Ironía, asesina de épocas

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Una idea, un constante fallecer. Un momento estelar que pasa como un meteoro, dejando tras de sí absortas miradas, aturdidos transeúntes. Cuerpos del intelecto en descomposición. Es un hombre el que pasa y se materializa, irguiéndose, irónico, en lo formal. No fue el Imperio Aqueménida el que hizo temblar Atenas. No fueron sus barcos los que se deslizaron intrusos en sus muelles, portadores de lejanas especias, suculenta ofensa. Se yergue un hombre y cuestiona, recorren grietas tremulantes la historia del saber. No fue el Imperio Persa el que derribó los ídolos de Atenas, el que derramó incertidumbre como un oro escarlata sobre los ojos cerrados de los fieles, impeliéndolos a una luminosa apertura, sin embargo sellándolos en su obcecación. Época que cambia, como la cera de una vela que lentamente se metamorfosea a causa de la cálida luz.

La condena a muerte de Sócrates, proclamada por el estado ateniense, es llevada a cabo en el 399 a. C. A través del Phaedo de Platón, podemos ser lejanos sus testigos, con él carcajear, con él desvanecernos. Las actrices, que, sin embargo, permanecen impertérritas ante la descomposición de los restos biológicos de nuestro filósofo, representan tres estelas de fuego antropomórficas, tres retoños que ríen en sus canastos. Tres damas de cuyo nacimiento, asistido por Sócrates, hablaremos hoy. En cada calle de Atenas quedó hendida su marca, servil quemadura, hondo pozo repleto de ceniza. El paso del filósofo por la Antigua Grecia supone la introducción de nuestra primera dama, un componente esencial de lo que acabaría por convertirse en la identidad humana: se corre la tupida cortina de seda, y sorprendemos la sobria figura desnuda, chapoteando en su baño, de la Individualidad.

Como ya hemos dicho, no fue el Imperio Persa el que hizo temblar a Atenas. Fue la duda, que escurridiza entró en los Partenones. Atenea pierde un brazo, Atenea Partenos. Corrupta la infancia, se oye el grito de los expertos en retórica. Se percibe el reparo en sus pupilas. Sus voces se alzan. Hedor a veneno. Aliento pútrido de hombre de letras. Muerte por la idea.

Para entender la relevancia de la figura de aquel que sus conciudadanos apodaban “el Tábano” (tan molesto era el incesante picoteo de su cuestionar), es importante saber que no siempre en la historia humana ha existido el reconocimiento de la que descubriremos como nuestra segunda dama: la Subjetividad. El lenguaje construye realidades: a través de los conceptos, de los nombres, se edifica la mente humana, y es el nominar un poderoso acto no solo de creación, si no también de generosidad. Esto es así, dado que implica la posibilidad de traspasar, de compartir, y de igualar a la humanidad. La Subjetividad nace como concepto, y la neblina abstracta que ya vagaba el espíritu del hombre se convierte en tormenta, en cálida lluvia de verano que nutre las cosechas, que tangible humedece nuestra piel.  

Sin embargo, antes de este delectable avance, en la época presocrática el peso y solidez de la moral establecida eran incuestionables, puesto que tenían estrechos lazos con la divinidad. La primera muestra de cuestionamiento de la ley del hombre establecida en la Antigua Grecia se encuentra en el subversivo personaje de Antígona, protagonista de una tragedia con su mismo nombre. Desobedece la ley que le impide enterrar a su hermano, obedeciendo otra ley, la ley natural. Es esta desobediencia en favor de un orden moral subyacente en su persona, es esta lealtad profesada a una propia intuición de lo que es justo, el cual marca el primer reconocimiento y justificación de la subjetividad registrados en el pensamiento griego. 

Antígona data del 441 a. C. Sócrates, coetáneo a esta obra, comienza su famosa mayéutica, su conocida tarea como asistente en el parto de la Idea, introduciendo la duda en los círculos del saber ateniense. Esta introducción es llevada a cabo a través de una ironía que, si bien burlesca, es también gentil. Nuestra tercera dama, Ironía, nace como afirmación de la subjetividad. Fue la Ironía (no cañones, espadas, o flotas de navíos) y sus poderes negativos la que ridiculizó al Estado ateniense y socavó la seguridad que se tenía en sus instituciones. Sócrates se vale de la Ironía para poner en práctica la mayéutica, para favorecer el alumbramiento de la Idea, a través de las preguntas que plantea a quienes se proclaman sabios. Y es la lealtad profesada a su papel como ironista la última responsable de la prematura muerte de nuestro Tábano. Maravillado por un mundo de estrellas, de ellas se sirve como guía, sumergiéndose en la oscuridad de aciago el páramo.

La Ironía es, en cierto modo, una forma de nihilismo: exige que uno rechace todo lo que le es dado, y sólo entonces puede darse cuenta de que uno mismo es el Absoluto, y todo lo demás es vano. Es esta la creencia de Sócrates. Solo de uno mismo se puede extraer verdadero saber: a través del ahondamiento, del cuestionar las creencias que nos son dadas. Sin embargo, este relativismo es efímero, ya que no se puede permanecer en él mucho tiempo. No se puede vivir en un indefinido estado de duda. Uno se aferra a la Verdad (o más bien a la conclusión a la que lleva el razonamiento) como a una roca saliente en un naufragio, y es esto lo que permite el respirar. La Objetividad existe, pero hay que llegar a ella a través de la introspección, la cual solo puede ocurrir cuando somos tocados por la liberadora mano de la Individualidad.

El ironista se libera negativamente: cuando somos capaces de mirar el mundo con cinismo, esto nos da la posibilidad de actuar de formas no aceptadas socialmente. En su momento, los Románticos asumen la ironía y se burlan del mundo. Sócrates, al contrario que ellos, no detiene el proceso de búsqueda para limitarse a inventar la verdad. Su doctrina permanece en el reino de la negatividad, dado que no pretende construir conocimiento positivo. Es esto lo que la dota de eternidad: si hubiera construido un saber positivo, si hubiera hecho afirmaciones, las generaciones posteriores podrían haber estado en acuerdo o en desacuerdo, y el olvido podría haber caído, como una losa, sobre su doctrina. Sin embargo, Sócrates nada construye: únicamente introduce la duda, cuestiona, es irónico. Su objetivo es demoler las estructuras carcomidas, dejando un nuevo espacio, una sugerente explanada para que jugueteen los retoños del pensamiento. Kierkegaard, quien basó su estudio y desarrollo de la ironía en la doctrina socrática, entiende que el objetivo de la ironía es desarrollar la libertad subjetiva. La Ironía nos conduce al escondrijo de la serena bañista de plateados cabellos que es su hermana, la Individualidad. La idea socrática de lo irónico necesita tanto la particularidad como la universalidad: comienza por un paulatino desgajamiento de lo particular, dejando espacio para que el individuo ahonde dentro de sí mismo y encuentre lo Objetivo, lo Universal, que según el Sócrates narrado por Platón, sería común a todo el mundo. Acabaríamos, así, uniéndonos en última instancia a través de estas formas perfectas, de estos astros intuídos, que refulgían reflejados en las pupilas de Platón.

Lo que la duda es a la ciencia, la Ironía es a la vida personal. La vida no examinada no desarrolla plenamente las facultades que son únicas del ser humano. La Ironía es el principio absoluto de la vida personal. El conocimiento subjetivo es lo primero, es el escalón necesario para llegar a la Objetividad, la cual subyace, platónica, en cada uno de nosotros, ligeramente fuera del alcance de nuestra trémula mano. No podemos conocer objetivamente los secretos de Dios: si queremos llegar a ellos, tendrá que ser a través de la subjetividad, es decir, de lo individual.

Sócrates, al no renunciar a su labor como ironista, como destructor de mundos, incluso al encontrarse cara a cara con la muerte, se convierte en mártir de la idea. Su destino es la puesta en escena de la verdad fundamental del aprendizaje: la incorporación de dicha verdad a nuestra propia existencia, la Encarnación del saber. La Encarnación no se refiere a la mera comprensión objetiva de la verdad, es decir, al mero asentimiento, sino a la traducción de la verdad en la propia existencia a través de la pasión y la interioridad.

En este caso, la idea toma la macabra traducción del veneno, el cual impregna su lengua y detiene veloz el pulso de la sangre. Este veneno es al filósofo lo que la ironía a la ley del hombre, lo que la Subjetividad a la antes marmórea, venerada y única, Objetividad. Un agente destructor, que transmuta de la materia. Que el cuerpo del Tábano sirva de alimento a la tierra nueva, que sea fertilizante a las cosechas, sustento de las alimañas. Ahora sabemos que es precisamente este el papel que tuvo el decaer de la deificada Objetividad, tan sólida antaño que su doctrina justificaba, inamovible, la muerte de una joven que quisiera evitar la putrefacción de la carne de un hermano bajo el despiadado sol de Tebas. 

Ahora bien, en nuestra era la Ironía se enfrenta a un nuevo desafío. La subjetividad se ve con buenos ojos, es comprendida por la multitud. La Ironía ahora debe afirmarse a un nuevo nivel, pisar territorio desconocido y allí continuar su negativa labor. Debe alcanzar terreno nuevo, diferentes esferas: explorar la subjetividad de una subjetividad, representar, si le es posible, el reflejo de un reflejo.

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