El Retrato Oculto

Published by

on

7–11 minutos

Contándose entre las más nacaradas perlas de la literatura universal, Ana Karenina, escrita por León Tolstoi y publicada en 1878, no solo posee inmensa riqueza narrativa, sino que esconde bajo los remachados tablones de sus sótanos abundantes tesoros. Los análisis posibles son innumerables: aquí llevaremos a cabo una crítica de la representación de personajes en tanto a entidades con una compleja filosofía del ser. Nos servirán de ayuda y materia de estudio tres obras particulares, las cuales dentro de la novela tienen discreta preponderancia. Se trata de tres retratos de Ana.  

Planteo llevar el análisis a la cualidad meta-artística de la novela: el libro en sí es un primer retrato, dentro del cual se esconden los demás. Es un retrato de su época, del problema religioso ruso, del mismo Tolstoi, y, por supuesto, de Ana. El autor, asociado por antonomasia a la ciudad de Moscú, domina la técnica de introducción y dibujo de personajes. En primer lugar, introduce revoloteante el pensar que de ellos se tiene en sociedad: una base de oleosa pintura. Luego, añade unos trazos tocantes a la corporeidad y a la realidad física. Más adelante, a través de la novela, se van esclareciendo sus rasgos espirituales y morales. Pero el retrato final tiene muchas capas, y es siempre una obra inacabada, en tanto a que permanece siempre en movimiento. Esto es cierto para todos los personajes de la novela menos para uno. Y ese personaje es nuestra protagonista (o coprotagonista, si tenemos en cuenta al querido Levin).

La Karenina es un caso aparte: su retrato sí tiene versión final, y es un rictus vengativo el que en su rostro se adivina. Tolstoi pinta un retrato tal que hemos podido apreciar cada ángulo de su delicada cabeza, nos hemos creído capaces de acariciar su níveo cuello. Incluso su aroma nos ha sido esclarecido. Perfume de amapola cortada, comienzo de la putridez. Si dejamos de lado consideraciones unamunianas y damos por sentado que un personaje es siempre obra y propiedad de su autor, debemos admitir que en Ana se ve un caso especial, dado que en ella se adivina propia una vida. No es solo Tolstoi quien, a través de la obra, hace un retrato de la Karenina. Para los ojos del lector activo, entre las páginas de la novela se cuentan, no uno, sino tres óleos sobre lienzo. Ana es retratada en dos momentos diferentes de la obra: una vez, por la mano inexperta de Vronsky, y una segunda, eterna, por el pintor dedicado, Mikhailov. Dos entidades subjetivas diferentes, con desiguales distancias emocionales y físicas respecto al sujeto representado, y dos lotes de habilidades pictóricas también distantes. Es mediante este recurso narrativo del meta-retrato que tiene lugar una de las más remarcables ekphrasis de la historia de la literatura, después de la descripción homérica del escudo de Aquiles.

Entremos ahora en materia: hablemos de la ekphrasis. Esta herramienta literaria implica la inscripción de una obra o disciplina artística dentro de otra: aquí nos encontramos en un caso de pintura dentro de literatura. La ekphrasis sirve de recurso a través el cual se puede plasmar la obra incorporando un antes y un después, haciendo visibles sus causas y sus efectos. Puede introducir la imagen en un flujo temporal y causal o, dicho de otra manera, narrativo. Esto es especialmente interesante dentro de teoría de la representación pictórica, en la cual se hace una distinción importante entre el objeto representado y la forma que permite la representación de tal objeto. El sujeto pictórico nos debe la cualidad de admitir la existencia o la no-existencia de aquello que busca representar: Ana existe en tanto a que es representada, siendo poco relevante que su esqueleto pueda en el mundo terrenal estar siendo carcomido por entidades parasitarias. Es decir: no es una cualidad necesaria que su persona exista en la concepción empírica de aquello que toscamente llamamos realidad. Y siguiendo por esta línea, los retratos que de ella se pintan tienen una capa añadida de interés ontológico, dado que son segundas representaciones del primer sujeto pictórico. Dicho de otro modo, se alejan un paso más del mundo de las ideas, inscribiendo un componente subjetivizante de segunda instancia. Esto es lo que debemos tener en mente respecto al sujeto pictórico: pero el verdadero debate subyace en la forma dentro la cual florece éste.

La forma pictórica es generalmente descrita como la manera a través de la cual se disponen o relacionan los diferentes objetos representados dentro del marco pictórico. Utilizaré la expresión marco pictórico como una traducción pragmática del término anglosajón picture, el cual abarca en filosofía un rango de significados considerablemente más amplio que cualquiera de sus traducciones convencionales al castellano. Titubeo al utilizar esta expresión, de todas maneras, dado que la palabra marco da lugar al proceso imaginativo de aquello que enmarca, lo cual lleva causalmente, en pintura, a pensar en una silueta (probablemente cuadrangular), o, dicho de otro modo, una forma. Y efectivamente, el subconsciente del lector no cae en un error al considerar un marco como una forma. Pero no es esta la concepción de forma a la que hago referencia aquí: la nuestra será la forma compositiva. Un marco pictórico no puede, en sí mismo, mostrar su forma pictórica: si no que la encarna. Y un marco pictórico no puede, igualmente, posicionarse fuera de su forma. Lo que un marco pictórico tiene en común con la realidad, y lo que nos permite percibirlo como algo parecido o imaginable, es su forma pictórica: es decir, la manera en la que los objetos dentro de ella representados están dispuestos y se relacionan entre sí. Es esto lo que permite la creación coherente y cognoscible del retrato literario de Ana a través de la cuidada disposición de sus rasgos morales, emocionales y estéticos (y de cualquier personaje, a este punto), y por ende de los meta-retratos que dentro del él anidan.

La descripción del retrato de Mikhailov es uno de los puntos más relevantes de este análisis. Dice así: “el retrato impresionó a todo el mundo, especialmente a Vronsky, no solo por su parecido, sino por su belleza característica” y por la revelación de “la más dulce expresión de su alma (de Ana)”. Bajo esta frase subyace un mundo de complejidad. Es a esto a lo que me refiero cuando hablo de un componente subjetivizante de segunda instancia: lo interesante es ver como a través de ello parece ser desvelado un rasgo platónico (universal, de alguna manera) del primer sujeto, es decir, de Ana. Probablemente lo más relevante que nos quiere ser transmitido aquí es que antes de ver el retrato de Mikhailov, esta expresión de la esencia espiritual de Ana le estaba oculta también a su amante, el cual se había consagrado a ella en cuerpo y alma. Levin, también, tiene una reacción casi espiritual al verse cara a cara con el retrato, justo antes de ser presentado a su objeto en carne y hueso. Es este el momento arquitectónico clave de la novela, el punto en el que se entrecruzan altísimos los arcos que sostienen la compleja bóveda narrativa. Nada, sin embargo, le prepara para el encuentro con la obra verdadera: la misma Ana. En este breve momento en el que se entrecruzan sus caminos, se determina el destino de ambos personajes. Es este el punto de viraje en el que pivota la perspectiva de Levin sobre la fe. Es esta la semilla de la cual germinará, poco después, su espiritualidad. Es este el más profundo surco del arado que maneja, titánico, Tolstoi. Es aquí donde nos encontramos cara a cara con el poder del Arte.

Como he mencionado, dentro de la novela hay tres retratos de la Karenina, pintados por tres diferentes personajes. Uno de ellos es el torpe e inacabado bosquejo de Vronsky. El segundo, también ya discutido, es la obra de Mikhailov. El tercero, sin embargo, está sumido en las sombras, precisamente por estar escondido a plena vista: difícil de distinguir el objeto al ver solo los trazos, al igual que un cuadro impresionista al que uno se acerca demasiado. Es el retrato que Ana pinta de sí misma en sociedad: un retrato capaz de emocionar al estoico, de germinar una fe nueva en el corazón de los hombres. Es este el verdadero poder del arte, y la mano de nuestra protagonista esboza cuidadosamente cada trazo. Tolstoi se convierte en maestro ekphrastico no solo a través de la descripción de los retratos literales que de Ana son hechos. Su verdadera maestría yace en el complejísimo efecto que tiene la obra artística de Ana respecto a sí misma. Manipula y crea su belleza para causar amor, para inspirar ternura. Para tener poder. Esto se hace obvio en la segunda escena de la ópera, en la que Ana lleva su belleza como símbolo de provocación en sociedad, igual que un canto revolucionario es subversivo en la rigidez de un desfile militar. Y en efecto se ve castigada de igual manera que un soldado disidente: se ve insultada, y condenada a la celda del ostracismo social, esperando impía la sentencia. Y al contrario que para un joven Dostoyevski, a ella no le llegará un indulto de último minuto.

La Karenina pinta su propio retrato. Quiere esto decir que no sabemos realmente nada de la verdadera Ana. Es para nosotros ignoto un misterio. Esto es así dado que la mujer, en general, no puede ser representada en el arte como sí misma, dado que no podemos saber prácticamente nada de su identidad. Está presente únicamente como ente consciente de ser percibido y representado como objeto. He aquí el misterio doble de las mujeres en los retratos, cuyas miradas no alcanzan realmente el mundo exterior, si no que escrutan estremecedoramente su interior, con ojos que se dan la vuelta sobre si mismos.

Es por esto por lo que podemos decir que el final de Ana pertenece a una tradición de heroínas que se hacen brutalmente dueñas de su destino, con el fin de ser artesanas de la última, crítica cincelada de sus vidas. Es ella quien decide el punto exacto donde se abrirá la fisura en su marmórea piel. La única ekphrasis terminada en la novela: el tercer retrato, el círculo completo de la retroalimentación sensitiva, la estatuilla boca abajo, dada completamente la vuelta. Ella es la única que llega a finalizar su obra, arrodillándose ante ella como ante un icono. Es ella, efectivamente, quien orquesta su propia Aniquilación.

                                                                                                   

Deja un comentario