intermedio, y anclar al Otro en lo presente con asolador esfuerzo, con meditada inmovilidad.

Con esta pieza, la cual es la primera en su especie en llegar a la exposición que conlleva un gran museo, se formula la cuestión ontológica sobre si un medio tan efímero como el arte performático puede o debe existir en un contexto institucional como este, y lo que ello puede conllevar para el significado mismo de la disciplina. Aquello que nos debiera parecer tal vez más llamativo, sin embargo, es el concepto mismo en el cual se apoya la exhibición : la reperformance, es decir, la repetición de la puesta en escena de obras dentro de una disciplina artística en cuya definición se encuentra indubitablemente lo efímero, lo inmaterial de la acción en el momento presente y la huella abstracta e intangible que este deja en nuestra realidad.
Para entender la obra de Abramovic, tal vez nos sea útil remontarnos a la disciplina artística que fue cuna de lo que en el presente se ha convertido en el arte de performance. Ya en el siglo XIX existía un género llamado tableaux vivants, “cuadros vivos”. Este género se basaba en la recreación de cuadros o esculturas conocidas a través del posicionamiento del cuerpo humano, y aunque la puesta en escena estética de los cuadros vivos tradicionalmente se basaba en la comunicación unidireccional de representaciones simbólicas, en la contemporaneidad la performance constituye una zona de encuentro conceptual, una convergencia donde se entrecruzan infinitos caminos, produciéndose una transformación del terreno de la representaciones fijas. Sin embargo, mientras que los “cuadros vivos” en el siglo XIX tenían la intención de instruir a una clase media en constante crecimiento sobre manuales de etiqueta, el arte de performance actual es una disciplina dentro de la cual emergen innumerables subjetividades y expresiones del ser, introduciendo así un medio artístico que se acerca cada vez más a la inmaterialidad y a la abstracción total, y por ende a la creciente complejidad del pensamiento humano.

Dentro de este marco, la obra de Abramovic se caracteriza por la utilización del dolor como áureo umbral a través del cual uno puede realizar el salto de intuición hacia lo desconocido, terreno de fulgentes minas donde habitan, con la mirada fija siempre puesta en el otro, la Curiosidad y el Espanto. Se produce así un violento empuje de los límites del dolor y la presencia física: eclosión transformadora, momento de génesis. A nivel teleológico la obra es creadora y responsable de un marco estético que intensifica el proceso de corporeidad e incorporación, de conversión y presencia a través del cuerpo mismo, nuca rígida, músculos tan tensos que tiemblan.
La performance de Abramovic establece inaudible una comunicación con el espectador, medio para intensificar y esculpir el espacio. Esta técnica, desarrollada a través de los años junto a Ulay, su pareja artística, ha recibido el nombre de inmovilidad viva. Muestra de esto es una de sus obras conjuntas, Nightsea Crossing (1982), la cual ha sido puesta en escena un total de noventa veces. En ella se sientan cada uno al lado de una mesa con los ojos dirigidos, imperturbables, a la mirada del otro. Este ejercicio se prolonga durante periodos de no menos de siete horas, y la ley absoluta es la inmovilidad física total. El cuerpo humano, sin embargo, no está diseñado para tal quietud, y en un par de horas comienza a segregar sustancias que queman como ácido y se clavan como navajas en el músculo blando. Es este el verdadero reto de la obra: el propio cuerpo ensañado contra uno mismo, implorando el movimiento. Ellos, entidad sorda y ciega, permanecen fijos, impertérritos, eternos, en la brutalidad del presente, a la vez que sus manos y sus pies sangran.

Estéticamente hay cierta semejanza superficial con la escultura viva: el cuerpo toma una determinada forma, es convertido en estático objeto. Sin embargo, a nivel metafísico el dúo artístico pretende la íntegra reivindicación del momento presente, la estética siendo únicamente el primer umbral que cruza su obra. En la sigilosa caza de lo presente, el filo de su cuchillo no es otro que la férrea voluntad. Centran toda concentración y experiencia sensorial en un punto, este punto siendo el Otro. Sin embargo, y es aquí donde se pone verdaderamente interesante, su trabajo colaborativo se aleja de toda concepción normativa individualidad y género: se sumergen en una tercera identidad que los compone a los dos, diluyendo, durante un fantástico y épico momento, la Otredad. Tiene lugar así una redefinición radical de los bordes del ser a través de un proceso de desaparición conjunta, de metamorfosis y nuevo nacimiento. La mirada de un ojo al otro no es dirigida sino al inescrutable interior de uno mismo, y todo lugar por el que pasa arde calcinado, convertido en puro fuego. Es causante esto de una seductora inaccesibilidad para con el espectador, el cual tiene la sensación de que la Entidad está ausente, distraída, abstraída y vacua. En palabras de la misma Abramovic: “Cuando estás realmente centrado en el aquí y el ahora, es cuando se tiene la impresión de que estás ausente”.
La obra de juventud de Abramovic tenía, es cierto, diferentes matices. Rhythm 0 (1974) fue el incendiario combustible que puso en marcha su carrera. Para esta obra, llevada a cabo en una pequeña galería en Nápoles, se dio instrucciones muy determinadas, a saber:
Setenta y dos objetos en una mesa.
Pueden ser utilizados sobre mí como se desee.
Yo soy el objeto.
Durante este periodo tomo toda la responsabilidad.
Un solo golpe de vista a la inerte, aunque brutal, amalgama de objetos que en aquella mesa se encontraban esboza en la mente un cuadro tan violento como tierno. Una rosa, un pintalabios, una pistola, balas, brillantes cuchillos y sierras de diferentes tamaños, colocados de manera que formaban una forma como un arpa, cada filo una cuerda a la que arrancarle el sonido. Un látigo, jabón, miel dorada, una copia de El Idiota de Fiodor Dostoievski. La pieza duró desde las 8 de la tarde hasta las 2 de la mañana, para un total de seis horas. Al comienzo el espectador mostró un amable rostro de mentira, incrédulo ante la veracidad de las condiciones estipuladas por la artista. Fue así acariciada con una pluma; una rosa fue también colocada entre sus pálidas manos, sangre que gotea en nieve virgen, neblinoso contraste invernal. Le fueron aplicados suaves perfumes y tinte carmesí enrojeció sus labios. Tomaron su fotografía, se la hicieron sujetar, y le dieron tiernos besos de querubín destronado: ángel que se precipita sanguinario bajo el cielo.

A medida, sin embargo, que fue pasando el tiempo, la atmósfera de la pequeña galería se fue llenando de una niebla densa y hechizante, tan embriagadora que deshizo los hilos de Convención que mantenían sujetas las manos de los allí presentes. Como si de marionetas liberadas se tratase, se precipitó circense un mundo del terror. Desatose así la Violencia. Como en una escalera irrevocable, subían los espectadores los peldaños, hasta entonces incognoscibles, del subyacente deseo. Cada uno de los asistentes tomó, a su manera, parte en la Violencia. Fina línea y delicado contraste: de lo tierno a lo violento, de lo amable a lo brutal. Apenas un saltito infantil, recibe tu hermanito un abrazo, tras ello un golpe. Un abrazo que es un golpe. Un golpe de frenético abrazo. Una vez dado el paso, se desvanece lo que antes suponíamos tierra firme, y allí nos encontramos, alegre Dorothy por la calzada de baldosas amarillas, de pronto tornada carmesí, sin memoria alguna del mundo de Oz. Zapatitos de charol inmóviles, suelas pegajosas. Consistencia de petróleo, tiránico olor a hierro.
Los asistentes desnudaron a la artista. En los siguientes actos encontraríamos el polarizado contraste Madonna/María Magdalena, Santa y Puta. Entre otras cosas, le hicieron un corte en la base del cuello con un pequeño cuchillo, que refulgía con el brillo de una estrella bajo las potentes luces de la blanca habitación. Le fueron clavadas espinas de la misma rosa que antes le había sido ofrendada: brotó minúsculo el rojo, floreciendo desde la vena. Un hombre amasó entre sus manos sus pechos. Cuando la tumbaron en el suelo desnuda y le fue colocado un cuchillo, esta vez de mayor tamaño, entre las piernas, la artista se mantuvo impasible. E incluso cuando un hombre cargó la pistola que en la mesa se encontraba, y le hizo acariciar el gatillo con su propio dedo, apuntando al mandíbula, el Objeto no se desplazó ni un solo milímetro. Solo hubo una intervención de la audiencia desde aquel momento que reflejase ternura, o más bien, lo que convencionalmente entendemos por humanidad. Una joven de pronto se acercó a la Artista/ Objeto para secarle una lágrima que le rodaba, con excruciante lentitud, por la mejilla.
Cuando al fin se movió, todo el mundo huyó despavorido. Salió de su prolongado entumecer y comenzó el lento retorno a su hotel. La siguiente vez que vislumbró su imagen reflejada en el espejo, cuenta que vio entre el castaño oscuro, como un finísimo y magnético relámpago eléctrico, un cabello blanco. Temprano envejecer. Compleja es la naturaleza humana. Hermosa y terrible tarea la del Arte: sacarla a la luz, desenmascararla.


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