‘Ahorita’… o las virtudes del presente menos verdadero

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«Pues si vemos lo presente
cómo en un punto se es ido
y acabado,
si juzgamos sabiamente,
daremos lo no venido
por pasado…»

Jorge Manrique

Tempus fugit. Esta es una de las expresiones latinas que hemos heredado de nuestros antecesores, apropiada para describir los versos de Manrique. El tiempo huye -pasa-, dicho literalmente, o con una interpretación más personal -y libre-: ‘el tiempo nos rehúye’. Porque resulta que del pasado hemos heredado y heredamos constantemente: tradiciones, enfermedades, estructuras sociales, económicas… todo lo recibimos, nos lo inculcan, lo ‘mamamos’, por decirlo llanamente, hasta que todos esos saberes, todas esas tradiciones, acaban siendo algo propio, interno y, por lo tanto, inaccesible. Esta última idea no es mía, aunque probablemente, precisamente por su condición atávica, no pueda atribuírsele un origen -es, en otra expresión parecida, tan viejo como el mundo-. Como decía, la idea de que lo interno no nos pertenece la he aprendido de otros, en La Montaña Mágica, por ejemplo, cuando el protagonista se horroriza al contemplar la radiografía de su propia mano; en el Kafka hijo, preguntándose cómo diantres pudo salir del cuerpo de su madre; o mi favorito, el profesor cuarentón universitario de Don DeLillo, al que informan -muy a su pesar- de que a causa de la exposición a un agente tóxico ambiental le quedan, solo, varias décadas de vida.

Ora el miedo a la muerte, ora el miedo al nacimiento, ora el miedo al misterio de nuestra propia vida, lo que nos constituye está ahí con nosotros, sin ser del todo, excepto por el hecho de que nosotros somos. Si mañana un estudio de Harvard afirmar que se ha descubierto que fueron dos meteoritos, y no uno, los que acabaron con los dinosaurios, nos lo creeríamos, aunque puede que ni lo uno ni lo otro sea cierto. Del mismo modo, si pasado mañana saliera en el telenoticias que, en realidad, todos somos fruto de una variante septentrional de los neardentales y no del homo sapiens, también nos lo creeríamos. Porque, aunque todas estas nuevas verdades vendrían precedidas de demostraciones y comprobaciones, es igualmente verdadero que, dentro de veinte, treinta años -cuando muriera el profesor de Don DeLillo-, descubriríamos que no, que en realidad tempus fugit significaba rehuir en vez de huir, y tras las revolucionarias demostraciones y comprobaciones de unos pocos, a la mayoría nos tocaría volver a creer.

De este modo, paseamos por los museos -o por nuestra propia memoria-, contemplando nuestro pasado o lo que queda de él para entendernos mejor a nosotros mismos como una verdad histórica. Creemos que ahí está la Historia y, sin embargo, no nos damos cuenta de que es justo al revés. De la historia nos queda solo la imagen, la cosa aislada y vacía, la vitrina de cristal. Somos nosotros -son los museos- los que, a partir de esa verdad superficial, nos atrevemos a fingirnos herederos, nos atrevemos a afirmar que el tiempo pasa, que el pasado existe porque nosotros existimos.

«El hombre moderno vuelve a casa de noche, extenuado por un fárrago de acontecimientos —divertidos o aburridos, insólitos o comunes, atroces o placenteros— ninguno de los cuales, sin embargo, se ha convertido en experiencia. Es esa incapacidad de traducirse en experiencia lo que vuelve hoy insoportable —como nunca antes— la existencia cotidiana, y no una supuesta mala calidad o insignificancia de la vida contemporánea con respecto a la del pasado.»

Infancia e historia — Giorgio Agamben

No quiero extenderme sobre ello, pero acerca de las dinámicas paradigmáticas del saber escribió mucho un científico llamado Thomas Kuhn. Las verdades científicas, demuestra Kuhn, son un camino en constante reconstrucción, como el cauce de un río que, con los años, se transforma a sí mismo hasta convertirse en una serpiente que casi es capaz de morderse la cola. Para mí la cuestión está en que, con demasiada facilidad tendemos a equiparar la ciencia, la ciencia ideal -la irrefutable- y no la real, al conocimiento. Vuelvo ahora a lo que hemos heredado de nuestros antepasados: tradiciones, mitos, enfermedades, estructuras sociales, económicas… Con demasiada facilidad, decía, integramos todo lo heredado ‘científicamente’. ¿Quien no está seguro de lo que recuerda?¿Quién no ha sufrido, o utilizado, el argumento de las experiencias vividas para aconsejar a los demás?¿Quién no ha pensado que la historia se repite y, es más, que nuestro deber es que no se repita? Pero el pasado se acerca a nosotros y nos dice, sincero, que tempus fugit -el tiempo nos rehúye-, memento mori -haz las maletas-, carpe diem -aprende latín-. Y en toda esa herencia, se nos dice, con insistencia, que nos centremos en el presente, porque hemos de ser conscientes que tanto el pasado como el futuro son inaccesibles de un modo u otro -aunque, porque están en lo más hondo de nuestra esencia-. La vida, en cambio, y el tiempo se nos escapan, son algo que hay que atrapar porque, al contrario que lo que nos precede y nos sucede, nunca nos pertenece del todo.

Las verdades pequeñas y menos verdaderas

«Siempre es difícil contar el presente. Para empezar porque el presente no existe. Para seguir, porque simula que sí.»

Ahorita: Apuntes sobre el fin de la Era del fuego — Martín Caparrós

Al libro de Martín Caparrós llegué de casualidad. Estaba frente a un puesto de libros, me quedé mirando, pedí consejo, no hice caso, lo cogí por el tamaño -pequeño-, por el color -azul-, por una palabra -tabaco-, y porque me sobraban -aunque siempre falten- diez euros. Lo compré y, precisamente, por eso, me lo leí ese mismo fin de semana. Podría no haberlo leído, pero precisamente por haber pagado por él, me hubiera sentido un poco estúpido. Así que lo empecé y terminé un domingo. Un buen libro, aunque nada del otro mundo, nada inmejorable, tampoco nada reprochable. Martín Caparrós reúne en este pequeño folletín varios artículos en los que intenta reflexionar sobre diversos asuntos presente: la industria del tabaco, la salud, la globalización, el internet, los hoteles, las palabras, el fuego. No se trata de un libro con grandes pretensiones, algo que advierte desde el principio:

«Los mexicanos saben expresarlo como nadie: no creen en el ahora y por eso te dicen ahorita, un ahora que siempre está un poco más allá, que la distancia empequeñece […] porque no sabemos: yo no sé, nadie sabe. De ahí, claro, el gusto de intentarlo.»

Ahorita: Apuntes sobre el fin de la Era del fuego — Martín Caparrós

Es simpático Caparrós, incluso divertido. A ratos más o menos interesante, más o menos acertado, pero siempre lúcido en tanto que se mantiene comedido con su propia fiabilidad -yo no sé, nadie sabe- y la del mundo que le rodea. Creo, sinceramente, que se trata de un gran acierto por su parte. No se trata de mostrar una verdad, ni de establecerla, ni de refutarla ni protegerla. Al contrario, el escritor propone que dejemos de entender la verdad como un objeto físico e irrefutable, de esos que podríamos encontrar en los museos. Que entendamos, nos atrevamos a entender, mejor dicho, que hay otras verdades, verdades más pequeñas e incluso personales cuya principal ventaja es que es posible convivir con ellas. Que aceptemos, por ejemplo, la participación del testimonio, de lo que otros nos dejan y de cómo ello interactúa con la sensibilidad propia. Una verdad sensible implicaría no solo los hechos en sí, sino la perspectiva, la aceptación de un observador, de una distancia, de unos códigos que permiten la relación entre el paisajista y el paisaje. Creo, firmemente, que esa verdad íntima, literaria, es también una forma de sabiduría igual de válida que la que podría ofrecernos, sin ir más lejos, un texto universitario.

Sobre este mismo tema, pero aplicado a ámbitos en los que a priori debería prevalecer lo científico, escribió el famoso psiquiatra Oliver Sacks cuando realizó una preciosa apología de los relatos como forma de sabiduría a la hora de entender las enfermedades de los pacientes:

«En el historial clínico riguroso no hay «sujeto»; los historiales clínicos modernos aluden al sujeto con una frase rápida, que podría aplicarse igual a una rata que a un ser humano. Para situar de nuevo en el centro al sujeto (el ser humano que se aflige y que lucha y que padece) hemos de profundizar en un historial clínico hasta hacerlo narración o cuento; solo así tendremos un «quién» además de un «qué», un individuo real, un paciente, en relación con la enfermedad… en relación con el reconocimiento médico físico.»

El hombre que confundió a su mujer con un sombrero — Oliver Sacks

Sacks insiste en el hecho de que en los historiales, precisamente, lo que falta es historia, porque no puede haber historia sin sujeto. Se aleja, por lo tanto, de la rigurosidad científica y se involucra a sí mismo junto a sus pacientes, mostrando la esencia del conocimiento no como la consecuencia de una serie de certezas relacionadas entre sí, sino como un complicado sendero de dudas, errores y contradicciones. Su propuesta no se aleja en exceso de la experiencia de lo real que proponía Heidegger, un filósofo al que han mencionado en un artículo reciente de esta revista -con más y mejor acierto- cuando hablaba de la verdad como un claro en la oscuridad. La luz no puede ser detectada sin oscuridad, al igual que Nietzsche también se preguntaba si la especie humana podría sobrevivir sin las enfermedades.

El tiempo como una verdad inaccesible y una posible solución

Volvamos sobre nuestros pasos y cerremos, ahorita, el círculo con el Tempus fugit. El presente se nos escapa de las manos, es inevitable -e imprescindible- describirlo, por lo tanto, como algo inaccesible, etéreo, algo que huye constantemente de nosotros. ¿Cómo afecta eso al pasado? Volvamos al interior de ese museo en el que creíamos dar con una fuente de saber histórico.

Contemplemos los escaparates, leamos los carteles, asistamos, quizá, a esa performance, veamos por completo el video introductorio, conclusivo o accesorio en una de esas salas con cortina. Más tarde, pasemos por la tienda -siempre obligatoria- del final de la visita. Puede que sea ahí cuando, además del dolor en las piernas, a pesar de nuestro fatigado pensamiento, sintamos que hay algo que nos incomoda. «Ya está todo inventado», ¿les suena esa frase? Es tan solo una pequeña manifestación -hay muchas más- de nuestra propia crisis temporal. Nos situamos después del todo porque creemos haber visto, bajo las frías luces de los expositorios, una verdad sólida y cuantificable, llena de las fechas y los títulos que hemos leído en las etiquetas. ¿Es que, acaso, todo pasado fue mejor?¿Más seguro?¿Más sabio?¿más estable que nuestro presente? Tempus fugit, nos susurra la historia, Tempus fugit.

«Momento imperceptible,
¿qué fuiste tú, que hay ya
algo dentro de mí
que nunca pasará?

Sé que, al pasar los años,
de esto me acordaré,
sin saber ya lo que era,
que incluso hoy no lo sé.

Más, aunque nada fuese,
queda de ello un quedar
que será dulce cuando
no pueda recordar.»

Cancionero — Fernando Pessoa

La diferencia entre la verdad científicamente histórica y la verdad sensiblemente histórica implica una toma de conciencia de lo descrito en este último párrafo. Por utilizar las palabras de Martín Caparrós, se trataría de detectar esa «simulación» del presente —aunque fue Platón el primero en hablar de simulacro— en la que convertimos el pasado. Y una vez conscientes del engaño, tratar de construir nuestra experiencia del tiempo a partir del ‘ahorita’, de lo pequeño, mutable e imperfecto, de la contienda entre lo inescrutable y nuestra necesidad de descifrar y entender, de lo genuino de dar testimonio sin otra ambición que la de expresar nuestra propia humanidad. Pensar lo pasado como un infinito océano de dudas, de incertezas, y otorgar la condición de ‘verdadera’ a esa experiencia. Darnos cuenta de que nuestros recuerdos son inexactos, un constante esfuerzo por tapar los agujeros y evitar que el barco se hunda. Pensar, tal vez, en un museo vacío, en un museo de lo que nada queda, de senderos bifurcados y voces no escuchadas. Convertir el pasado, desde el ‘ahorita’, en un recuerdo de nuestro olvido histórico.

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