De qué hacer con los vestidos en los que quise caber

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“Una vive muchas vidas y se da cuenta de que, afortunadamente,

no se ha olvidado de ninguna”

Maruja Torres

“Yo quiero ser una chica Almodóvar, como la Maura, como Victoria Abril:

un poco lista, un poquitín boba… ir con Madonna en una limousine

Joaquín Sabina

Querida María,


Se me ocurrió escribirte esta carta un miércoles a las nueve de la mañana. Estaba medio dormida en la primera clase, como ya imaginas, cabeceando entre mis iguales y tratando de prestar algo de atención al comentario de la crónica de turno (es lo que solemos hacer en Periodismo Interpretativo). Aquel día tocó “Sociedad”. Acababa de casarse Almeida y el profesor nos propuso escribir sobre BBC – Bodas, Bautizos, Comuniones – así que, como a tantos otros, la jugosidad del cotilleo me animó a despertarme y tratar de seguir el hilo del discurso.

Mi «querida María» en mi antigua habitación

Fuimos analizando, párrafo a párrafo, la construcción de la narración periodística de ciertos bodorrios sonados y, cuando llegamos a las líneas que versaban sobre el vestido de una novia cuya identidad no recuerdo, un adjetivo tras la palabra “blanco” (blanco “hueso”, blanco “roto”, algo así) hizo estallar la cabeza del profesor, como lo hubiera hecho, supongo, con muchos – que no todos – cincuentones heterosexuales al uso.

«Mirad, chicas… Para nosotros, el vestido es blanco. Lo demás, para vosotras, ¡que tenéis muchos colores!«

Mientras retenía el brazo abajo para no levantar la mano y preguntarle por qué narices daba por hecho que yo era capaz de reconocer la escaleta de tonalidades al completo como si mi vocación fuera vender forros de sofás o cortinas horteras, me pregunté seriamente cuántos colores tenía yo: cuántos tonos conocía, a qué nivel era capaz de impresionar a cualquier sujeto parecido al que nos lee el powerpoint los miércoles por la mañana si un día me lo encontrase en una tienda de corbatas y me preguntase, ante la ausencia de su esposa, qué tonalidad del verde combina mejor con el traje que lleva poniéndose para bautizos y comuniones desde el día en que se casó. Y empecé a recitar en la cabeza mientras mordía con saña la tapa del boli bic:

“Verde. Verde agua, verde botella, verde lima, verde pistacho, verde…”

«Azul. Azul cielo, azul Klein, azul marino, azul bebé, azul…”

Rojo. Caí en que del rojo no sabía tanto y sentí, qué tontería, cierto alivio.

“Yo siempre uso el mismo rojo: para el carmín, para los sobres, para Nochevieja…”, me dije.

El rojo al que me refiero, en aquella misma habitación

Sin embargo, ya estaba más que convencida de que aquel señor tenía, en el fondo, algo que decir: yo estaba inevitablemente condenada a una sección menor de cualquier revista de mierda. Ya había caído en la incomodidad del debate identitario interno. Qué peñazo.

Comencé a tratar de estimar cuánto tiempo de mi vida había gastado en aprender toda esa retahíla de adjetivaciones que a ojos de muchos no son más que minucias de mujeres. Empecé a cuestionarme, otra vez, con qué categoría moral debía marcar las cajas de la memoria donde guardo todos los capítulos machistas de Sexo en Nueva York que he disfrutado repetidamente y a sabiendas. Qué adjetivo tenía que escribir con permanente sobre mis almacenes de todas esas cosas “de chicas” que tanto he amado y he odiado sin saber nunca del todo, o al menos definitivamente, si pertenecen o no a quien soy, a la que debería ser según mi madre, a la que imagino escribiendo aquí – o en cualquier sitio – dentro de veinte o treinta años.

Vaya con la primera clase de la mañana, hija. Hubo un momento en el que deseé que el tema del día hubiera pasado sin pena ni gloria por mi persona, como ocurre tantos otros miércoles. Me hubiera conformado con el comentario rancio de una crónica de Deportes a cambio de librarme de aquel principio de rayada monumental. Y es que los “hostia, ¿quién cojones soy y qué va a ser de mí?” me visitan muy de vez en cuando – aunque nunca tan temprano –, pero son capaces de arrastrarme a lo más hondo de mi fango
personal, como a todas.

Por eso fue que me acordé de ti. No acabé de decidir si aquel lugar –aquel dilema del color y de “las chicas”– me daba aún menos angustia de la que debiera o debía, en cambio, darme risa sin más. Solo tenía clara una cosa: sin duda, daría menos miedo y bastante más risa si lo compartía contigo. Qué se yo. No pensaba encontrar a nadie con quien hablar en la misma noche de las mejores escenas de “Retrato de una mujer en llamas” y del ranking de jodiendas que se interiorizan en un colegio de monjas.

Supongo que mis sitios favoritos son aquellos en los que nunca me había planteado poder entrar o quedarme. Trato de ponerme cómoda allí donde mis dudas cuelgan de las paredes como cuadros que las mujeres que me acompañan me ayudan a mirar, y casi siempre lo consigo. Gracias a vosotras me acabo siempre convenciendo de que el destino de todas las cajas que tengo llenas de experiencias y pensamientos pendientes de juicio no es el cubo de la basura, sino una terraza donde a poder ser haga sol y haya tiempo.

María en el balcón, hablando de cosas que entiendo o tal vez de Economía

Aquel miércoles las cosas no acabaron con los colores y la crónica. A cuarta hora, en Filosofía Moral, apunté lo que sigue: “Según Carol Gilligan, la muy criticada Carol Gilligan (dice el profesor que hay cosas buenas, otras desfasadas) hay una forma de deliberación moral que es contextual y que
atiende a la complejidad de la situación concreta. Esta tiene un fuerte contenido emocional y está ligado a relaciones de cuidado (amistad, amor, familia, etc.). Esa deliberación moral contextual y emocional, esa toma de decisiones ligada como hemos dicho al cuidado, suele ser asociada a las mujeres y ha sido ignorada/silenciada por la tradición filosófica occidental. Leer el libro In a different voice → parece interesante”
, escribí.

“Se ha ligado lo masculino a la abstracción, a los principios y al rechazo de la emoción (a lo superior) y, por el contrario, lo femenino se ha asociado a la concreción, al énfasis en relaciones interpersonales, a las emociones (explica que algunos hombres pueden ejemplificar ese modo de pensar en clave de lo femenino, pero en las mujeres es más frecuente). En contra de la búsqueda generalizada de un principio moral universal (Kant y esos tíos), ellas dicen esto:

Carol Gilligan: Una decisión moralmente madura puede atender al contexto y a su complejidad…

Virginia Held: …priorizando aquellas relaciones que definen nuestra identidad

Una de las maneras de cuidar de María. Martini recomienda un consumo responsable

Sonrío al imaginar que tú y yo podríamos haber formulado algo así, con palabras mucho más fáciles, claro, pero no menos válidas para el ánimo, para la mirada que nos damos a diario ante el espejo. Sonrío al recordar las ocasiones en las que me has acabado una frase, o aquellas en las que hablé contigo en el balcón de todo aquello que había pensado alguna vez que era mejor no tocar, por si explotaba (el sexo, la infancia, la madre, los rezos, los lazos, la talla…)

Sonrío al darme cuenta de que agarro con más cariño la feminidad desde que te conozco. De que se parece cada vez menos a una soga al cuello y cada vez más a un pañuelo de los que tiene mi abuela, hecho de nudos de seda y algodón que solo se deshacen con cuidado, con otras manos de mujer, con una mirada suave de paciencia.

Querida María, ya lo sabes, en ocasiones he estado plenamente convencida de que guiarme por la herencia emocional de aquellas que me criaron me obligaría a quedarme atrás. En una ciudad que va tan rápido, he tratado muchas veces de evitarme “el error” de perder el día abriendo el baúl de recuerdos, de sostener entre las manos durante demasiadas horas todas esas faldas y pañuelos de colores que ellas han bordado y que tantas veces me remiendan.

Mamá y los colores del verano

Querida María, narra Almudena Grandes en unos cuentos declaradamente
autobiográficos que de pequeña quería llevar vestido como las otras niñas (como tú y como yo, eso por supuesto):

“Allí, un poco apartada porque le daba vergüenza cruzar las piernas a lo indio, igual que los demás, estaba también ella, Malena, quince años recién cumplidos, ciento setenta y tres centímetros de altura, ochenta y dos kilos de peso […] Llevaba un traje suelto de algodón amarillo, con un bordado diminuto en el delantero que sus amigas encontraban gracioso porque parecía un modelo pre-mamá. Era un modelo pre-mamá, el último recurso, pero ella se habría dejado ahorcar antes de confesarlo”.

Mi querida María: no sabría contarte cuántas veces he querido entrar en el vestido, cuántas veces me he prometido que ya no compraría más vestidos, cuántas veces he sido feliz, sin más, muy feliz con un vestido. No sabría decirte cuándo aprendí todos los tonos de los colores, si me sirve para algo conocerlos de memoria, si quisiera olvidarlos o si de veras, como a mí misma, los conozco.

Tres fotografías de una serie que algún día quise titular «Mujeres» y nunca terminé.

No podría precisar si esto de ponernos la falda nos lo dejaron las infancias o las monjas, pero creo que es justo celebrar que desde que te conozco soy capaz de abrir mis armarios con menos debates internos hirientes y, sin duda, con menos culpa. Supongo que todo lo que quisimos ser de pequeñas está en el fondo de los cajones, y de lo único de lo que estoy convencida es que continuar desdoblando juntas los vestidos en los que intentamos caber algún día es todo lo que propongo a la mujer en la que deseo convertirme.

Para ver Sexo en Nueva York o si fuera necesario bajarnos las bragas, a lo Maruja Torres, para orinar como ellos no imaginan que lo hacemos o no quisieran que lo hiciéramos: mi querida María, espero tenerte cerca (con un Martini, en un balcón).

P.S.: Me dijo C. al leer mi primera carta en la revista que no es del todo oportuno exponerse tanto. Yo también dudo de que convenga, a las puertas del mundo laboral, publicar en Internet esta suerte de paranoias. Sin embargo, confío o pretendo confiar en que abrir los cajones y los armarios aquí mismo suponga un buen camino para encontrar un sitio en el que, con vestidos o sin ellos, podamos seguir hablando.

Cuando fuimos a la 26 de Diciembre (*) a celebrar el día de la visibilidad lésbica, anoté un nombre de mujer que escuché en un par de conversaciones: “Empar – ¿se escribe así? – Pineda”. Leí, días después, una entrevista suya:

“Recuerdo cuando hicimos “la primera besada” en la Puerta del Sol, que organizó el Colectivo de Feministas Lesbianas de Madrid para llamar la atención sobre dos lesbianas detenidas por besarse cuando pasaban ante la antigua Dirección General de Seguridad, hoy sede de la Comunidad de Madrid. […] Convocar a una concentración de mujeres “besándose en los morros” era toda una provocación…”

En la 26 de Diciembre con unas mujeres increíbles

“…También es verdad que hemos de hacernos entender. Recuerdo que en una ocasión hicimos pintadas “contra la norma” y el vecindario no entendía qué teníamos en contra de Norma Duval. Evidentemente, nuestras pintadas iban “contra la norma heterosexual”, pero eso sólo lo entendíamos las activistas, no el común de los mortales”.

Querida María, ¡mi querida María! Me gusta pensar que hay algo bueno en hablar. En hacernos entender.

(*) La Fundación 26 de Diciembre tiene como objetivo dar visibilidad a las personas mayores LGTBIQ+.


Recomendaciones citadas:

  • Briz, C. (2013, mayo). Empar Pineda: Pidiendo el cielo. [Entrevista]. Revista Página Abierta. Disponible en: http://www.pensamientocritico.org/emppin0613.htm
  • Céline Sciamma (Directora). (2019). Portrait of a Lady on Fire [Película]. Lilies Films.
  • Évole, J. (Entrevistador). (2023). Entrevista a Maruja Torres [Entrevista]. Salvados. La Sexta: https://www.lasexta.com/temas/lo_de_evole_maruja_torres-1
  • Gilligan, C. (1982). In a Different Voice: Psychological Theory and Women’s Development. Harvard University Press.
  • Grandes, A. (1998). Modelos de mujer. Tusquets Editores.
  • King, M. (Creador). (1998-2004). Sex and the City [Serie de televisión]. Home Box Office (HBO).
  • Sabina, J. (1992). Yo quiero ser una chica Almodóvar. En: Física y química.

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