Reflexionamos sobre las primeras experiencias románticas y la resignificación del concepto del amor a partir de la obra «Los nombres propios»
Con dieciocho años vas a enfangarte en la desazón de un amor no correspondido, y tú misma sabrás que eso no es amor. «Yo creo en el amor como creo en el Machu Picchu», le dirás a Daniela con una cerveza, «sé que existe porque está en los libros y hay gente que ha ido y lo ha visto y me lo ha contado, pero nada más».
Los nombres propios, Marta Jiménez Serrano
Existen lugares comunes, emociones compartidas y experiencias universales que no poseen una palabra certera o precisa para su definición. Entre ellas, probablemente las primeras vivencias del amor, y de su consecuente desamor, destaquen como unas de las más complejas, lo que las convierte en tópicos ampliamente tratados en la literatura.
Primer acto: morir de amor
Cuando tenía 11 años, me iba a morir de amor. Estaba loca por un chico de la academia de inglés un año mayor, y al terminar el curso él pasaría al grupo de los martes y los jueves. Mientras, yo seguiría yendo a las clases de los lunes y los miércoles, así que no lo volvería a ver nunca jamás de los jamases, porque todos sabemos que la infinita distancia entre los días pares e impares es absoluta e infranqueable.
Cuando tenía 16 años, me iba a morir de amor. Mi novio de instituto me había llevado a los límites de la cordura después de casi dos años de engaños, faltas de respeto, celos, rupturas y reconciliaciones y toda clase de conductas nocivas, para culminar con una serie de infidelidades encadenadas como piezas de dominó. Un dolor así es el culmen del sufrimiento humano, claro. Una experiencia que te aleja de ti misma a una distancia mucho mayor que la que los días pares e impares jamás podrían imponer.
Cuando tenía 20 años, me iba a morir de amor. Mi pareja y yo nos habíamos separado tras tres años de pasión, ternura, compañía y convivencia. Ni dos años prácticamente viviendo bajo el mismo techo, ni celebrar una boda falsa, ni mudarnos juntos a otro continente fueron suficientes para convertir nuestro amor en un diamante precioso, pulido e indestructible. Al final, un día nos miramos las manos manchadas de carbón y comprendimos que no podíamos seguir juntos. Sentí que, esta vez sí, se me rompía definitiva e irremediablemente el corazón.
Con 11 años, me iba a morir de amor.
Con 16 años, me iba a morir de amor.
Con 20 años, me iba a morir de amor.
En ocasiones temo que un día la muerte, guadaña en mano, se presente en la puerta de mi casa para reclamarme, y me exija explicaciones: después de jurar y perjurar tantas veces que iba a morir, a ver cómo excuso el hecho de que sigo viva.
Segundo acto: vivir del amor
Es sorprendente que un fenómeno de tal magnitud que nos atraviesa a todos como humanos en algún momento haya resultado tan difícil de poner en palabras. Sin embargo, algunos autores han logrado acercarse a este objetivo. La escritora Marta Jiménez Serrano (Madrid, 1990) se ha convertido en una de las nuevas voces jóvenes de la narrativa española gracias a su precisión para tapiar las brechas entre las ideas y el lenguaje desde la sencillez y una prosa limpia y directa.
Su libro Los nombres propios es el vivo manifiesto de esta intención: una narración en la que describe el proceso, a lo largo de los años, de dar nombre a aquellas cosas abstractas e inefables que atraviesan nuestra experiencia vital. La búsqueda de palabras para construirnos en el lenguaje, para identificarnos, para comprender y traducir el mundo que nos rodea, extraño y ajeno de otro modo. Y en su búsqueda, Jiménez Serrano se adentra en el terreno pantanoso y confuso del amor.
En su prosa, la autora narra la historia de la joven protagonista desde los recuerdos de su infancia hasta la adultez, exponiendo cada momento desde el presente y con una narradora omnisciente, Belaundia Fu, la amiga imaginaria de la protagonista, que hace en realidad de conciencia. Esta narradora conoce toda la historia de la joven, incluyendo los acontecimientos que ella aún no ha vivido. Así, contrapone la intensidad de las penas de la niña con la racionalidad de una perspectiva posterior, de mayor madurez. La obra, tierna, nostálgica y dolorosa en determinados momentos, aborda en gran parte el concepto del primer amor y su término. Jiménez Serrano utiliza esta experiencia como eje para analizar la evolución de la protagonista y su percepción del mundo:
«Es necesaria la muerte para la disección. Le clavarás alfileres y le pasarás al inquietante amor un bisturí para descubrir lo que había dentro, boquiabierta quién sabe si de la admiración o del espanto.»

La autora ahonda en los significados y cómo estos se van transformando a medida que lo hace la propia protagonista, que siente su primera ruptura de la manera habitual en la adolescencia: como si la vida se acabara. Porque cuando algo tan importante como el amor pierde su sentido, cuando un amor termina, mueren muchas más cosas con él. Una intimidad secreta y compartida, un lenguaje propio inventado, un proyecto de futuro ahora inexistente, una versión de nosotros mismos que sólo conoce el otro, que ya no volverá a existir. En su libro de relatos No todo el mundo, la autora también analiza estas muertes del amor y de sus significados. Historias de primeros amores, de rupturas, de personas que ya no llaman a nada amor, de alguien redescubriendo, como de las cenizas de un fénix, el amor de nuevo.
“No es que muera de amor, muero de ti” escribió Jaime Sabines en uno de sus poemas. Por qué será que la pérdida de alguien a quien queremos se asemeja tanto a la muerte o a un síndrome de abstinencia. Yo, personalmente, vivo mis rupturas como auténticos duelos. Lloro a mis muertos, dejo flores en sus tumbas, velo por ellos en las noches.
Asumimos el amor como una creencia, que ha de ser absoluta e inquebrantable. Porque si por el contrario es posible, si ciertamente el amor se acaba y llevamos a dar a ese indefectible final que es el olvido; entonces qué sentido tendría, por qué valdría la pena, para qué todo. Aferrarme a mi amor por ti será también aferrarse a la fe para con el mundo, preservar los significados, proteger los símbolos, profesar la Religión del Amor. Igual que al leer entramos en acuerdo con el pacto de ficción con el autor, cuando amamos nos comprometemos al acto voluntario de la ficción del amor, y aceptamos creer ciegamente en las verdades más inverosímiles, en los mitos inalcanzables, en la convicción amorosa y la absoluta entrega a ella.
Tercer acto: rehacer el amor
Pero cuando las relaciones se terminan, ¿qué? Se rompen los acuerdos ingenuos, se abandonan las premisas de eternidad defendidas con vehemencia y queda en el aire una vaga vergüenza, una efímera culpa inconfesable, una ligera sensación de fracaso. Las personas que un día se quisieron, que tal vez aún lo hacen, se separan, y nadie habla de qué hacer con su amor, ese hijo en custodia compartida, ese huérfano de las promesas y los años. Jiménez Serrano describe así este momento de desidentificación:
“Ahí estás, sumida en el desamor adolescente, a punto de cumplir con rigor los tópicos más burdos. No soportas sentirte típica. No soportas sentirte triste. Buscas tu identidad, esa palabra –«conciencia que una persona tiene de ser ella misma y distinta a las demás»–, con ansiedad animal, como un perro famélico que rastrease el terreno oliendo ya la presa y salivando.”

Cuando las palabras dejan de corresponderse con la realidad, cuando nos quedamos con un puñado de significantes sin significado en las manos, no queda otra opción salvo, tal vez, reescribir nuevas acepciones. Puede que esa sea la única respuesta, la que tan acertadamente defiende Marta Jiménez Serrano en sus obras. Aprender a renombrar. Convivir con la premisa de que las ideas sobre las que edificamos nuestra cosmovisión no son estructuras sólidas de cemento, sino que se asemeja más bien a andar por una cuerda floja. Acceder a la posibilidad de error, de caída, de desconocimiento. Tratar con indulgencia cada equivocación en los planos y volver a erigir nuevos pilares.
“Vas a entender lo que es el amor y vas a necesitar, entonces, palabras nuevas. Palabras distintas de las que se han venido utilizando en la historia universal para nombrar todas esas cosas que te han pasado –que te van a pasar– y que responden, no cabe duda, a palabras distintas. Sabrás, por eso, que entiendes lo que es el amor y que al mismo tiempo volverás a entenderlo tantas otras veces, que constantemente necesitarás palabras nuevas para nombrar lo que quiera que sea que te pasa.”
Porque, aunque tengamos la seguridad de que nos vamos a morir en cada accidente, lo único que se derrumba son las construcciones. Nosotros sobrevivimos. Y siempre podremos renombrar para edificar de nuevo.

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