Bailar a los veintidós

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Querida Marina:

La tarde que nos conocimos, supe más o menos quién eras un poco antes de presentarnos. Yo llegaba con retraso a la cafetería donde habíamos quedado, Caffè degli Artisti, si mal no recuerdo. Tú ya llevabas esperándome en la esquina unos cinco o diez minutos.

Limpia va el agua del río
Como la estrella de la mañana
Limpio va el cariño mío
El manantial de tu fuente clara

Como el agua
Ay, como el agua
Como el agua

En mis cascos sonaba Camarón para ayudarme con doble objetivo. Primero, llenaba aquellas calles grises y simétricas de mi nueva ciudad de un calor familiar, de una fuerza conocida y, segundo, me ayudaba a tranquilizarme un poco ante la posibilidad de tropezarme con un bordillo o decir alguna tontería incoherente durante los primeros minutos en los que estuviese hablando contigo. Aquella guitarra flamenca pegada a mis oídos a través de un cable me ayudaba a repetirme que, estuviera donde estuviera, podía conseguir sentirme en casa. Me aliviaba pensar que la música siempre cabe en las maletas y que no me hacía falta mucho más para sentir compañía, ya lo tenía comprobado. “Al fin y al cabo, la quedada esta no es tan importante”, me decía. Claro que tenía miedo.

Marina (y Carmen) en mi casa de Turín

Cuando me aproximé hacia ti por la calle recta que llevaba hasta la cafetería vi que estabas de espaldas, con el cuerpo erguido, que no tenso. Dejabas caer los dedos de las manos sin entrelazarlos, estabas aparentemente tranquila ante el primer encuentro con tu primera amiga en potencia en la primera ciudad donde vivías sin tu familia.

Parecía que tuvieras el arrojo de alguien que ha estado solo ante el telón de un escenario. Tenías los pies un poquito separados, formando un ángulo imperceptible para cualquiera que no haya hecho ballet en la vida. Afortunadamente, yo sí acerté a adivinar el porqué de aquella postura tuya. Sonreí. Como pasa en esa peli de Chus Gutiérrez, Alma gitana, quise creerme, por suerte, que no me estaba equivocando al intuir que tú sabías bailar. A los pocos días de llegar a Turín, me tranquilizaba saber que tenía allí alguien con quien hacerlo. Si me aburría, si estaba un poco triste, si me ponía contenta de repente.

Merin, Marina, Marinita … en Roma

Lo cierto es que, antes de irme a Italia, yo tenía medianamente claro que a esas alturas de la vida era claramente imposible hacer amigas de las buenas, de las de primera fila de butaca. Ingenua de mí, pensaba que ya había demasiadas cosas que explicar para que se entendieran, demasiadas cosas que comprender de la otra para saber, a fondo, quién era de verdad.

No éramos de la misma ciudad, no habíamos presenciado el primer amor de la otra, no habíamos compartido las primeras crisis universitarias ni teníamos un acuerdo consensuado sobre cuántas noches a la semana era lógico salir de fiesta. Aquella primera tarde que quedamos, sentí alegría al saber que probablemente no fuera a estar completamente sola entre todos aquellos universitarios italianos y ariscos que habitan sin mucha gracia el norte de aquel país, pero no me terminaba de creer que yo fuera a verte llorar o que tú fueras a conocer a mi abuela, qué sé yo.

Sin duda bailaríamos juntas, lo pasaríamos bien, muy bien. Sin embargo, inevitablemente, para mi desgracia y como ya me había pasado más veces, nos despediríamos al final de alguna noche o al término del curso en el mejor de los casos, prometiéndonos visitas y viajes que difícilmente podríamos cumplir.

Haciendo el canelo

Ingenua de mí, no imaginaba que en poco tiempo se me haría raro despertarme y no escucharte hacer café o verte estirando, levantando la pierna hasta la cabeza enfrente del ventanal de mi habitación turinesa. Miro la estantería del salón que a día de hoy compartimos repleta de tus libros y sonrío al recordar aquella – mi – desconfianza ante la posibilidad de volver a enamorarme. “Casi todo lo que sé sobre el amor lo he aprendido charlando con mis amigas”, dice uno de tus favoritos.

Tú no tenías aquel problema de la desconfianza ni la desilusión. Acababas de dejar el nido y tenías unas ganas tremendas de emprender una expedición a la vida de estudiante semiadulto, una energía infinita para hablar de cosas serias y de las que no lo son, la capacidad de escuchar intacta y buena predisposición para creer en lo que cualquier bípedo medianamente interesante te dijera. Eras, todavía, plenamente capaz de ilusionarte. Confiabas fielmente en que el mundo era bueno y me contabas muy orgullosa que no habías dejado nunca de bailar, de tomártelo en serio. Pararías circunstancialmente durante el Erasmus, volverías a hacerlo en cuanto pusieras los pies en casa. Tu inocencia brillaba entre todos los demás de una manera seria y contundente. Estabas convencida, como todas lo habíamos estado alguna vez, de que hacernos mayores era más capaz de hacernos felices que de hacernos daño. Me prometías segura que nos haríamos visitas, que nos iríamos de viaje, que viviríamos juntas en Madrid.

Marina y su ilusión en una Iglesia bonita de Roma

Hoy, en la estantería de casa, también dejas a veces un libro de Machado:

“Estos chopos del río, que acompañan

con el sonido de sus hojas secas

el son del agua cuando el viento sopla,

tienen en sus cortezas

grabadas iniciales que son nombres

de enamorados, cifras que son fechas.

¡Álamos del amor que ayer tuvisteis

de ruiseñores vuestras ramas llenas;

álamos que seréis mañana liras

del viento perfumado en primavera;

álamos del amor cerca del agua

que corre y pasa y sueña,

álamos de las márgenes del Duero,

conmigo vais, mi corazón os lleva!”

El día que yo te conocí hacía casi tres meses que había dejado la residencia de estudiantes. Estaba, ya te digo, confusa y algo cansada. La dinámica de mi vida se parecía a algo así como a un campamento de verano sin fin que ya no me resultaba tan divertido. Se trataba de conocer gente, disfrutar un rato y despedirse. Tres pasos de una rueda continua que no tenía sentido de cara a mi objetivo vital, que no se me antojaba muy distinto al de la población media: formar un hogar, sentirse de algún sitio.

Nuestro salón en Madrid

Me propuse convertirme en una anciana emocional y me comprometí conmigo misma a estarme quietecita en todo lo relativo a las aventuras sentimentales juveniles, fueran amorosas o no. Podía escribir tranquila, escuchar a Sabina o a Camarón entre las paredes de mi nueva casa, bucear en los recuerdos pasados e imaginar los futuros deseables, permitirme poner en pausa el momento presente, que antes me había parecido una batidora eléctrica en función turbo.

Sin embargo, las semanas fueron pasando y, como sucede usualmente, consiguieron desdibujar mis planes rígidos y absolutistas. Dormías muchas noches en mi casa y yo esperaba en la cafetería de debajo de la tuya cada mañana, al volver de la universidad. Un día, en mi cuarto, nos hicimos solemnemente amigas cuando ocurrió lo que siempre ocurre para eso. Yo te propuse una cosa a la que pensaba que me dirías que no y me dijiste que te parecía muy buena idea. A los pocos días, convertimos el patio de vecinos de mi edificio en un escenario y, sin darme cuenta, volví a ponerme un maillot después de un montón de tiempo. Un abuelo italiano nos tiró diez euros desde un balcón y compramos unas cuantas pizzas.

El patio de mi casa de Turín

Este año, ya en Madrid, cuando se acercaba el día de pagar el primer mes de alquiler juntas y empezabas a colocar tus libros en la estantería del salón, te escribí un guion una noche. Se titula: “De si tiene algún sentido bailar sevillanas a solas”. Tiene cuatro escenas, como cuatro son las sevillanas (enamoramiento, seducción, enfado, reconciliación). Tiene la intención de explicar, aunque no vaya a llegar a grabarlo nunca, que gracias a ti pude acabar el baile con mi capacidad de considerar la ilusión como una garantía suficiente, que gracias a ti fui capaz de volver a levantar el telón de mi teatro. Enamoramiento-seducción-enfado-RECONCILIACIÓN.

Querida Marina, el otro día me contabas que estás enfadada porque ya no bailas y yo te convencí de que es imposible que una mujer como tú deje algún día de bailar, aunque no tenga tiempo, aunque no tenga espacio. Querida Marina, baila para siempre, ¿eh? Necesitamos alguna forma de conseguir pizzas, un nuevo salón que compartir, una vida divertida por delante.

Limpia va el agua del río
Como la estrella de la mañana
Limpio va el cariño mío
El manantial de tu fuente clara

Te quiero.

Recomendaciones de hoy:

  • Alderton, D. (2018). Todo lo que sé sobre el amor. Espasa.
  • Camarón de la Isla. (1981). Como el agua. En Como el agua [Canción]. Universal Music Spain.
  • Gutiérrez, C. (Directora). (1996). Alma Gitana [Película].
  • Machado, A. (1912). Campos de Castilla.

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