Proféticamente, en su ensayo titulado La decadencia de la mentira, Wilde expone la teoría que explica su singular relación con el Arte cuando dice que la Naturaleza imita el Arte y no al revés
No ha habido desde Cristo nadie que dijera cosas tan complicadas de una forma más simple. Su obra es una hermosa cebolla donde hay una capa para cada lector. Su único pecado como artista es que llevó a cabo su ideal. Fue un verdadero individualista de una forma tan intensa que no podía ser nadie más que él. Por eso sus personajes mejor definidos tienen su misma voz y nos parece escuchar al propio Wilde en los cínicos labios de Lord Henry Wotton o del simpático ‘bumburista’ Algy. Este fenómeno, fácilmente observable, no se puede atribuir en Wilde a una falta imaginativa, sino a una imaginación atraída por el vórtice de su personalidad. De él no podemos decir, como de Shakespeare, que no era nadie para ser todos. Ni podemos decir, como dijo él de Browning, que “su genio balbucía a través de mil bocas” pues sólo logró perfeccionar la suya, pero es tan encantadora, tan reconocible, que el lector sólo puede alegrarse de que no alcanzase la objetividad en el Arte.
Wilde es sin duda un artista subjetivo, esto es, aquel cuyo pathos proviene de sí mismo y en el cual se produce una identificación entre la esencia artística y su propia esencia. Ambas se entremezclan de tal modo que la tragedia de su obra es la de su vida. Proféticamente, en aquel delicioso ensayo titulado La decadencia de la mentira, Wilde expone la teoría que explica su singular relación con el Arte cuando dice que la Naturaleza imita el Arte y no al revés. Desde luego el Destino debió leer atentamente la obra de Wilde para representarla después con fatal precisión. Su tragedia estaba ya contenida en su obra desde el principio porque las semillas de lo que seremos están ya en lo que somos de igual modo que lo que somos estuvo ya en lo que fuimos. O en palabras de Wilde: «el Arte es un Símbolo porque el Hombre es un Símbolo».
Borges ha observado que su trabajo con frecuencia es tildado de sencillo por el público medio. La extraordinaria coherencia de su obra, unida a la sintaxis simple (de una dificultad pasmosa para aquel que ha intentado escribir alguna vez) pueden generar esta impresión. Nada más lejos de la verdad. Wilde es un maestro del estilo y no sólo un charlatán como pensaba Pessoa, que lo detestaba porque veía en él quizás un reflejo de sí mismo o de lo que pudo haber sido si hubiese tenido el vitalismo de Wilde, su voluntad innegociable para la vida (no en vano tuvo como maestro literario a Falstaff). Pero Pessoa era un pesimista que vivía de los sueños y Wilde siempre fue un optimista que quería hacer de sueños su vida.
El pesimista se refugia en sueños porque no soporta la realidad, el optimista trata de vivir sus sueños en la realidad misma. Pessoa como artista crea desde la pasividad, por eso su obra es crepuscular y tenue y hay que pescarla con hilos finísimos del lago de la irrealidad. Cuando levantamos la caña vemos que hemos pescado un vapor hermoso, pero que se nos deshace entre los dedos apenas lo rozamos. Wilde, por el contrario, crea desde la actividad. Su voluntad es creadora porque, a diferencia de Pessoa, tiene una fe (no hay otra palabra) en que sus ficciones son reales, más reales que la realidad misma, pues las sitúa en un plano superior.
Así ocurre cuando dice que ha llorado más por la muerte de Lucien (personaje de Las Ilusiones Perdidas) que por la de muchos de sus amigos. Frase que puede no ser tomada en serio, pero que esconde la confianza absoluta de Wilde en el Arte como la Realidad Suprema. De la misma raíz proviene su rechazo a Zola y sus semejantes. Balzac era uno de sus novelistas predilectos porque sus personajes poseen una increíble vitalidad. A Zola lo detestaba porque, según él, había heredado de Balzac sólo lo peor. Para Wilde la propuesta de un Arte lo más fidedigno posible a la realidad es como emplear Excálibur para partir un chorizo. Degrada al Arte, el cual aspira a mucho más. ¿Realmente ha habido alguien más sabio que Wilde en cuestiones artísticas?
Nadie ha esbozado las posibilidades del Arte con tal grandeza y nadie ha creído más en él. En la religión del Arte Wilde es el gran profeta y no en vano dijo que hasta el ateísmo ha de tener sus ritos y celebraciones, sus mártires, santos y altares. Con el Arte habría de suceder lo mismo, habría que leer a Rimbaud a la luz de las velas con un vaso de vino y un silencio de iglesia, y a Keats en una hermosa pradera donde poder ver danzar entre las hierbas a alguna bella ninfa. Pessoa sabe que sus ficciones son sólo eso, se le negó el don de la fe y por eso le recubre siempre esa aura de amargura. Wilde cree en sus personajes, por eso están llenos de vida, de su propia vida, igual que como crítico creía en la realidad de los personajes de Balzac y en la inmortalidad del noble Hamlet.
Su vida
En la vida de Wilde hay dos etapas claramente diferenciadas y una que sirve de transición. Sus dorados años de estudiante en Oxford y su carrera como artista, donde pasea por el jardín de las luces y exprime todos los placeres del árbol. La transición en su tormentosa relación con Lord Alfred Douglas. Y el jardín de las sombras, su estancia en la cárcel de Reading, donde se encuentra con el Eterno Maestro en el rostro impasible del Dolor. El propio Wilde nos lo confiesa en De Profundis, una carta destinada a quien fue su amado y el motivo de que terminara en prisión, y pocas personas representan mejor la sabia observación de Kierkegaard de que sólo a través del pecado se descubre la Bienaventuranza:
“No lamento ni un solo instante haber vivido para el placer. Lo hice hasta el fondo, como se debe hacer todo lo que uno haga. No hubo placer que no experimentara. Eché la perla de mi alma a una copa de vino. Bajé por el sendero de las prímulas al son de flautas. Viví de miel. Pero haber continuado en la misma vida habría sido malo porque habría sido limitador. Tenía que pasar adelante. La otra mitad del jardín también tenía sus secretos para mí”
Wilde tiene la particularidad en la historia de la literatura de que no sólo escribió la tragedia de su vida, sino que además fue su intérprete y su crítico. No conozco ningún otro caso en el que haya tal confluencia. Este hecho muestra en Wilde una increíble autoconciencia de sí mismo. Lo que hace de él una figura especial es que, a diferencia de muchos grandes escritores, era plenamente consciente de estar en relaciones simbólicas con su época. Supo ver perfectamente el alcance de su gloria y también lo terrible de su caída. Los detalles biográficos de su relación con Douglas son lo de menos. En aquella misiva un hombre se ha medido en el oscuro espejo de la noche y ha hallado su alma.
De Profundis es la obra clave de Wilde, la que ilumina el resto y redescubre sus escritos anteriores. El propio Wilde se da cuenta de que en el paño púrpura de Dorian gotea el hilo de sangre de la fatalidad. “¿Quien inventó el Dolor, no es acaso más sabio que tú?”. Se dice en aquella sombría hora eterna, siempre la misma, que se extendió durante dos años de su estancia en Reading.

Cristo como artista
Wilde mostró en aquella cárcel y en De Profundis su verdadera condición de artista, su capacidad para cambiar radicalmente sin dejar de ser él:
“La vida artística es simple autodesarrollo. La humildad en el artista es su aceptación franca de todas las experiencias, lo mismo que el Amor en el artista es simplemente ese sentido de la Belleza que revela al mundo su cuerpo y su alma”
En esta prisión de espanto y aislamiento donde la frente arrogante de bronce se alza en rebeldía y el corazón se endurece como el pan que sirven de alimento, es precisamente donde Wilde alcanza el cénit de su sabiduría como artista y como crítico. Formula, para no caer en la desesperación, una de las más bellas relaciones de ideas que se han concebido nunca:
“Yo veo un nexo mucho más íntimo e inmediato entre la verdadera vida de Cristo y la verdadera vida del artista, y me produce un vivo placer pensar que mucho antes de que el Dolor se enseñorease de mis días y me atase a su rueda había yo escrito en «El alma del hombre» que el que quiera vivir como Cristo tiene que ser entera y absolutamente él mismo”
Sirva este párrafo también para notar como nuevamente la obra se adelanta a su autor. Wilde relaciona los conceptos de artista e individualista con la figura de Cristo y nos ofrece unas páginas hermosísimas donde interpreta la vida de Cristo en clave romántica. Nos muestra así a Cristo como destructor de moldes y enemigo de los sistemas maquinales y obtusos que tratan al hombre como cosa. «Cristo decía que las ceremonias y las formas están hechas para el hombre y no el hombre para estas». ¿No es esta acaso la esencia misma del movimiento romántico frente al clásico?
Respecto a la moral de Cristo, comenta Wilde lo siguiente: «Su moral era toda ella simpatía, como debería ser la moral». Dicha simpatía incluye al pecador.
“Convertir a un ladrón interesante en tedioso hombre probo no era el objetivo de Cristo. De una manera aún no comprendida por el mundo él veía el pecado y el sufrimiento como en sí mismos cosas hermosas, santas y modos de perfección. Parece una idea muy peligrosa, lo es. Todas las grandes ideas lo son.”
Son varias las similitudes entre Wilde y Kierkegaard (casi contemporáneo suyo). Ambos se ocuparon vivamente del hombre estético. El primero en Dorian y en su propia vida, el segundo en O lo uno, o lo otro. Y me gusta pensar que el interés de Cristo por cierto tipo de pecadores proviene precisamente de que vio en ellos al hombre estético que, en términos de Kierkegaard, posee la potencialidad del hombre ético y del hombre religioso.
Wilde creía que el pecado tenía la fuerza incluso de transformar el pasado, siempre y cuando el pecador se arrepintiera, pues el arrepentimiento es su única forma de comprender lo que ha hecho. Kierkegaard, del mismo modo, piensa que si uno pudiese verse exento de la conciencia del pecado, ya no podría ser cristiano pues esta es la conditio sine qua non del cristianismo y lo que hace de él la más perfecta religión es su profundo y elevado entendimiento de que el hombre está sujeto al pecado.
El verdadero necio y la moral en Wilde
Borges afirmó que Wilde casi siempre tenía razón. Wilde, como Chesterton, es un maestro de la paradoja y el que habla de este modo sólo puede decir la verdad. Normalmente se tacha a Wilde de inmoral, pero a la luz de sus escritos dicha afirmación no es exactamente cierta. Lo que puede decirse es que no es moral de forma convencional, pero Dorian tiene alma y esta se transforma con sus pecados.
Para analizar el pensamiento moral de Wilde hay que considerar dos cuestiones. En primer lugar, que no creía en la moral colectiva, en aquella que se impone desde el exterior, pues como buen individualista sólo tiene validez para él aquello que proviene de su interior. En segundo lugar, no piensa que el Bien y el Mal afecten en el mundo físico. No considera que las acciones sean morales o no en sí mismas. Pero, indudablemente, sí que cree en la moral en el orden espiritual, al menos a raíz de su estancia en la cárcel de Reading, aunque en su obra, como sucede siempre con Wilde, ya estaba contenido dicho pensamiento.
Todo Dorian Grey puede resumirse en el brillante comentario de su autor años después sobre sí mismo: “Si bien creo que no hay ningún problema en lo que uno hace, ahora me doy cuenta de que sí lo hay en lo que uno llega a ser”. Es decir, si bien no hay moral en la acción (materia), en lo que uno hace, sí que hay moral en el resultado de la acción, en sus consecuencias en el espíritu, en lo que uno llega a ser. Los actos de Dorian no son moralmente reprobables para Wilde, pero el cuadro (su alma) envejece y se corrompe y muestran lo que debido a sus actos Dorian llega a ser. Existe una influencia entre acto y ser de donde surge la verdadera moral del individuo. Su preocupación por sus actos no está en la aprobación o rechazo del prójimo y de la sociedad, sino en su preocupación por sí mismo, por lo que sus actos pueden llegar a hacer de su ser.
“Los dioses son extraños. No sólo de nuestros vicios hacen instrumentos con que flagelarnos. Nos llevan a la ruina con lo que en nosotros hay de bueno, de amable, de humano, de amoroso”
“El verdadero necio, ese del que los dioses se ríen o al que arruinan, es aquel que no se conoce a sí mismo”
Estos extractos ilustran lo expuesto anteriormente. Los dioses no castigan ni premian en función de actos, ni siquiera en relación a lo que somos. Si bien el acto afecta al ser, el ser no tiene repercusión en el mundo material. No se nos “premia” ni se nos “castiga” por lo bueno ni lo malo de nuestro ser. Se formula, en este sentido, una concepción ética kantiana, despreciativa de los sistemas de castigo/ recompensa.
La influencia acto-ser es unidireccional y lo único importante es conocerse a sí mismo. ¿El camino para ello? Comprender. Sólo aquel que comprende llega a conocerse pues el mundo es un espejo en donde nosotros mismos nos reflejamos:
“El vicio supremo es la superficialidad. Todo lo que se comprende está bien”
El Bien y el Mal son estados fluctuantes. Ambos moldean el alma y pueden embellecerla a su manera si se comprenden adecuadamente. Ambos son caminos que llevan al conocimiento. La santidad enseña a través de la lucha contra la tentación. El pecado enseña mediante el arrepentimiento. La santidad es el modelo más próximo a Dios. El pecado es el modelo más próximo al hombre. Este es el legado de Sócrates y de Cristo, y el espíritu mismo de Occidente. El santo que lleva una vida perseverando en la virtud se halla siempre a un solo paso del pecado. El pecador que lleva una vida a la sombra del Mal se encuentra a la misma distancia respecto del Cielo. A uno le separa un momento de debilidad, al otro un instante de arrepentimiento sincero.

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