Carta de bienvenida

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Querido lector,

Para qué engañarnos, el futuro de esta revista es incierto.

Es más, podría decirse, haciendo acopio de todo nuestro dramatismo, que aún en sus primeras semanas, en sus primeros días de vida, su supervivencia pende, ya, de un hilo. Pero sepa también, querido lector, que eso nos da igual.

¿Acaso no es así con todo? Desde el principio hemos de creer necesariamente en que las cosas, además de suceder, precisan de una continuidad para existir. E incluso, en ocasiones, revestimos a las cosas de un valor absoluto cuando estas se repiten: ¿cómo afirmar que es desgraciado el que solo ha sufrido una desgracia?¿Afortunado el que recibe un único golpe de suerte?

Tal vez estos ejemplos resulten algo banales, así que voy a ir un poco más lejos: en la época de la computación, la época de los datos, la época de las mentiras y verdades a medias, la época del like, incluso en la maldita época de la escasez o mejor dicho del consumo, nuestra relación con el mundo tiende pathos-lógicamente hacia los estándares de cantidad, no de calidad.

Como consecuencia, también en más de una ocasión cometemos el error de entender la reiteración, la continuación o la renovación, como sucedáneos de lo permanente. Pero he aquí que incluso en lo cíclico, en las repeticiones más incuestionables (mañana el Sol insistirá en salir de nuevo, me levantaré, terminaré el artículo de la revista), no existe evidencia científica, tampoco religiosa, que impida que todo, perdón por la rudeza, se vaya a la mierda en un instante.

Y de estas afirmaciones se derivan algunas consecuencias que, a mi entender, resultan esenciales para comprender nuestra naturaleza, a saber, la mía, la de los redactores de esta revista, la de usted y el resto de lectores. Permítame enunciarlas de la manera más clara y breve que me sea posible:

  1. Frente a la nada, ya no situamos lo singular sino lo plural.
  2. Lo plural no es lo diferente, pues la diferencia entraña, en sí misma, singularidad.
  3. Como consecuencia, lo plural es la copia, lo idéntico, cuya manifestación estética es la identidad (el que sufre múltiples desgracias es, en efecto, un desgraciado).
  4. Frente a la nada, situamos nuestra identidad.

Pero he aquí la paradoja de este hermoso viaje: que, a estas alturas de la película, resulta demasiado sencillo llegar a la conclusión de que la identidad no puede ser lo opuesto de la nada. Véase de este modo: la única certeza de que esta revista dejará de existir en un mes o dos es que, del mismo modo que ha existido un antes, puede (o debe) existir un después. Del igual modo, solo podremos afirmar que esta revista ya no existe cuando alcance la no-existencia, idéntica, del pasado y el futuro.

¡He aquí que la nada se nos aparece ahora también como una reiteración de nadas! Empezamos a comprender que la nada, per se, constituye una identidad a la que pretendemos contrarrestar con otra identidad. No seré yo el gurú de turno que condene, alabe o pronostique las consecuencias de este choque. Mi única intención era demostrar que la misma incertidumbre que rodea a esta revista es la misma que la que envuelve la realidad misma. La incerteza lo cubre todo, es reiterativa, una forma más de identidad que se sitúa entre lo que permanece y lo que es borrado.

Con todo, si tiene usted, querido lector, la voluntad y la fortuna de leerse los primeros artículos publicados en esta revista, se encontrará con que, por pura casualidad, varios de ellos mencionan la fe, u otros conceptos no tan alejados como la subversión, la memoria y el deseo. Digo no tan alejados porque todos y cada uno de ellos tienen algo en común: ¿cómo relacionarnos con lo que es sin llegar a ser, y viceversa?

No hace mucho tuve la suerte de escuchar a la poeta Anne Carson mencionar, en su visita al Museo del Prado, que no había una gran diferencia entre la fe y la espera, y por ende entre la fe y la ausencia, es decir, con una realidad en la que falta algo que sabemos que está por llegar, una realidad conscientemente incompleta. Y como ocurre en las siluetas sin fondo o en las novelas carentes de final o en las llamadas cadencias rotas en la música, donde la tensión no se resuelve como esperábamos sino que sigue ahí, vibrante, acabamos por descubrir, como explicó la poeta canadiense, “un espacio en el que la vida fluye mientras el tiempo duda”. Un minuto después, recogió esa idea para darle una precisión aún mayor:

«El tiempo tartamudea”

Que el tiempo tartamudee, pues, y volvamos ahora al punto de inicio. Para qué engañarnos, el futuro de esta revista es muy incierto.

La lección de Kafka

Pero he aquí que, si nos acercamos lo suficiente, podemos encontrar en esta falta de seguridad la esencia misma de lo que intentamos construir. Un espacio por y para la reflexión, la interpretación y la crítica de la literatura.

Aquí la literatura escapa de los libros. Estos son solo un puerto de llegada y puede que también un puerto de partida, pero en ningún caso constituyen la travesía y menos aún la voluntad que la impulsa. Es esta inestabilidad que nos precede, nos acompaña y nos condiciona lo que envuelve eso que llamamos literatura y se esparce y extiende, como el polvo de una vieja estantería o el profundo vacío de un jarrón sin flores, por nuestro interior y el de quienes nos han conducido hasta donde estamos.

Porque Capítulo 73 no es sino el eco de aquella lejana explosión que tuvo lugar en los albores del siglo XX, cuando se desencadenó la toma de conciencia de que lo irrefutable era, además, intangible. “Dios ha muerto” fue solo una manera de mostrarnos en una soledad inferior, una soledad abandonada y, para bien o para mal, heredera.

Y quién mejor para llevar esta idea hasta sus últimas consecuencias que el mismísimo Kafka. Nadie supo mejor que él reflejar este tipo de cuestiones, en distintos registros además, pues tan maestro fue de la extenuación y el exceso como del fugaz terror de lo hueco. Véanse, por ejemplo, estos fragmento del ‘Castillo’, en los que el protagonista, K., interactúa con la Mesonera, una mujer que trata de que este acepte ser interrogado por un secretario llamado Momus. A su vez, K. solo está dispuesto a hacerlo si ello le permite acceder a una entrevista con un funcionario de mayor grado, llamado Klamm:

Mesonera: «Señor agrimensor […] Si expreso mi parecer, no lo hago para ayudarle a usted sino para facilitar un poco al señor secretario la difícil tarea de tratar con un hombre como usted. Sin embargo, y precisamente debido a mi absoluta franqueza -a no ser con franqueza no puedo tratarlo a usted, y aun así me repugna hacerlo-, puede usted sacar utilidad y provecho de mis palabras, con tal que se decida a tomar un consejo. Pero no quisiera exagerar: acaso el camino no conduzca hasta Klamm, acaso termine mucho antes de llegar a él, esto ya es cosa que decide el criterio del señor secretario. No obstante, es este, en todo caso, el único camino que, en su situación, señor agrimensor, por lo menos va en dirección hacia Klamm«

Hago un inciso en este primer párrafo para señalar la ingente cantidad de conjunciones y locaciones adversativas que se dan en las declaraciones de la mesonera.

K: «Y ahora le ruego, señor secretario, quiera decirme si es exacta la opinión de la señora mesonera, esto es, si realmente el protocolo que usted desea levantar sobre la base de mis declaraciones podría, en sus ulteriores consecuencias, dar por resultado el que yo pueda presentarme ante Klamm

Momus: «No. Tales conexiones no existen».

Mesonera: «¿Por qué me mira usted?¿Acaso dije yo otra cosa? Ya ve, señor secretario, él siempre es así. Falsifica las informaciones que se le dan y luego afirma haber recibido información falsa. Yo le he dicho siempre, hoy y en toda ocasión, que no tiene la menor esperanza de ser recibido por Klamm.»

K.: «Yo creía -erróneamente como ahora resulta- poder entresacar de sus palabras anteriores que, a pesar de todo, existía para mí alguna esperanza mínima

Mesonera: “Sin duda. Tal es, por cierto, mi opinión; tergiversa nuevamente mis palabras, solo que esta vez en dirección contraria.”

Kafka hace, en muchas ocasiones, uso de una estructura narrativa muy concreta: las historias arrancan, a veces incluso prescindiendo de cualquier tipo de introducción, con un súbito acontecimiento, en este caso la llegada de K. a la aldea. Las circunstancias y la naturaleza que han provocado ese acontecimiento nunca son esclarecidas, y eso mismo es lo que acaba provocando que los protagonistas se encuentren con una realidad en la que nada es afirmable, pero al mismo tiempo, nada es negable.

Por eso el personaje de la mesonera es tan maravilloso, porque elabora, a través de sus declaraciones, un enrevesado discurso en el que K. tiene que interpretar una y otra vez lo que quieren decir, exactamente, sus palabras. Sin llegar nunca a buen puerto. Pero se produce, además, un proceso inverso: es precisamente en ese intento de entender una y otra vez lo que dicen o dejan de decir los personajes lo que acaba convirtiendo la realidad en algo que hay que descifrar y, en última instancia, en algo que se desvanece entre lo que unos quieren o no quieren decir, y lo que unos quieren o no quieren entender.

Esta es la soledad que heredamos, por lo que, ¿a qué aferrarnos, entonces? Aquí, de nuevo, entra Kafka para darnos la solución:

“Ocasión sería esta para una ligera desesperación si solo casualmente, y  no intencionadamente, estuviera yo aquí parado.”

Si las tramas de Kafka pueden resumirse en el conflicto que se produce entre la voluntad individual y las estructuras de la realidad circundante, los finales pueden, a su vez, definirse como una aceptación del destino, el cual suele conducir la erradicación (voluntaria) del Yo. Lo pertinente de El Castillo es, en cambio, que ese final nunca llega, por su carácter de obra inacabada, produciéndose un giro en el que es el lector quien tiene que asumir esa disolución del sujeto y aceptar que, quiera o no, el agrimensor se quedará para siempre sumido en esa incertidumbre, una incertidumbre que tiene que ver, inversamente a lo que ocurre con esta revista, con un pasado que podríamos tildar de inacabado.

¿Es vana la leyenda?

Volvemos, de nuevo, al punto de partida y dejemos de engañarnos de una vez: el futuro de esta revista es muy, pero que muy incierto.

De acuerdo. Lo entendemos, lo afirmamos, e incluso lo aprehendemos, en el sentido rilkeano de la aprehensión, es decir de apertura, hacia estas dudas que el futuro nos plantea. Los artistas y los pensadores de este tiempo se han abierto para con la nada hasta comprender que en mitad de esa suspensión es posible hallar nuevas y definitorias formas de expresión, individuales y plurales. Nuestra voluntad es hallar y compartir, como diría el poeta austríaco, ese “espacio adelante hacia el cual las flores se abren sin fin”.

Tal afirmación no vendrá de la mano con la identidad, sino con la singularidad del intento, puede que del intento fallido y su posterior aprendizaje, o del recuerdo de un instante en el que la verdad fue rozada, o todo lo contrario, cuando las discusiones sobre la “tura de turas” se prolongaron, estériles, hasta altas horas de la noche; cuando logramos (en pasado, en presente y en futuro), únicamente, engañar al tiempo y forzarlo a tartamudear. Solo entonces habrá sobrevivido esta revista:

“Pero nosotros, que tan grandes

misterios necesitamos, de los que a menudo surge

por causa triste una bendita mejora, ¿podríamos ser sin ellos?

¿Es vana la leyenda de que un día, en el lamento por Lino,

la primera y osada música atravesó la árida rigidez?,

¿de que solo en el espacio estremecido que un joven casi

divino de pronto abandonó para siempre, el vacío cobró

esa vibración que ahora nos embarga y nos consuela y nos ayuda?”

Versos finales de la primera elegía de Duino — Rainer Maria Rilke

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