Milo Quifes publica su primer libro, un recorrido en el que nos preguntamos por el amor, el deseo, la ausencia o el perdón
Cuando uno comienza a leer la primera novela de un escritor, más aún siendo este tan joven, lo hace desde cierta posición de escepticismo. Sucede algo así como estar más pendiente de todas las deficiencias que puede llegar a tener que de los párrafos disfrutables y sinceros. Exceptuando este pequeño sesgo de lector, lo que resulta evidente, una vez transcurridas unas pocas páginas, es que se trata de un libro que va a servirte de acompañamiento. Es una de esas tramas en las que, irremediablemente, empatizas con sus personajes y en las que todo aquello que les acontece adquiere una resonancia emocional en tu propia vida.
Ultravioleta, el debut literario de Milo Quifes, narra la historia de Jer y Hugo: dos jóvenes que se ven inmersos en una travesía de autodescubrimiento, complicidad sincera y sanación mutua perseguidos por la culpa, el perdón, los sufrimientos, el tiempo y la ausencia con las que han tenido que convivir durante toda su vida. La narración, en la que ambos son narradores y, a su vez, mantienen una voz autónoma, nos lleva a acompañarlos y tratar de comprenderles de la mano de sus hondas subjetividades. Es, en esencia, un libro que actúa como refugio, tal y como lo plantea su autor, y que puede ser de gran utilidad para sus lectores; una genial manera de hacer su entrada en el mundo editorial.
¿Quiénes son Jer y Hugo?
La historia nos muestra una cierta cantidad de personajes, pero a quienes realmente, de una manera casi cinematográfica, perseguimos son a Jericho y a Hugo. Jericho es un estudiante de medicina con un grupo de amistades considerablemente bueno. La consulta de su psicóloga es el primer contexto en el que le conocemos. Poco a poco, vamos llegando a comprender todos los sucesos y recuerdos que le acosan, pero, desde muy temprano, podemos observar que Jer es un chico que ha afrontado una gran cantidad de sufrimiento en su vida. Tiene tal nivel de responsabilidad autoimpuesta con respecto al devenir de su futuro y al peso que puede representar para los demás que no es capaz de disfrutar con libertad de su presente. Él mismo reconoce:
“A veces me pregunto si la verdadera razón por la que sonrío es para que no sepan que estoy sufriendo o si, justo, al contrario, lo hago para hacerles saber que no estoy para nada bien, pero que sigo sin ser la responsabilidad de ninguno de ellos”.
La mochila emocional que arrastra es tan pesada que llegará el momento en el que no sea capaz de seguir cargándola. Toda su vida da un vuelco cuando conoce a Hugo. Es un chico con muy poco amor por sí mismo: “¿Cómo pretendo quererme a mí mismo si mirarme al espejo es un recordatorio de toda la pena que siento al levantarme y al acostarme?”. Él camufla su introversión en una personalidad extrovertida que construye; se considera malvado porque cambia de círculos sociales continuamente y, a la vez, se siente solo, parece que causa sus propios sufrimientos para justificar su malestar. También, Hugo, tiene una complicada y traumática relación con el sexo:
“Para alguien como yo, que solo encuentra el significado de ser querido en el fugaz orgasmo de una noche, todo lo que viene a continuación es arrepentimiento y desconsuelo”.

La convivencia entre sexo y culpabilidad
Durante toda la novela, sobre todo inmersos en las vivencias de Hugo, observamos esa peculiar interacción entre las relaciones sexuales, el vacío y la culpa. Reconoce que busca encuentros eróticos esporádicos, en concreto en una conocida app de citas, tras los que se siente profundamente vacío. Es como si buscara que, entre esos pequeños destellos de placer sexual, el amor que anhela fuese a aparecer por fin. Algo que nos hace recordar el célebre ensayo El arte de amar, de Erich Fromm:
“Si el deseo de unión física no está estimulado por el amor jamás conduce a la unión salvo en un sentido orgiástico y transitorio. La atracción sexual deja a los desconocidos tan separados como antes —a veces los hace avergonzarse el uno del otro, o aun odiarse recíprocamente, porque, cuando la ilusión se desvanece, sienten su separación más agudamente que antes—”.
En conversación con el autor, identificábamos este sentimiento de vacío y culpa tras los encuentros desde la perspectiva de una contundente disonancia cognitiva; Hugo desea amor, anhela que sus relaciones sexuales sean una unión verdadera afianzada por el amor. En palabras de Milo Quifes: “¿Tú qué deseas? Sexo con amor. Si no tienes sexo con amor, lo que vas a sentir tras eso es sentirte sucio. Si tú buscas solamente sexo y eres consciente de que mereces amor, pero no es lo que buscas ahora, puedes tener sexo perfectamente sin culpa. Es dependiente de lo que desees, lo que necesites y lo que tengas claro en ti mismo”.
Hugo vive su sexualidad desde dos perspectivas: una, como válvula de escape de la soledad que siempre le ha perseguido; y, dos, como una especie de retribución necesaria en contraprestación por el cariño o la compañía que, apenas por un momento, recibe. Incluso, en una declaración que no puede sentirse sino como un pellizco en el corazón, explicita que:
“Si solo debo permitir que tome mi cuerpo a cambio de tener una amistad que no me haga sentir odiado ni repugnante, que así sea. Tengo mucho más que ganar si al final de su orgasmo consigo que me abrace».
El amor como el último reducto
En este contexto, en el que ambos llegan a conocerse lastrados por la crueldad de sus respectivos pasados, Jericho y Hugo comienzan una peculiar relación de amistad. Su complicidad se basa en la premisa de que van a compartir sus visiones sobre grandes temas (el amor, el perdón, la culpa, etc.), pero sin revelar al otro las experiencias que les llevan a opinar de esa forma. De esta manera, la relación se va estrechando hasta ser cada vez más profunda y autentica. Sus intenciones mutuas están más que claras:
“Nunca he buscado nada que no sea escucharlo, entenderlo, protegerlo y reflexionar con él sobre cómo funciona el mundo para dos chicos como nosotros. Seguimos conversando, seguimos añorando, seguimos compartiendo».
Quizás lo más bello de esta relación sea que representa algo así como un último reducto en el que sentirse seguros. El amor entre Hugo y Jer se erige como una isla, un mundo privado aparte del mundo exterior y sus sufrimientos. No sólo se trata de una porción del mundo en la que se extraen a sí mismos del resto de la humanidad, sino que también se ausentan del tiempo. Gracias a la premisa de confidencialidad en la que basan sus conversaciones, se encuentran libres del pasado y su fiereza. Han construido un pequeño lugar en el que compartir y disfrutar del otro lejos de la carcoma y el óxido de la realidad. Tal y como ellos lo definen: “No nos une la amistad. No nos une el sexo. No nos une la sangre. Solo arrebatos de melancolía y la necesidad momentánea de alejarnos de la soledad».

Deseo y ausencia, inevitables compañías
Ambos se han visto obligados a articular sus vidas de acuerdo a lo que les hacían sentir sus dos respectivas ausencias. A cada uno de ellos les falta alguien sin el que el futuro se ha desplegado como un gran abanico de incógnitas y decisiones no deseadas. De esta manera, casi desafiando ese distanciamiento, han conseguido convivir virtualmente con ese ser que les faltaba. En su cabeza existen, los acompañan, los ayudan a enfocarse y tomar un determinado camino. Aunque, irremediablemente, se ven atacados por una profunda melancolía que tratan, como siempre debiera hacerse, de transmutar en nostalgia.
Otro aspecto interesante de la obra es, en un soliloquio de Hugo, la creación de una especie de nostalgia enfocada hacia el futuro. Una suerte de deseo que le ayuda a reconectar con la esperanza, a tener un tipo de fe voluntaria que sirva como apoyo entre tanta incertidumbre:
“¿Tú crees que se puede sentir nostalgia por alguien a quien aún no has conocido?” […] “No me preguntes cómo sé qué tipo de ojos estoy buscando, porque simplemente lo sé; he soñado con ese sentimiento miles de veces, pero, justo cuando creo que lo tengo entre mis dedos, miro abajo y veo que solo es arena.”
Ha creado, en lo más profundo de su mente, la idea de un ser; no es capaz de describirlo, pero le ayuda a sobrellevar sus circunstancias y comprender que puede existir una tregua, un periodo de tiempo en el que todas las aguas se calmen. Es por eso que es capaz de esperar, de ser paciente y aguardar esa nave de salvación. Y quizás, con su relación con Jer, haya podido entrar en ese territorio de calma con el que soñaba desde hacía tanto tiempo.
Nuestro refugio
Tal y como el propio Milo Quifes recalca en los agradecimientos, este libro es un refugio. Se configura en la novela un lugar en el que se nos está permitido reflexionar, sobre los personajes y sobre nosotros mismos, y encontrar un perfecto tipo de compañía que siempre es grato hallar en la literatura. Está claro que, dentro de su narración, existen pocos momentos en los que no nos sobrecoja un terrible estruendo, pero, a su vez, se trata de un estallido que nos permite ese necesario espacio para la reflexión. En las 460 páginas que componen esta novela, tenemos tiempo para emocionarnos, no dar crédito, comprender y comprendernos, enfadarnos o ser moderadamente felices. Es un muy agradable recorrido por una historia que te atrapa e impide que dejes de pasar páginas. Con el fin de invitar insistentemente a la lectura del libro, terminamos este artículo con la misma cita con la que el autor comienza su narración:
“Sólo en la agonía de despedirnos somos capaces de comprender la profundidad de nuestro amor”
Mary Ann Evans (George Eliot)


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