Michel Houellebecq: el Hombre y la República

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I. El Puente

A principios de esta semana, cuando trataba de elegir un tema sobre el que escribir el próximo artículo para esta revista, me encontraba en el trabajo con el telenoticias puesto. Las informaciones se iban sucediendo unas a otras y provocaban entre ellas, en su minúsculo tiempo de escaletas, un juego de contrastes y afinidades muy similar al que también puede generar ver varios anuncios seguidos. Es parte de la magia de nuestros días: de todo ese caos informativo surge el orden y, en algún momento, varias noticias tienden en la mente del espectador un puente capaz de soportar el pensamiento hilado, las asociaciones, la memoria individual vinculándose naturalmente con la realidad colectiva.

He aquí, como decía, que me encontraba escuchando distraído las noticias cuando, de pronto, aparecieron los resúmenes de la jornada de la Eurocopa. Me gusta el fútbol, qué le vamos a hacer, así que decidí mirar. De nuevo la escaleta jugó conmigo, porque en cuanto mis ojos se posaron sobre la pantalla, pasaron a la siguiente noticia: Kylian Mbappé animaba a los jóvenes a votar en las próximas elecciones anticipadas que Francia está por celebrar, afirmando no ser partidario «de los extremos». No hubo tiempo para reflexionar sobre ello, de pronto Françoise Hollande se presentaba como candidato, toda una sorpresa, desagradable para Macron, contaron en los siguientes segundos. A continuación, aparecía Marie Le Pen, «un extremo», pensé velozmente, pero me faltó localizar el otro. En cambio, la líder de Agrupación Nacional intentó ayudarme al hablar del Frente Popular, «ese bloque islamista de izquierdas».

De pronto, el puente. Mis oídos dejaron de captar lo que decía la televisión (por supuesto, ya en otros asuntos), se doblaron, de algún modo que no sé explicar, hacia dentro, empezando a transmitir una señal de aviso en forma de pregunta. ¿Por qué me sonaba lo del «bloque islamista de izquierdas»? Nunca he sido un experto en política, menos aún en islamismo. Las bloques de recuerdos y sugerencias se iban apilando unos con otros, hasta que finalmente, mi pensamiento fue capaz de encontrar el camino que buscaba: Michel Houellebecq.

Recordé, aliviado por haber hallado al fin una salida, que Michel Houellebecq, ese escritor francés que aún hoy es descrito por los académicos como tal vez el más digno de los sucesores de Camus; ese mismo autor también polémico hasta la médula, antipático incluso en sus conspiraciones, había publicado un libro en 2015 llamado Sumisión, en el que se situaba en la Francia de la década siguiente para imaginarse un país gobernado por un partido político ficticio: Hermandad Musulmana. Justo cuando el puente empezaba a derrumbarse, la idea prendió fuego en mi cerebro: ya tenía tema para el siguiente artículo.

A eso de las cuatro de la mañana, la noche se vuelve distinta. Algo se agita en mi interior y quiere salir. El carácter mismo de este viaje empieza a modificarse: adquiere en mi cabeza un tinte decisivo, casi heroico.

Ampliación del campo de batalla — Michel Houellebecq

II. La República

La relación entre los escritores y la política ha sido siempre un tema candente, porque en realidad nunca se ha resuelto en nada. Acaso el primero en pronunciarse (o el primero en escribirlo) fuera Platón, cuando decidía expulsar a los poetas de su República ideal porque consideraba la palabra literaria como el simulacro del mito, carente de la verdad filosófica que este último encierra. Siglos más tarde, concretamente en 1684, Francia invertiría los razonamientos platónicos con un diario titulado Nouvelles de la République des Lettres, en honor a todos aquellos escritores e intelectuales que, gracias a las cartas y a la imprenta y a la incipiente modernidad, decidieron entablar una cordial y provechosa correspondencia. Menos cordial fue el trato, sin embargo, que en el siglo XX recibiría Sartre de sus compañeros des Lettres por su férrea defensa de otras Repúblicas, las soviéticas.

Pero el papel de los escritores en la política daría lugar a muchos artículos que no son este. Porque aquí, de nuevo, interesa más como la política interviene en los escritores. Hace unas semanas, publiqué un artículo enumerando a varios escritores a los que el Nobel les fue negado por sus posturas políticas. En términos actuales, no mencioné, sin embargo, a Michel Houellebecq, a quien me cuesta mucho imaginar dando las gracias en la Academia de Estocolmo debido, precisamente, a su pensamiento tildado de misógino, xenófobo y, por supuesto, islamófobo. Volveremos a este tema en un momento, pero antes me gustaría ahondar en quién es, literariamente hablando, Michel Houellebecq, porque es precisamente por su influencia en la literatura contemporánea que sus palabras han tenido tanto eco.

En los países latinos, la política puede bastar para las necesidades de la conversación de varones de edad media o elevada; en las clases inferiores, el deporte la sustituye a veces. En las personas muy influenciadas por los valores anglosajones, el papel de la política lo asumen más bien la economía y las finanzas; la literatura puede proporcionar una ayuda adicional. En este caso, ni a Jed ni a su padre les interesaba realmente la economía, y tampoco la política. Jean-Pierre Martin aprobaba en conjunto la forma en que estaba gobernado el país y su hijo no tenía opinión al respecto; entre una cosa y otra, pudieron al menos, repasando ministerio por ministerio, aguantar hasta el carrito de los quesos.
El mapa y el territorio — Michel Houellebecq

Nacido en el seno de una familia de clase acomodada, con su padre y su madre militando en diversas formaciones de ideología comunista, Michel Houellebecq cuenta con una biografía realmente curiosa. La extraña crianza de sus progenitores es un primer elemento determinante: por un lado, el desinterés hacia su crianza hizo que su figura principal en el cuidado fueran sus abuelos, que lo criaron en Argelia -he aquí una primera afinidad con Camus-. Como dato curioso, podemos añadir que la partida de nacimiento del escritor está alterada, ya que si bien indica que nació en 1956, en realidad lo hizo en 1958; un cambio que se debe a que sus padres «confiaban en su talento» para progresar adecuadamente, antes de tiempo, en sus estudios. Ya en la edad adulta, se graduó primero como agrónomo y luego cursó estudios en ciencias de la computación, algo que compaginó con su vocación literaria y que abandonó definitivamente en 1991, para consagrarse completamente a la escritura.

Una decisión acertada, al fin y al cabo, pues tuvo una irrupción en el panorama nacional estelar, muy en la línea de esa afirmación coloquial que decimos de alguien que ha «nacido con estrella». Antes de su primera novela, encontró a varias personas que encontraron en su forma de escribir una nueva corriente poderosa, una renovación del estilo literario previo a la Nouveau Roman, previo incluso a las vanguardias. Fueron estas personas las que le apoyaron y le impulsaron a la publicación de Ampliación del campo de batalla, un primer libro que tuvo el éxito esperado y fue pronto equiparado a El extranjero. La comparación no es desacertada: los hechos que acontecen, así como su fondo existencialista, recordaban sobremanera al hito fundacional de la corriente absurdista en el panorama narrativo. Pero además, Houellebecq recogía el testigo de Camus y lo modernizaba consecuentemente, no solo situando a Meursault en el nuevo escenario del capitalismo tardío, sino también aprehendiendo algunos rasgos de la literatura posterior a la del Premio Nobel para elaborar un nuevo boceto con la naturaleza del sujeto, o mejor dicho, el hombre contemporáneo.

Para alcanzar el objetivo que me propongo, mucho más filosófico, tengo que podar. Simplificar. Destruir, uno por uno, multitud de detalles. Además, me ayudará el simple juego del movimiento histórico. El mundo se uniformiza ante nuestros ojos; los medios de comunicación progresan; el interior de los apartamentos se enriquece con nuevos equipamientos. Las relaciones humanas se vuelven progresivamente imposibles, lo cual reduce otro tanto la cantidad de anécdotas de las que se compone una vida. Y poco a poco aparece el rostro de la muerte, en todo su esplendor. Se anuncia el tercer milenio.
Ampliación del campo de batalla — Michel Houellebecq

Insurrecta, sórdida, de un humor punzante pero en muchos casos erudito, la literatura de este autor mostraba con lucidez el catálogo de desilusiones, materiales y filosóficas, que enjaulaban la existencia plena del individuo del siglo XX, tal vez con un retrato en ocasiones demasiado simplista, pero efectivo, hasta el punto de que convenció a críticos, académicos y lectores de a pie de que estaban frente a uno de los escritores destinados a marcar un antes y un después en la literatura francesa. Un énfasis que se agrandó tras la publicación de Las partículas elementales y que se multiplicó con Plataforma, si bien esta tercera novela confirmó también sus cada vez menores reparos a polemizar respecto a temas como la explotación sexual o el Islam. Se comenzó a dar, entonces, un fenómeno realmente curioso, en el que acumulaba todos los premios literarios posibles (el Goncourt, el del libro del año para la revista Lire, el Internacional IMPAC de Dublín, el Nacional de las Letras) y al mismo tiempo se enfrentaba a la presión mediática que sus obras provocaban, decidiendo incluso marcharse de Francia para vivir en Irlanda, y luego en España, y así vivir alejado del ruido que sus propias obras generaban.

III. El Hombre

La disolución de la identidad de los protagonistas de Houellebecq es casi absoluta. La economía de consumo, el sistema laboral, los trámites burocráticos y, por qué no llamarlos igual, los trámites sociales, son estructuras que asfixian la existencia plena del sujeto. Una gran cantidad sus personajes principales están escritos en primera persona y, si no, al menos albergan una personalidad similar. Esto se puede interpretar en suma como que estos son un alter ego del autor o, precisando más, un alter ego de las cuestiones que desea plantear a sus lectores y que nacen de él, sin corresponderse obligatoriamente con su forma de ser o sus inquietudes personales. Cuestiones que podrían resumirse en un único problema: todas esos Hombres conservan una conciencia plena de sí mismos, pero no saben qué hacer con ella, como si hubieran nacido en un tiempo y espacio que no les corresponde y que, por lo tanto, les anula.

La mayoría no adquieren conciencia de ello o no lo hacen de forma inmediata, pues están hipnotizados por el deseo de dinero, o quizá de consumo los más primitivos, aquellos que han desarrollado una adicción más violenta a ciertos productos (son una minoría, pues la mayoría, más reflexivos y pausados, desarrollan una fascinación por el dinero, ese «infatigable Proteo»), y más hipnotizados aún por el deseo de demostrar su valía, de labrarse un estatus social envidiable en un mundo que imaginan y esperan competitivo, galvanizado por la adoración de iconos variables: deportistas, diseñadores de moda o de portales de Internet, actores y modelos
Sumisión — Michel Houellebecq

Digo Hombres porque, en efecto, Houellebecq se limita a explorar la experiencia masculina heterosexual, algo que delimita gracias a un elemento fundamental: los juicios y reflexiones de los protagonistas sobre sí mismos y sobre las mujeres, generalmente relegadas a ser identidades definidas desde la subjetividad. Las figuras femeninas se construyen así a partir de la observación y el acompañamiento, ampliando el marco sentimental de los hombres, pero nunca sintiendo por sí mismas. No, al menos, fuera de los suposiciones que hacen los hombres sobre ellas. Podría decirse, por otro lado, que hace lo mismo con aquellos varones que no son explorados desde la primera persona, aunque en mi opinión estos sí conservan la complejidad característica de la existencia, deliberadamente otorgada por su creador en un deje de sororidad masculina.

Otro aspecto realmente interesante en Houellebecq son las válvulas de escape que otorga a sus protagonistas para satisfacer ese impulso de individualidad. El primero es el placer, obtenido generalmente a través de dos conceptos: la comida, en menor grado, y el sexo. Son hedonistas que buscan la gratificación sencilla, y es por ello que, en el plano de los alimentos, buscan satisfacer sus ansias de placer a través de la comida precocinada, lo cual les procura un bienestar momentáneo (muy bien descrito en sus novelas) que, sin embargo, les envenena y perjudica la salud, mientras paralelamente les hace evocar lo casero, es decir el hogar, es decir lo perdurable. En el terreno sexual ocurre algo parecido. Como en el caso de muchas autoras de autoficción, el deseo sexual es una reivindicación de lo propio y lo personal. Solo que en Houellebecq esa reivindicación es menos gratificante. Los hombres se mueven exclusivamente por el deseo, algo que les lleva a satisfacer sus necesidades sin reparar en la moral y les otorga un placer efímero, que a posteriori siempre les conduce a la experiencia de la ausencia de un amor, es decir de un vínculo, es decir de la no-soledad.

Mis riñones se movían ágilmente y al cabo de unos minutos comenzó a gemir, luego a chillar y yo continuaba penetrándola, seguí incluso cuando empezó a contraer su coño alrededor de mi polla, respiraba lentamente, sin esfuerzo, tenía la impresión de ser eterno, luego profirió un largo gemido, me dejé caer sobre ella y la rodeé con mis brazos, ella repetía, llorando:
—Amor mío… Amor mío…
Sumisión — Michel Houellebecq

Y es en este tema, como en el del Islam, donde entraña la dificultad de análisis de la obra de Houellebecq. Si queremos empatizar con sus personajes, encontrar algo valioso en su literatura, es obligatorio desprenderse de nuestros juicios morales y conectar con la parte más sórdida y vergonzante, si no de nosotros mismos, del Otro. No tenemos por qué reconocernos en las actitudes y actos de sus personajes, pero sí aceptar que existe en los demás. Lo grotesco es buscado a conciencia por el autor, porque es desde ahí donde construye su sátira de un mundo en el que nosotros también vivimos.

Un ejemplo perfecto lo podemos encontrar en La conjura de los necios, de John Kennedy Toole: personajes despreciables que, sin embargo, siguen existiendo, y quizá existen más que los demás por la libre manifestación de aquello que nos hace detestarlos. Personajes que no encajan en el mundo, y que por eso deciden encerrarse en otros tiempos y lugares, que en el caso de Ignatius, el protagonista de Toole, es la Edad Media. Si revisamos algunas de las obras de Houellebecq, veremos cómo el protagonista de Ampliación del campo de batalla se encierra en la cultura griega y en especial las fábulas, en El mapa y el territorio, esta obsesión se vuelca (de manera genial) primero en los artefactos y luego en los mapas. En Sumisión, la escapatoria hacia uno mismo se encuentra en la literatura decadentista, y más en concreto, en el novelista francés Joris-Karl Huysmans. El arte, y más en concreto la literatura, se erige así como un espacio en el que también encuentra un refugio la propia subjetividad, un meta-refugio, de hecho, pues es su escritura la que nos permite vincularnos a su experiencia.

Solo la literatura puede proporcionar esa sensación de contacto con otra mente humana, con la integralidad de la mente, con sus debilidades y sus grandezas, sus limitaciones, sus miserias, sus obsesiones, sus creencias: con todo cuanto la emociona, interesa, excita o repugna. Solo la literatura permite entrar en contacto con el espíritu de un muerto, de manera más directa, más completa y más profunda que lo haría la conversación de un amigo, pues por profunda, por duradera que sea una amistad, uno nunca se entrega en una conversación tan completamente como lo hace frente a una hoja en blanco, dirigiéndose a un destinatario desconocido.
Sumisión — Michel Houellebecq

IV. El Islam

Sumisión se suma sin ningún complejo a la lista de libros polémicos que agrandan y condenan la vida literaria de Houellebecq. En él se narra la historia de François, un profesor de literatura de la Sorbona atormentado por la sensación de que a su vida ya no le queda nada por hacer. Si tiene, en cambio, mucho que perder, como se demuestra tras las elecciones presidenciales de 2022 (el libro fue publicado en 2015), cuando la Hermandad Musulmana, con apoyo del Partido Socialista y más adelante de la Unión de los Demócratas e Independientes (liberales) llega al poder y convierte a Francia en una república islámica. Esta victoria provoca el exilio de Myriam, la última de sus alumnas con las que se acuesta regularmente, que marcha a Israel con su familia de origen judío, y su propia expulsión del sistema educativo, provocada por las nuevas políticas teocráticas que se implantan en la Universidad Islámica de la Sorbona.

Este panorama abre las puertas a Houellebecq para desarrollar su propio pensamiento político, muy alineado con la teoría del gran reemplazo, que estipula cómo a través de la inmigración y las altas tasas de natalidad se está produciendo una suplantación deliberada de la raza blanca por las diferentes etnias árabes y africanas, lo cual supone un riesgo inminente para la civilización francesa. Este posicionamiento ha sido defendido por el escritor en reiteradas entrevistas. De este modo, la parte central de Sumisión se desarrolla sobre todo en forma de teoría política, sobre las transformaciones que el cambio de Gobierno implica y sobre cómo los tiempos contemporáneos llevan a la conversión religiosa incluso al propio protagonista, al igual que Huysmans, su «querido amigo», se convirtió al cristianismo.

¿Bastaba eso para justificar una vida?¿Y por qué es necesario justificar una vida? La totalidad de los animales y una aplastante mayoría de los hombres viven sin sentir nunca la menor necesidad de justificación. Viven porque viven y eso es todo, así es como razonan; luego supongo que mueren porque mueren, y con eso, a sus ojos, acaba el análisis.
Sumisión — Michel Houellebecq

Esta animosidad política hace que dicha parte pierda interés. Políticamente hablando, es simplista, y literariamente palidece tan pronto como Houellebecq la confronta con el hedonismo de sus personajes y su vocación satírica. Es por eso que quizá los párrafos más brillantes del libro se encuentren al principio y al final del libro, como cuando tras una extensa (y muy convincente para François) disquisición sobre las virtudes sociales y políticas del Islam, el rector de la Sorbona le regala al protagonista un libro sobre teoría islámica. Brillante escena por lo que sucede a continuación: el tratamiento de la luz en el interior de la casa del lector es magistral por su carga religiosa.

Fuera, había aparecido la luna, iluminando de lleno las gradas de las arenas, su luz era ahora más fuerte que la de las farolas; observé que las reproducciones fotográficas de los versículos del Corán y de las galaxias colgadas en medio de la pared vegetal estaban iluminadas con lamparillas individuales.
Sumisión — Michel Houellebecq

La Luna podría entenderse como un símbolo del Islam, que tras los argumentos del lector, ahora, conduce a una verdad superior a la de las farolas, símbolo de la civilización en la ciudad de la luz. El hecho de que los versículos del Corán, vinculados con la astronomía según el rector, estén iluminados con lamparillas individuales, representan la posibilidad de una elección individual por parte de quienes se convierten a esa religión por voluntad propia. De pronto, François comprende que abrazar la religión islámica puede resolver su atomizada existencia y acabar con su soledad. El Islam, aunque implique la sumisión, puede que demuestre más que nunca cómo esa sumisión es necesaria para asegurar la supervivencia de su hedonismo, pues la modernidad no permite alcanzar otra cosa:

La idea asombrosa y simple, jamás expresada hasta entonces con esa fuerza, de que la cumbre de la felicidad humana reside en la sumisión más absoluta
Sumisión — Michel Houellebecq

Pero quizá lo mejor de todo sea cuando François, después de plantearse por primera vez la conversión, de enfrentar todas sus problemáticas, de encontrar una salida, vuelve a su casa y se dispone a leer, a la mañana siguiente, el libro capaz de aliviar sus tormentos existenciales:

Por primera vez en mi vida me había puesto a pensar en Dios, a contemplar seriamente la idea de una especie de Creador del universo que vigilaba todos mis actos, y mi primera reacción fue muy clara: era, simplemente, miedo. Poco a poco me calmé, con la ayuda del alcohol, repitiéndome que era un individuo relativamente insignificante, que seguro que el Creador tenía cosas mejores que hacer, etc., pero a pesar de todo persistía la idea, aterradora, de que de golpe se percataría de mi existencia, descargaría su puño y yo sufriría, por ejemplo, un cáncer de mandíbula […}. ¿Cómo me las apañaría, después de una ablación de mandíbula?¿Cómo podría salir a la calle, ir al supermercado, hacer la compra, soportar las miradas de compasión y de asco? […]. ¿Tendría al menos el elemental valor del suicidio? Ni siquiera tenía esa certeza.
Desperté hacia las seis de la mañana con un fuerte dolor de cabeza. Mientras se hacía el café busqué Diez preguntas sobre el islam, pero al cabo de un cuarto de hora tuve que rendirme a la evidencia: mi mochila no estaba allí, debía haberla olvidado en casa del rector.
Sumisión — Michel Houellebecq

Sobra decir que, cuando al fin recupera el libro, pasa rápidamente a lo concerniente a la poligamia y se imagina cómo debe ser vivir con dos esposas: una que alimente su estómago, otra que alimente sus deseos.

V. El fin de la República

Houellebecq llena sus libros de personas reales, y en Sumisión aparece Marine Le Pen como líder del Frente Nacional. Ella es, tras la pérdida de poder de los partidos más centrados, la única alternativa al Islam. Más adelante también aparece Mélenchon, como una de las primeras voces que protestan contra el nuevo Régimen. De este modo, el diagnóstico socio-político del autor, más allá de si ese «bloque islamista de izquierdas» es falso o verdadero, pasa por un evidente desmoronamiento de Occidente tras la pérdida del dominio de los partidos de centro, que son quienes han dado forma a la Quinta República francesa. Como es obvio, relaciona esa caída con ese famoso choque de civilizaciones que vaticinó Huntington en los 90, y que tan popular se volvió en el mundo tras los atentados del 11-S y las diferentes guerras en vividas en Oriente.

Pero al mismo tiempo, Houellebecq relaciona la muerte de Occidente con la muerte del sujeto. El consumismo, el aislamiento, la vacuidad de toda experiencia ofrecida por el mundo moderno e incluso el propio hedonismo que padecen los hombres, son la causa verdadera de la muerte de la Europa que nosotros conocemos. Es en ese juego entre lo colectivo y lo particular donde el francés se acaba convirtiendo en un nuevo Huysmans: un decadentista encerrado en sí mismo que contempla cómo la culminación de su propia obra no le deja ninguna escapatoria. Tal vez agruparse, tender un puente desde el que unirse o precipitarse a la corriente; fundirse en algo más grande: la política, la religión y, al final, el olvido de sí mismo.

Se me ofrecería una nueva oportunidad; y sería la oportunidad de una segunda vida, sin mucha relación con la precedente. No extrañaría nada.
Sumisión — Michel Houellebecq

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