Llamándote a golpes de agonía

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Algunas fuentes filosóficas de la poesía existencialista española

«Quiero brillar con las estrellas, alto:
jamás descansaré, arderé siempre»
José Luis Hidalgo

Si para Don Quijote el mayor pecado es el desagradecimiento, para mí es la inconsciencia. Vivimos en un mundo que da la espalda a la existencia, esto es, da la espalda a la Muerte y a Dios. Quien quiera que camine hoy por las calles de nuestra sociedad occidental puede descubrir que nuestro pensamiento dista mucho de acercarse a los temas capitales del ser humano. Nuestra sociedad se ha conformado con construir grandes estructuras ideológicas sin haber encontrado una solución satisfactoria para nuestro primer, y quizás único, problema: el problema de la existencia y la conciencia infinita. Quizás sea el único porque sin alcanzar una solución convincente para esta cuestión, podríamos desembocar en aquello -y no creo ser agorero, viendo nuestra reciente historia- que ya pronosticó Camus: «Si no se cree en nada, si nada tiene sentido, la maldad y la virtud son cosas azarosas»1. ¡Quién sabe dónde hemos de agarrarnos para no justificar todas nuestras veleidades éticas en lo absurdo de nuestra existencia! Eximia pregunta. Así las cosas, deberíamos repetir aquel acto valeroso de Heidegger al escribir en el íncipit de Ser y tiempo:

«¿Tenemos hoy una respuesta a la pregunta acerca de lo que propiamente queremos decir con la palabra ente? […] ¿Nos hallamos hoy al menos perplejos por el hecho de que no comprendemos la expresión ser? De ningún modo. Entonces será necesario, por lo pronto, despertar nuevamente una comprensión para el sentido de esta pregunta»2.

Parece claro que tantos años de Positivismo científico no han traído una respuesta satisfactoria a la pregunta del ser. Lo preocupante hogaño no es, sin embargo, la falta de la respuesta, sino la pérdida evidente de la inquietud por conocerla. No me interesa volver hoy a un Dios-Moral que sea férula social, guía cerril del pensamiento social; pero tanto menos me interesa este No-Dios capitalista, esta Nada total que se nos impone en aras del crecimiento materialista. Porque sin Dios ya, sin trascendencia, sin inquietud alguna por la existencia, sentimos -siento- la necesidad de volver atrás, no a la creencia ciega en la divinidad, no, sino a la gran pregunta abierta que plantea.

Vengo hoy a presentar a un grupo de escritores que no vivieron de espaldas a la muerte, como nosotros cobardemente vivimos, sino que aceptaron su aporía humana y buscaron, aunque infructuosamente, una salida. Hablo de ese grupo de poetas españoles que conocemos como existencialistas; escritores que en los años más crudos de la postguerra volcaron su grito al cielo, emitiendo quejosas preguntas sobre el ser y sentido del Hombre en la tierra. Blas de Otero, José Luis Hidalgo o Dámaso Alonso, entre muchos otros y muchas otras, escribieron en estos años una poesía desgarrada y rota, que presentaba, sin embargo, una unidad temática y estilística admirable, elevando a la categoría de objetos estéticos los poemarios que la conformaban (pienso en Ancia, en Los muertos, en Hombre y Dios…). Esta generación había de pasar a la historia como la poesía desarraigada de postguerra, título instaurado por el propio Dámaso, partiendo de aquel célebre verso de Blas de Otero: «Una generación desarraigada. / Unos hombres sin más destino que apuntalar las ruinas»3. Pretendo con los siguientes párrafos no solo recordar los aciertos poéticos de esta generación, sino también reconocer sus, no siempre conscientes, fuentes filosóficas. Buscamos evidenciar así, a la luz de la comparación, cuán cercanas pueden llegar a ser las expresiones de mentes muy distantes en espacio y tiempo al tratar el problema capital y universal de la existencia.

En primer lugar, para comprender bien estas expresiones artísticas, hemos de recalcar la necesaria relación que entabla la poesía existencialista (y su sustrato filosófico) con la idea de Dios. Ernestina de Champourcín pensaba que «en toda poesía que lo es, o sea, en toda poesía auténtica, está Dios»4, amparando esta afirmación en el hecho de que «muchos líricos, incluso algunos no creyentes, escépticos o ateos, dejan asomar de vez en cuando en sus obras, en forma más o menos velada o vergonzante, la idea de eternidad, de permanencia del espíritu, de esencia divina»5. Siguiendo esta idea de Champourcín, debemos llegar a la necesaria conclusión de que la mención a Dios en estos textos no implica necesariamente la aparición de un mensaje religioso. Y es que la religión presupone comunidad, conjunto de creencias compartido, y esta poesía deífica nace justo del polo contrario, de la conciencia de la existencia personal del creador, sin exposición de dogmas de ningún tipo. Como se ve, ambas posturas difieren como la noche y el día. La obra de estos autores surge de una rebelión manifiesta contra la propia naturaleza humana. Cantan desde una celda personal, pero su voz resuena como nueva en todas las celdas del mundo. Enuncian el problema primero de todo sujeto.

Por este motivo, la mención a Dios de estos autores suele responder más a un intento de alcanzar la conciencia eterna, la permanencia del espíritu, que a un abnegado amor por la divinidad. Camus ha explicado certeramente que «solo ha habido un culto a lo largo de toda la historia, el de la eternidad»6, idea que ya había expresado -por intuitiva- Unamuno algunos años antes: «y toda religión arranca históricamente del culto a los muertos, es decir, a la inmortalidad»7. Ambos existencialistas reconocen el culto como una voluntad de permanencia, como una especie de salvación ante el hastío total de una mente consciente en un tiempo finito. Kierkegaard, en el Panegírico de Abraham, plasmó de forma perfecta esta aporía humana: «Si no existiera una conciencia eterna en el hombre […] ¿qué otra cosa podría ser la existencia sino desesperación?»8. Es nuestra capacidad de imaginar una transgresión de la muerte lo que nos salva, pero a la vez -ante la imposibilidad de materializar ese producto imaginado-, lo que nos condena. Es esta paradoja, este problema íntimamente humano, lo que quería representar Blas de Otero con su definición del Hombre, ubicada en el verso que cierra el soneto homónimo: «Ángel con grandes alas de cadenas»9.

El poeta rinde culto a la eternidad: quiere ser eterno. Entonces surge la disputa con su realidad y el conflicto con su existencia. A la hora de la verdad, todo grito existencialista es una petición desesperada de eternidad, de no-muerte. Blas de Otero, en unos versos sobre el ser humano, anuncia: «Es que quiere quedar. Seguir siendo, / subir, a contra muerte, hasta lo eterno»10. Versos que son el envés de los que un día escribiera José Luis Hidalgo: «porque los muertos / están muertos y mueren y se acaban»11, afirmación muy cercana a otra de Blas de Otero: «Porque los muertos se mueren, se acabó, ya no hay remedio»12. La intertextualidad es evidente. Ante el reconocimiento del final inmediato, del final absoluto, ¿cómo no desesperarse? ¿cómo no señalar a Dios con el dedo buscando justicia?

Una de las caras del problema que planteamos consiste en la falta de fe de los poetas; una fe que se quiere, pero no se tiene. Así Dámaso en su último poema, el más sincero, aquel escrito con 86 años y titulado Duda y amor sobre el Ser Supremo escribiría:

«Perdóname, Señor, este es mi pensamiento,
lo que juzgo verdad:
creo verdad la idea de la muerte
del alma, al punto mismo en que se muere el cuerpo.
Pienso que esto es lo exacto, lo verídico»13.

Con la fe, llegaría la certeza de la permanencia y cesaría el dolor, pero este don no es electivo. Los filósofos y poetas se muestran deseosos de gozar de la fe; incapaces, en cambio, de sentirla. Para un desarrollo de este problema es imprescindible acudir al ensayo Temor y Temblor, donde Kierkegaard nos confiesa que no puede «llevar a cabo el movimiento de la fe», que es «incapaz de cerrar los ojos y rebosante de confianza saltar y zambullirse de cabeza en el absurdo»14. Para este filósofo, la fe es el don más elevado y ejemplifica esto recurriendo al sacrificio de Isaac. En la historia de Abraham, solo gracias a la fe se vence el absurdo: aquel que no sea capaz de comprender lo eximio del sentimiento de Abraham no puede ver más que a un loco llevando a su hijo hacia el holocausto. Si no fuese absurda nuestra existencia no tendría ningún sentido que encontrásemos la fe. La fe nace de que es absurdo todo cuanto nos rodea (siglos atrás había expresado ya Tertuliano su famosa máxima: credo quia absurdum est). El Héroe trágico griego vive en la esfera de lo ético, y por ello, obra en consecuencia con lo General, mas, ¿quién llorará por Abraham? Abraham está solo ante su problema, porque la paradoja de la existencia es una cruz que se afronta en soledad. Su problema es el del Particular en relación absoluta con la divinidad. El Héroe trágico alcanza la grandeza por una virtud moral, pública; el Caballero de la Fe alcanza una grandeza puramente personal, que es, sin embargo, la más elevada obra de su existencia como Particular.

Unamuno, en El sentimiento trágico de la vida, no trata este concepto bajo los mismos parámetros que Kierkegaard, a pesar de la devoción que el bilbaíno tenía por su obra. En el rector, admirador de la obra de Schopenhauer, la fe es una cuestión, sobre todo, de voluntad:

«¿Y qué cosa es la fe? A lo que la doctrina cristiana que se enseña en la escuela nos responde: creer lo que no vimos. ¡Creer lo que no vimos!, ¡No!, sino crear lo que no vemos. Y antes os he dicho que creer en Dios es, en primera instancia al menos, querer que le haya, anhelar la existencia de Dios»15.

El primer paso para creer en Dios es querer creer, sentir su necesidad. Si queremos que Dios exista es porque Dios nos puede aportar algo; de lo contrario, es absurdo ansiar algo que no modificará ni un ápice nuestra existencia. Es, y no debemos tener miedo de decirlo, una fe un poco egoísta, un poco interesada. De Dios, Unamuno quiere su poder de eternizar la conciencia humana. Esta idea, en verdad, es intuitiva, pues, ¿por qué habríamos de creer en Dios si no es para endiosarnos a nosotros mismos, para proyectar nuestro ser más allá de la muerte? El culto a Dios es un culto a la eternidad sí, pero a la eternidad propia. El poeta quiere la fe, pero por beneficio propio. El hombre se quiere eternizar y, como no hay sistema lógico que aguante tal embestida, se expresa con un lenguaje totalmente irracional, ansioso. Tal es el caso de Unamuno: «¡Ser, ser siempre, ser sin término, sed de ser, sed de ser más!, ¡hambre de Dios! ¡sed de amor eternizante y eterno!, ¡ser siempre!, ¡ser Dios!»16. Ideas que mucho se asemejan a los versos en los que Otero exclama:

«¡Quiero vivir, vivir, vivir! […]
Vivir. Saber que soy piedra encendida,
tierra de Dios, sombra fatal ardida,
cantil, con un abismo y otro, en medio:
y yo de pie, tenaz, brazos abiertos,
gritando no morir. […]»17.

Esta falta de fe se evidencia en la batalla que el Hombre entabla con Dios. No en vano, Emilio Alarcos, gran conocedor de la obra oteriana, ha estudiado este léxico litigante en su libro La poesía de Blas de Otero. El poeta no es un ser servil, sino combativo. Muchas veces es el propio escritor quien acaba anunciando la muerte de la deidad, causada por su propia muerte. El poeta, vengativo, se anuncia a sí mismo como la tumba de Dios, pues, tras tanto silencio por parte de la deidad, acaba concluyendo que es él mismo quien lo ha creado, que Dios no es más que un espejismo de su mente. Esto se ve claramente en poemas de Otero: «Ven. Conmigo / has de morir. Contigo estoy creando / mi eternidad»18; de Dámaso Alonso: «[A Dios] Yo soy tu centro para ti […] / Si me deshago, tú desapareces»19; y de José Luis Hidalgo:

«Pero sé que no estás, que el vivir solo
es soñar con tu ser inútilmente
y sé que cuando muera es que Tú mismo
será lo que habrá muerto con mi muerte»20.

Muchas otras veces, el poeta intentará hacer de su muerte un acto injusto. En Unamuno esta idea es recurrente, la vemos cuando escribe: «Y el obrar de modo que sea nuestra aniquilación una injusticia, que nuestros hermanos, hijos y los hijos de nuestros hermanos y sus hijos, reconozcan que no debimos haber muerto, es algo que está al alcance de todos»21. En Camus esta idea alcanzará su máximo esplendor gracias a la figura de Iván Karamazov, personaje de Dostoievski, que será utilizada por el francés para llevarla hasta su extremo: «Aunque Dios existiera, Iván no se entregaría a él debido a la injusticia que le ha hecho al hombre»22. Nuestra toma de conciencia anterior a nuestra pronta muerte es una injusticia sin igual. Aun existiendo Dios, este no merecería existir, ya que ha permitido tal agonía. Con Dios o sin Dios, muchas veces estos pensadores no pueden ver más que injusta la existencia.

Como siempre, estas reflexiones han calado en los poetas existencialistas. El propio Unamuno, que como vate tiene fama de tosco entre aquellos que no quieren leer bien y solo esperan florecillas sonoras -pues, como apunta Dámaso (en el célebre prólogo que escribió para la edición de Ancia en Visor), no hay que confundir la falta de dominio de la palabra con la voluntad de hacer un verso hirsuto para mostrar el derrumbamiento del mundo-, el propio Unamuno, decía, trasplanta sus ideas filosóficas a sus sonetos y escribe: «Por si no hay otra vida después de esta / haz de modo que sea una injusticia / tu aniquilación; de la avaricia / de Dios sea tu vida una protesta»23. Dámaso Alonso, sigue una línea similar al escribir: «Oh, gran Señor, sería / todo tan justo, dime, / dime, si tú existieras»24. Blas de Otero también frecuentó esta reflexión sobre la injusta muerte: «Nadie quiso nacer. Ni nadie quiere / morir. ¿Por qué matar lo que prefiere / vivir?»25. La certeza de un Dios que haga perdurar nuestra conciencia justificaría nuestra vida.

Nos vemos obligados a cesar aquí nuestro discurso por no adormentar más a los pocos lectores que hasta este fin hayan llegado. Esperamos haber mostrado la recurrencia de temas que presentan estos textos y sus relaciones con las obras de los más grandes pensadores existencialistas. Muchas veces, leyendo a un tiempo ensayos y poemas de esta corriente, uno piensa que los autores se están traduciendo unos a otros, debido a la elevada concordancia en sus ideas y expresiones. La unidad estilística y temática, la similar forma de exteriorización de un mismo problema, parecen señalar que hemos encontrado uno de los puntos clave de la cuestión humana. Hagamos, entonces, por no obviarlo.

Notas

1 Camus, A. (2013). El hombre rebelde (3a). Alianza Editorial. p. 16.
2
Heidegger, M. (2020). Ser y Tiempo (3a). Trotta. p. 21.
3
Otero, B. (2013). Obra completa : (1935-1977). Galaxia Gutenberg. p. 131.
4
de Champourcín, E. (1970). Dios en la poesía actual (1a). BAC. p. 11.
5
Ernestina de Champourcín. Op. Cit: p. 5.
6
Camus. Op. Cit: .p. 97.
7
Unamuno, M. de. (2017). Del sentimiento trágico de la vida. Austral. p. 83.
8
Kierkegaard, S. (2018). Temor y Temblor (2a). Alianza Editorial. p. 77.
9
Blas de Otero. Op. Cit: p. 148.
10
Blas de Otero. Op. Cit: 131.
11
Hidalgo, J. L. (2000). Poesías completas (1a). DVD poesía. p. 52.
12
Blas de Otero. Op. Cit: 194.
13
Alonso, D. (1992). Antología de nuestro monstruoso mundo / Duda y amor sobre el Ser Supremo (2a). Cátedra. p. 179.
14
Kierkegaard. Op. Cit: 103.
15
Unamuno. Op. Cit. 2017: 211.
16
Unamuno. Op. Cit. 2017: 83.
17
Blas de Otero. Op. Cit: 194.
18
Blas de Otero. Op. Cit: 165.
19 Alonso, D. (1971). Oscura noticia / Hombre y Dios (2a). Espasa-Calpe. p. 123.
20
Hidalgo. Op. Cit: 116.
21
Unamuno. Op. Cit. 2017: 281.
22 Camus. Op. Cit: 148.
23
Unamuno, M. de. (2015). Antología poética (3a; J. M. Valverde, ed.) Alianza Editorial. p. 59.
24
Dámaso Alonso. Op. Cit. 1992: p. 198.
25
Blas de Otero. Op. Cit: 264.

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